domingo, 2 de septiembre de 2018

SOLEDADES QUE SE ENTRECRUZAN



El fin de la soledad

Benedict Wells

Traducción de Beatriz Galán Echeverría

Malpaso Ediciones, Barcelona, 2018, 283 páginas



   

  En pocas ocasiones un texto promocional ha estado tan acertado y ha sido tan fiel a la trama novelesca como el que Malpaso Ediciones elaboró para este libro. En efecto, Benedict Wells maneja el argumento de esta novela cargada de elementos dramáticos que a veces nos hieren el alma “sin caer en la grandilocuencia o el alarde sentimental”. Fue este precisamente uno de los méritos que catapultaron a El fin de la soledad a ganar el Premio de Literatura de la Unión Europea en 1916. Novela ciertamente fascinante, conmovedora y doliente, y al mismo tiempo reflexiva, y que no deja al lector apesadumbrado. Es la tercera obra de ficción que publica Benedict Wells (Munich, 1984), basada posiblemente en experiencias personales, ya que el autor realizó sus estudios en tres internados  y como Jules, el narrador y principal protagonista, renuncio a los estudios universitarios para dedicarse al incierto oficio de la escritura.

   Una novela cuyo tema central es sin duda las posibilidades que nos ofrece la vida para superar la soledad. El precipicio de la soledad, como nos alerta una frase de F. Scott Fitzgerald que el autor coloca en el íncipit de la narración. “Hace tiempo que conozco a la muerte, pero ahora ella también me conoce  a mí”.

   El libro cuenta la vida de tres hermanos ingresados en un internado tras la muerte de sus padres en accidente automovilístico. La narra Jules Moreau, el hermano menor. Él será también el principal protagonista. Tras una prolepsis en la que Jules se presenta a sí mismo desde la cama de un hospital ya que un accidente de moto ha estado a punto de costarle la vida, se siente constreñido  a reconstruir su vida. Es así como la trama retrocede a 1980 cuando Jules tiene siete años y, con su familia, pasa el verano en Francia. Mientras los hermanos se divierten, los padres montan en un Renault. Serán arrollados por un Toyota. Una terrible casualidad trunca sus vidas. Los huérfanos son ingresados en un internado público en Munich. Allí vivirán en un mundo paralelo, un duro aprendizaje de la vida, solamente dulcificado cuando Alva, una niña de la edad de Jules, se sienta a su lado y se convierten en inseparables. Durante dos años, sus respectivas soledades se entrecruzan, se persiguen, saben que están enamorados pero son incapaces de declararse y de vivir su amor. Mientras tanto, la vida de los otros dos hermanos se debate entre la dedicación al estudio o el inicio del camino de las drogas duras. Mas la vida no se detiene y suceden múltiples cosas: hermosas, horrorosas, impredecibles, inexplicables. Jules huye de Alva al verla acostada con otro hombre. Será así como deje atrás la juventud.

   Es la segunda parte donde se produce el camino de vuelta: el reencuentro con Alva, casada con el escritor ruso Romanov al que los dos admiran. El futuro será de ellos, si bien son conscientes de que la vida es un juego que tiene que acabar en cero, aunque más tarde rectifica: la vida no tiene que ajustar cuentas, las cosas suceden sin más. A veces es justa y todo tiene sentido. A veces es tan injusta que uno duda de todo. Con la pareja, con esa niña de pueblo que se acerca a un niño de ciudad, los dos huérfanos de todo menos de soledad, la vida no será justa: un cáncer imparable destruye la vida de Alva.

   Es en esta segunda parte donde Benedict Wells muestra un delicada habilidad para llevar el dramatismo a los ojos y al corazón de los lectores; lo hace, no obstante, sin truculencias sentimentaloides, con maestría y tacto exquisito, visibilizando los sentimientos reales que provoca una enfermedad invasora que una vez más genera soledad y orfandad.

   Similar maestría muestra el autor a la hora de formular preguntas cruciales que indagan en el sentido de la vida y nos aproximan a grandes temas existenciales: el amor por la vida, las diferentes vertientes de las relaciones amorosas, la pasión por el arte de la escritura. La misma habilidad a la hora de elaborar una sólida estructura, amalgamando el tema de la soledad de los huérfanos, la psicología de numerosos personajes secundarios, el sentido de la escritura, el trabajo del escritor, sin que falten pequeñas reflexiones metaliterarias.

   Novela dura, pero tan real como humana, hecha de colores otoñales, de la melancolía de los recuerdos. Un estilo de prosa fluido y preciso, detallado, capaz de bucear en lo más profundo del alma de los personajes para extraer de ellos lo más feo y lo más hermoso, y sobre todo alimentarlos con la seguridad de que siempre se puede superar la soledad.





                                                   
Benedict Wells



Fragmentos



“Los ojos de gata de Alva eran verdes. No del verde pálido y oscuro de los billetes de un dólar, sino de un verde claro, brillante, que contrastaba de un modo fascinante con su pelo rojo. Pero su mirada resultaba algo ausente, casi fría. No era la mirada de una chica de diecinueve años, sino la de una mujer indiferente que había dejado de ser joven. «Todo es posible», repitió, pero algo cambió en su mirada y el frío se volvió calidez.

Una gota cayó sobre el brazo de Alva y ambos miramos al cielo. Unas nubes enormes ocultaban el sol u un trueno muy fuerte emergió de la nada. Unos segundos después, llovía torrencialmente sobre nuestra cabeza.”



…..



“Durante unos segundos me cuesta mantener la compostura. «Piensa en otra cosa, piensa en otra cosa.» Los pensamientos se mezclan en mi cabeza e inesperadamente me remonto a mis años en Berlín. Pienso en los momentos de soledad en los que bailé solo en mi habitación, dominado por una idiotez desesperada. Pienso en el sótano de Suiza y en los paquetes con las armas de fogueo. Pienso en el momento en que volví a escribir. Las imágenes se acumulan cada vez más deprisa en mi interior, y de pronto vuelvo a ver lo que me sucedió antes de mi accidente. El abismo me mira a los ojos.

Y yo miro hacia atrás.”



…..



“La última vez que abrió los ojos fue a primera hora de la tarde. Me miró, y cuando vio que yo lloraba en silencio, abrió más los ojos  como si quisiera pedirme perdón. Entonces volvió apretarme la mano y luego cerró los ojos. Yo pude sentir sus pensamientos corriendo por la habitación, abarcando todo el tiempo y el espacio, buscando un último momento al que asirse antes de partir. Quizá pensó en los niños y en mí, o quizá en sus padres y hermana. Quizá pensó en el pasado y en el futuro. Quizá todo a la vez. Un último cúmulo de pensamientos y sentimientos, de temor confuso y de confianza, mientras se marchaba de aquí, sorprendentemente rápido e infinitamente lejos.”



(Benedict Wells, El fin de la soledad, paginas 76, 119, 257)

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