F. Scott Fitzgerald
Traducción y epílogo de Justo Navarro Velilla
Editorial Anagrama, Barcelona, 2011 (Panorama de
Narrativas), 2012 (Compactos)
(LIBROS DE FONDO)
Francis
Scott Fitzgerald (1896-1940) es uno de los escritores más importantes y
emblemáticos de la literatura norteamericana y el mejor cronista de toda una
generación que nace, como él mismo escribió, para hallar muertos todos los
dioses, terminadas todas las guerras y toda la fe en el ser humano sometida a
una duda radical. Nadie como F. Scott Fitzgerald supo definir la llamada “era
del jazz”, la prosperidad derivada de la primera Guerra Mundial; y diagnosticar
con crudeza su fracaso, la traición que, con su ignorancia y materialismo, la
llamada nueva clase, surgida del enriquecimiento fácil, acabaría por volatilizar
todos los ideales del alegre sueño americano. Y supo además definir las
coordenadas de ese sueño porque F. Scott Fitzgerald representa de forma
modélica a aquella “Generación Perdida”, slogan que empleó Gertrude Stein para
encuadrar a ciertos compatriotas suyos más jóvenes y osados que ella, que
vivían y, sobre todo, bebían bajo los alientos voluptuosos de los felices años
veinte.
En efecto, el autor de El Gran Gatsby representa muchos más que ningún otro escritor, al
modelo del perdedor de la época; un hombre a quien sus escritos, y de forma
especial sus relatos, hacen famoso de la noche a la mañana y que finiquita sus
días, a comienzos de la década de los cuarenta, alcoholizado, sin dinero, su
contorno privado de amor y olvidado por el público norteamericano.
La genialidad de Scott Fitzgerald consistió
justamente en convertir todo esto en un tema artístico; en presentar
literalmente al dinero en toda su materialidad, algo voluptuoso y volátil,
símbolo de un ideal que es al mismo tiempo tan frágil y efímero como el placer.
El
Gran Gatsby forma parte de aquella literatura que hace de la sátira social
y del reflejo de la decadencia y de la corrupción de una sociedad su tema
central. Una novela que trata de amores nunca logrados, de la muerte, de
fiestas disparatadas, de ideales románticos. Y contiene el retrato despiadado e
implacable de la sociedad americana en los años posteriores a la primera Gran
Guerra, en los que surgen, como clase social, los nuevos ricos, sin que los
pobres hayan dejado de serlo.
Jay Gatsby, el protagonista de la novela, es
el prototipo de esta nueva clase social, amoral e independiente, que desvaría
por triunfar sea como sea y que finalmente será destruida por aquellos a los
que intenta imitar. Sin embargo, Nic Carraway, narrador de la historia, un ser
con especiales cualidades para captar la falsedad y la dureza del sistema
clasista americano y el fracaso de su sueño, acaba por rendirse delante del
incuestionable hechizo de Gatsby. Su aura romántica hace que el personaje no
pertenezca por entero al grupo de los ricos de origen, una clase sin moral y
sin posibilidades de redención. De hecho, en Gatsby la necesidad de hacerse
rico no tiene otro origen y finalidad que los de conseguir el amor de Daisy.
En el fondo, F. Scott Fitzgerald es heredero
de la idea romántica de que la verdad es hermosura, pero también de que es
necesario vivir la vida al instante, puesto que nada mortal es eterno. Así
pues, sobre la novela planea un cierto aire de tragedia griega. Personajes como
Jay Gatsby, con su indomable capacidad de amar a Daisy, la joven que tiene la
voz rebosante de dinero, nos recuerdan a los grandes héroes trágicos clásicos
que, cuando se aproximan a la meta, esta desaparece en el horizonte.
El
Gran Gatsby fue publicada en 1925, pero no logró el éxito popular de los
relatos breves del autor, ni tampoco el de sus primeras novelas (A este lado del paraíso, 1920, Hermosos y malditos, 1922). No obstante,
los críticos más exigentes escribieron que era una de las obras de la
literatura más notables de la literatura escrita en lengua inglesa. Una
categoría que queda demostrada al comprobar los magistrales enfoques
narrativos; la complejidad de la voz narradora, a la vez observador y
participante en el destino del protagonista; los diálogos perfectos; las
descripciones incomparables; la luz del embarcadero de Daisy en Long Island que
Jay Gatsby custodia en el verano y que, desde entonces, se convirtió en la gran
metáfora de las ilusiones y de los sueños inalcanzables.
Francisco
Martínez Bouzas
Fragmentos
“A medio camino entre West Egg y Nueva York la carretera confluye de pronto
con la línea del ferrocarril y corre a su lado cerca de cuatrocientos metros,
como si quisiera evitar cierta extensión de tierra desolada. Es un valle de cenizas:
una granja fantástica donde las cenizas crecen como el trigo hasta convertirse
en cordilleras, colinas y jardines grotescos, donde las cenizas toman la forma
de casas y chimeneas y humo y, por fin, en un esfuerzo trascendental, de
hombres de ceniza que se agitan como sombras y se deshacen en el aire
polvoriento. De vez en cuando una fila de vagones grises se arrastra por una
vía invisible, se estremece en un crujido espectral y se detiene, e
inmediatamente los hombres de ceniza salen como un enjambre con palas que
parecen de plomo y levantan una nube impenetrable que nos oculta sus
misteriosas operaciones.
Pero sobre la tierra gris y las ráfagas de polvo inhóspito que soplan
incesantemente sobre ella, se distinguen, al cabo de un momento, los ojos del
doctor T. J. Eckleburg. Los ojos del doctor T. J. Eckleburg son azules y
gigantes: sus pupilas casi alcanzan un metro de altura. No miran desde una
cara, sino desde unas enormes gafas amarillas que se apoyan en una nariz
inexistente. Algún oculista insensato y bromista los debió de poner ahí para
aumentar su clientela en la zona de Queens, y luego se hundió en la ceguera
eterna, o los olvidó y se fue a otra parte. Pero sus ojos, algo deslucidos por
los muchos días expuestos a la lluvia y al sol sin recibir jamás una mano de
pintura, siguen meditando tristemente sobre el solemne vertedero.
Un riachuelo
sucio limita el valle de cenizas por uno de sus flancos, y, cuando el
puente levadizo se alza para que pasen las barcazas, los pasajeros de los
trenes pueden quedarse media hora contemplando el lúgubre lugar mientras
esperan. Es inevitable detenerse allí, aunque sea un momento, y precisamente
por eso conocí a la amante de Tom Buchanan.”
…..
“Abrimos al azar una puerta que parecía importante y entramos en una
biblioteca gótica, de techos altos y paredes recubiertas de roble inglés
tallado, probablemente transportada completa desde alguna ruina de ultramar.
Un individuo corpulento, de mediana edad, con gafas enormes y ojos de búho,
algo borracho, se sentaba en el filo de una mesa grande y, titubeante, se
concentraba en mirar los anaqueles de libros. Cuando entramos, giró sobre sí
mismo, nervioso, y examinó a Jordan de pies a cabeza.
-¿Qué les parece? -preguntó con verdadero ímpetu.
-¿Qué?
Señaló hacia los libros con la mano.
-Eso. Y no tienen que molestarse en comprobarlo. Lo he comprobado yo. Son
de verdad.
-¿los libros?
Asintió.
-Absolutamente de verdad: tienen páginas y todas esas cosas. Pensé que
serían de cartón hueco, resistente. Pero son absolutamente de verdad. Páginas
y… Fíjense, déjenme que se lo demuestre.
Dando por sentado nuestro escepticismo, se precipitó hacia los estantes y
volvió con el primer volumen de las Conferencias
de Stoddard.
-¡Miren! -exclamó triunfalmente-. Es una pieza auténtica de material
impreso. Había conseguido engañarme. Este tipo es un verdadero Belasco. ¡Qué
triunfo! ¡Qué meticulosidad! Y también supo dónde pararse: las páginas están
sin cortar, sin abrir. ¿Pero qué esperaban ustedes? ¿Qué querían?
Me arrebató el libro y lo devolvió corriendo a su estante, murmurando que
si quitáramos un ladrillo toda la biblioteca podría venirse abajo.
-¿Quién les ha traído? -preguntó-. ¿O ustedes han venido por su cuenta? A
mí me han traído. A casi todo el mundo lo traen.
Jordan lo miraba muy atenta, feliz, sin responder.
-A mí me ha traído una mujer que se llama Roosevelt –continuó-. La señora
Claud Roosevelt. ¿No la conocen? Yo la conocí anoche, no sé dónde. Llevo casi
una semana borracho, y pensé que sentarme un rato en una biblioteca a lo mejor
me despejaba.
-¿Ha funcionado?
-Un poco, sí, creo. Todavía es pronto para decirlo. Sólo llevo aquí una
hora. ¿Les he dicho lo de los libros? Son de verdad. Son…
-Nos lo ha dicho.
Le estrechamos
la mano solemnemente y salimos.”
(F. Scott Fitzgerald, El Gran Gatsby)
Muy interesante ...
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