Capesius, el farmacéutico de Auschwitz
Dieter Schlesak
Prólogo de Claudio Magris
Editorial Seix Barral, Barcelona, 2011, 397 páginas.
Lo recuerda Claudio Magris. Después de Auschwitz es imposible escribir poesía. Es el dicho de Adorno, sabedor consciente de que, solo navegando en las fronteras más extremas del ser humano y de lo decible o enunciable, es posible que arraigue en esta tierra maldita la palabra poesía. Dieter Schlesak, nacido en Transilvania, de identidad sajona-transilvana, se ha aventurado en numerosas obras, empleando tanto la poesía como el relato estremecido, en esa infame “tierra de nadie” de la historia contemporánea: el asesinato en serie de millones de seres humanos, “el más atroz y fétido matadero de la historia” (C. Magris).
Uno de sus periplos por esa tierra de nadie de la infamia y del horror es su novela Capesius der Auschwitzapotheker, traducida por Seix Barral con el título Capesius, el farmacéutico de Auschwitz. Una novela documental que, desde la verdad, cita al lector con los horrores, sirviéndose de un solo personaje imaginario, el deportado Adam Salmen. Él lo ha visto, estuvo allí, lo sabe todo, perteneció al Sonderkommando, el pelotón de trabajo, compuesto exclusivamente por judíos, que tenía la función de introducir a los prisioneros en las cámaras de gas e incinerar los cadáveres. Y ha sobrevivido para contárnoslo, reproduciendo hechos reales y objetivos y palabras dichas por las víctimas. Adam conoció a Capesius, un farmacéutico de una pequeña ciudad transilvana, destinado a Auschwitz como oficial de las SS. Allí custodiaba el Zyklon B, el gas de las cámaras. Capesius es un hombre afable, un trabajador infatigable. Una “buena persona”. Un día llegó a Auschwitz un tren cargado de deportados judíos de su tierra natal. Capesius les espera en la rampa del campo de exterminio. Muchos le reconocen y le miran esperanzados. Él, junto con Josef Mengele, son los encargados de seleccionar a los que serán exterminados de inmediato en la cámara de gas. Lo hacía con total sangre fría, sin acritud, con amabilidad y con la mentira como antifaz: tranquilizaba a los que se quejaban de ser separados de sus familiares, diciéndoles que la separación era necesaria, porque todavía tenían que recorrer un amplio trecho de diez kilómetros y a los niños, enfermos y débiles se les concedía el privilegio de ser llevados en coche. El privilegio era el horrible destino de las cámaras de gas, donde Capesius vaciaba las latas del Zyklon B y contemplaba desde la mirilla la agonía de los gaseados.
También con Capesius se encontró ficcionalmente Adam Salmen en el juicio de Francfurt de 1964, en el que el farmacéutico exterminador nunca se sintió culpable, no tuvo un solo sentimiento de arrepentimiento ni de vergüenza. Solo miedo. Será condenado únicamente a nueve insignificantes años de prisión y moriría tranquilo en la cama de su hogar.
Dieter Schlesak |
Con los testimonios de los prisioneros, de los médicos, de los SS, de los trabajadores del campo, Dieter Schlesak hilvana un relato aterrador, un viaje por la barbarie más salvaje, en el que la crueldad humana y el instinto asesino del “homo sapiens sapiens” supera todo lo que el lector haya podido ver, leer o imaginar. Es el fresco del mal, como escribe Claudio Magris, dibujado con monstruosidades en la lucha por la supervivencia, que provoca que los propios prisioneros destinados a la muerte, sientan alegría por el exterminio de sus semejantes o participen en sus torturas, porque eso significa más comida o un día más de vida. Es la perversión absoluta, inaudita: convertir a las víctimas en verdugos. Dieter Schlesak lo narra en un relato potente, pero sobrio, aunque estremecido en esta iniciación de la historia de la humanidad a través del exterminio y del horror.
Fragmentos
“Nos empujan hacia las duchas. Veo llamaradas en una fosa larga, oigo gritos, el llanto de niños, el ladrido de perros, disparos de pistola. Las llamas altas cubren las sombras danzarinas. Humo, ceniza levitando y el olor de cabello y carne quemados impregna el aire. ‘No puede ser verdad’, grita mi vecino. Los perros pastor alemanes obligan a niños, mujeres y enfermos a lanzarse vivos a las llamas. Una ola de calor asfixiante. A continuación disparos. Una silla de ruedas es lanzada con un anciano a las llamas; un grito estridente. Los bebés vuelan como pétalos blancos trazando un arco alto hasta el fuego…Un joven corre para salvar su vida, los perros pastor le dan caza, le empujan hacia las llamas. Sólo resta un grito. Una mujer con un pecho descubierto amamanta a su niño. Es lanzada con el bebé al fuego. Un sorbo de leche materna hasta la eternidad”.
“Del diario de Adam: Un día los SS trajeron en camiones a musulmanas enfermas, en realidad eran muertas vivientes y ya no estaban con vida. Sólo una chica se mantenía todavía en pie, podía mantenerse sobre sus pies. Se dirigió a un joven fuerte, Jankiel se llamaba, y le dijo que acababa de cumplir los dieciocho años y que nunca se había acostado con un hombre, ‘quisiera tener esa experiencia antes de morir, ¿me harías ese favor?’ Jankiel estaba horrorizado, se dio la vuelta y se escondió.
Cuando ella estaba en la cámara de gas y él nos lo contó enseguida le hicimos una especie de proceso. Se produjo un animado debate. Pero Jankiel nos dijo: ‘!era completamente imposible! ¿Os habéis vuelto locos de remate? Era una musulmana desnuda y apestosa, sucia, cubierta con su propio vómito. Y esos pensamientos acerca de la muerte, pensar que iba a ir inmediatamente a la cámara de gas…¿cómo imagináis que uno pueda tener aún ese tipo de pensamientos…no, no podría, no hubiera podido, aunque fuera la última voluntad de una moribunda’…”
(Dieter Schlesak, Capesius, el farmacéutico de Auschwitz, páginas 13 y 271)
(Dieter Schlesak, Capesius, el farmacéutico de Auschwitz, páginas 13 y 271)
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