viernes, 21 de octubre de 2011

"RECUERDOS DE UN CALLEJÓN SIN SALIDA": LOS FILTROS DE LA TRISTEZA


Recuerdos de un callejón sin salida
Banaya Yoshimoto
Traducción de Gabriel Álvarez Martínez
Tusquets Editores, Barcelona, 2011, 212 páginas.

Banana Yoshimoto, pseudónimo de Mahoko Yoshimoto (Tokio, 1964) es una conocida escritora nipona. Su estreno en la palestra literaria con la novela Kitchen resultó realmente explosivo, haciéndola merecedora de premios prestigiosos como el “Newcomer Writers Prize”. Autora de una obra prolífica y polifacética compuesta por novelas, relatos y ensayos, se la considera junto con Haruki Murakami una de las voces que mejor representan la actual narrativa japonesa, sobre todo las prácticas vitales a las que han debido enfrentarse los jóvenes japoneses en los pasados lustros finiseculares. Sus personajes suelen ser criaturas ancladas en la soledad y profundamente sensibles. En su macrocosmos literario juegan un gran papel las emociones, las sagas familiares, la vida doméstica, las relaciones amorosas, hecho que ha motivado que no pocos críticos consideren que sus obras explotan el estereotipo de la feminidad dulce, sumisa, resignada y que, más que la calidad, persiguen fines comerciales. Sus seguidores, en cambio, rechazan que la narrativa de B. Yoshimoto linde los territorios de la superficialidad, aunque puedan ser divertidas y sepan plasmar, sobre todo, la vida frustrante de la juventud japonesa de hoy.
En lo que no existe debate es en algunas de las constantes de la “marca” literaria de B. Yoshimoto, en especial en ese aire de melancolía y tristeza que tiñe sus historias. Los personajes de B. Yoshimoto ven el mundo a través de los filtros del abatimiento. Ella misma, en el epílogo de esta colectánea de relatos, intenta vendernos ese aire de tristeza y se pregunta: “Por qué ahora me da por escribir sobre cosas tristes que son las que más me cuestan?” (página 211). Y confiesa que sus relatos tienen un fuerte tinte autobiográfico hasta el punto de que ella misma lloró al leer las galeradas. Ese aporte autobiográfico quiere que sea soterrado antes del nacimiento de su hijo. Pero que nadie se confunda: sus relatos son ficciones y, como tales, no reflejan hechos reales que le hayan acontecido a ella misma.
Dos de los relatos, el primero y el último, destacan por encima del resto. En ambos nos encontramos con seres solitarios y sus historias parecen recubiertas por una pátina de languidez, melancolía y tristeza lírica. “La casa de los fantasmas” tematiza las vivencias existenciales de dos jóvenes estudiantes. El personaje masculino habita en un piso fantasmagórico, situado en una casa en ruinas, cuyos dueños, una pareja de ancianos, habían fallecido intoxicados por monóxido de carbono, al quedarse dormidos junto a un brasero. Mas sus fantasmas siguen haciendo frecuentemente acto de presencia. Entre los dos jóvenes va creciendo una cierta intimidad hasta que llega el momento en que hacen el amor. El personaje masculino busca nuevas expectativas, rompe con la tradición familiar y emigra a Francia. Pero, pasados unos años, regresa y la relación amorosa se consolida. El final es enteramente previsible: vivirán felices, placenteramente en su pequeño mundo, mas en la base de su relación siempre estará presente lo que sintieron la primera vez que hicieron el amor en aquel piso herrumbroso habitado por presuntos fantasmas, cuya vida puede ser la clave para la pareja de protagonistas.
En el relato que rotula el volumen, “Recuerdos de un callejón sin salida”, B. Yoshimoto nos sumerge en un placido mar de pequeñas cosas capaz de curar las penas. Una historia sin ese final feliz y previsible que el lector encuentra en los otros relatos. Historia de una decepción amorosa y al mismo tiempo del poder cauterizador de la amistad. El personaje femenino, abandonado por su novio, vive sumido en la pasividad y en la tristeza, pero el mundo visto a través de aquella aflicción le parece nítido. Hallará consuelo en la amistad con un chico que trabaja en un bar situado en un callejón sin salida. Si vida, sumida en la ingenuidad y en la nostalgia, se caldea con el afecto de este joven, cuya presencia y conversación restañan sus heridas. Por eso llorará lágrimas de gratitud hacia el misterioso transcurrir del tiempo.
Y otras tres historias con sueños curativos que anulan sufrimientos anteriores, con niños capaces de ver la luz que habita dentro de cada ser humano, generadora de alegrías y de amor. Metáforas líricas sobre la memoria, los recuerdos y la felicidad. Ficciones sencillas, teñidas con tonalidades de melancólicas delicadezas, casi todas con finales amargos, sin grandes traumas ni apasionamientos, insertadas en estructuras narrativas que trascurren a través de una calmada cadencia y escritas con un lenguaje limpio, sereno, sin arrebatos líricos. Relatos, pues, que se tiñen con los colores otoñales, tonos medios y que, a veces al intentar tematizar lo inefable, esas misteriosa luz interior por ejemplo, corren el riesgo de caer en infantiles inconsistencias.
                                              

Fragmentos

“Mientras bebíamos té, sentados junto a aquella ventana inundada de claridad, nos envolvió una cálida y placentera luz amarilla. Era precisamente lo que quería; una luz que hacía pensar a mi corazón marchito: «¡He aquí lo que me faltaba!»
La palabra que más se aproxima a lo que sentía tal vez sea «bendición»(…) Por aquel entonces, yo creía que lo que nos unía era el sexo, pero luego me di cuenta de que no, de que con el simple hecho de charlar con él, sentía una energía indescriptible que surgía del fondo del estómago y recorría todo mi cuerpo. «Sí, eso es. Con esto basta».
Ese sentimiento acabó transformándose en convicción, y con tan sólo sonreírnos el uno al otro nos sentíamos satisfechos (…)
Nuestra luz interior, la bella luz transparente del exterior y la luz y la luz que resplandecía cuando estábamos juntos se fundió en una sola luz que iluminó nuestro futuro”.

…..

“Ahora me doy cuenta: entonces, pese a que me encontraba en uno de mis peores momentos, yo vivía en la mayor de las felicidades.
Tanto era así que podría guardar el tiempo vivido aquellos días en un cofre y custodiarlo como si fuera el mayor tesoro de mi vida. La felicidad llega sin llamar a la puerta, al margen de las situaciones y circunstancias que la rodean a una, con una independencia casi cruel. No importa en qué situación te halles o con quien estés.
No se puede predecir.
Es imposible fabricarla a nuestro antojo. Puede aparecer al siguiente instante o no hacerlo nunca, lo que convierte nuestra espera en un esfuerzo vano. Es imprevisible, igual que las olas o el tiempo. Los milagros siempre están al acecho y, ante ellos, todos somos iguales.
Pero eso era lo único que yo aún no sabía”

(Banana Yoshimoto, Recuerdos de un callejón sin salida, páginas 54-55, 164-165)
Banana Yoshimoto

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