viernes, 1 de diciembre de 2017

LA RECONSTRUCCIÓN DE UN RELATO VITAL


El amor es más frío que la muerte
Ednodio Quintero
Editorial Candaya, Avinyonet del Pendès (Barcelona), 2017, 221 páginas.

   

   Ednodio Quintero (Las Mesitas, Venezuela, 1947), profesor universitario, ensayista, fotógrafo, japonólogo, es uno de los escritores más interesantes de la literatura venezolana. El mejor narrador venezolano de su generación, en el juicio de Enrique Vila-Matas. Autor de una amplia obra narrativa: más de diez volúmenes de relatos y catorce novelas, todas ellas publicadas por ese sello catalán, Candaya, que suele acoger en sus catálogos la obra de no pocos escritores latinoamericanos. Si por algo se distingue la narrativa de Ednodio Quintero es por esa amalgama de lo contado como real y lo imaginado y soñado. Y ahí reside de nuevo el centro oculto y la estrategia narrativa de El amor es más frío que la muerte. Una pieza narrativa circundada por lo onírico en el que hunde sus raíces.
   Seguramente lo primero que sea preciso decir es que El amor es más frío que la muerte es una novela densa, polifónica, caótica por momentos; alejada del equilibrio y harmonía  propios de la novelística tradicional, porque la coherencia que en las piezas narrativas ata todos los hilos, no opera en esta novela. El autor rehúye enclaustrar su trabajo escritural en andamiajes clásicos y en tramas convencionales. Un escritor que comulga con ese casi axioma: la novela es el reino de la libertad de contenido y de forma que Ednodio Quintero reformula a su manera: “En la ficción, como en la guerra, como en el amor, todo está permitido.”
   Un protagonista, sin duda inventado, pero en buena medida “alter ego” del autor -de hecho se llama Montilla, segundo apellido de Ednodio Quintero-, nos cuenta una historia en primera persona, la historia de un personaje que persigue su identidad mediante el buceo en su propia memoria, con la esperanza de que esa inmersión le permita reconstruir su personal relato vital. Montilla huye de un hospital devastado por la peste, en un país sumido en una especie de invierno nuclear. Llega a orillas de una laguna que le resulta familiar, un lugar en el que se siente “íngrimo y solitario”, como el único sobreviviente de una espantosa conflagración. Emprende, arrastrado por una fuerza poderosa, una travesía hacia las escarpadas montañas de la Cordillera Occidental donde había tenido un encuentro con una elfa. Su propósito oculto es reencontrarla. A partir de aquí, el protagonista recorre episodios de su propia vida, en una suerte de autobiografía del clan familiar. Y en ella se dan cita recuerdos, episodios biográficos, anécdotas teñidas de onirismo, con el sexo como la actividad más relevante.
   Es entonces cuando descubrimos el verdadero núcleo temático de la novela: acontecimientos, a primera vista aislados y difuminados como entre brumas y nieblas, que son, sin embargo, la pieza central en la que pivota el relato, que nos retrotraen a una geografía humana macondiana. El escritor nos introduce así en un peregrinaje, guiado sobre todo por un insaciable erotismo y situaciones que parecen arrancadas de los sueños: la pérdida de la virginidad a los diecisiete años, un verdadero bautismo de fuego; los poderes de la viuda Práxedes con fama de “mojana”; la relación de Chico Bastidas con la niña Calderas; amancebamientos o mujeres como Baldomera Terán que se comportaban como una gallina: le ofrecían el culo al primer gallo que se les acercara; incestos que a nadie importan; improvisados tanatólogos arreglando con agua de lluvia la belleza suicida de Melanía; la gritadera de la sordomuda Rosario cuando tiene sexo con el conejo Daniel; el bestial orgasmo que le provoca la mano zurda de Azucena cuando Paolo Rosi marcó un gol en el mundial de 1982; la ascensión a la Laguna Verde con sus hermanos, el conejo Daniel, Rufino Mesa y Pierre-Emilio; el encuentro fallido con el elfo hembra; el recorrido por Tokio con Valeria, la bella limeña y Yuki-o que les permite comprobar el humor escatológico de los nipones. Y otras muchas peripecias y episodios que se cruzan en el camino del protagonista.
   Un ejercicio de autobiografía familiar y animal en el que el sexo juega un papel determinante. El sexo cuando se transforma en pasión letal, capaz de arrastrar al homo sapiens sapiens a los infiernos de los que nunca se sale: el suicidio, la locura, la perdición. El sexo que coloniza los sueños de Montilla, sobre todo en su fijación por las tetas (tetas portentosas y calientes, tetas duras y chiquitas como limones amargos, tetas homéricas, tetas suaves y tersas, sedosas y mullidas, tetas jugosas, frutales y preciosas…). También a través del sexo y  de su correlato en las mamas femeninas, busca el protagonista escavar en las profundidades de la memoria para encontrarse con su verdadera identidad porque le permiten recuperar los instantes de placer, del goce desquiciado, capaz de hacer perder la razón.
   Ednodio Quintero yergue la novela cimentándola en episodios aparentemente inconexos que el protagonista nos hace llegar de una forma ni lineal ni cronológica, sino tal cual van germinando en su mente, de forma un tanto anárquica: delirio, popurrí, berenjenal, calificativos que aparecen en el relato. Pero recordemos el ámbito de libertad en el que puede y se debe mover la novela. “Qué importa lo caótica que esté resultando esta narración, nada me importa mientras continúe soñando.” El escritor se muestra igualmente inmune a la acusación del abuso del Eros que transita por todo el relato. Eros exacerbado o “luminoso, tierno, festivo y, en ocasiones, perverso”, como se escribe en la contracubierta. Estilo de prosa vigoroso, con juegos de lenguaje, ciertas connotaciones simbólicas de algunos términos, múltiples intertextualidades, humor lingüístico… para darle forma a una melancólica novela distópica o autobiográfica, asentada en la cálida exuberancia caribeña y en la gelidez japonesa. 



Ednodio Qintero


Fragmentos

“Pues sí, señores del jurado, dejen ya de asomarse a esta escena de porno rural, ya los veo babearse como viejos verdes a la salida de un colegio de jovencitas, les juro que en el momento de la sensación verdadera, mientras encima de mi Roxana, la afortunada, se cimbraba al igual que un bambú, me desmayé como una quinceañera, me fui deslizando sin conciencia alguna por un tobogán de satén, presintiendo entre los ramalazos de lucidez que cruzaban como relámpagos mis sentidos que luego de aquella experiencia primigenia ya nada lograría satisfacerme. Ya nada tenía que ganar o perder. No sé cuánto tiempo permanecía en un letargo que ahora, cincuenta años después, me atrevería a calificar de amniótico, supongo que apenas unos segundos, cuando mucho un par de minutos, y al despertar y observar a Roxana, la afortunada, que en ese instante se arreglaba su largo cabello color cuervo pausadamente con una peineta de carey, supe con certeza y alegría contenida que había perdido la virginidad, la mía, por supuesto, y que había ganado sin duda alguna tristeza.”

…..

“¿Cómo explicar, si no, que cuando apenas le rozo los pezones por encima de la blusa se pone a dar gritos como un animal? Tengo que emplearme a fondo para someterla, y cuando al fin logro ensartarla se agita y culebrea como una serpiente enfurecida, bufa, corcovea, lanza patadas, puños y manotazos, muerde el aire, arroja espuma por la boca y suelta unos pedos muy graciosos, olorosos a maní tostado, y aunque es muda, le juro que le da por farfullar en una lengua extraña, diabólica, que a mí me suena no sé por qué a latín, se retuerce, se cimbra y vocifera como la muchachita poseída por el demonio en la película del Exorcista, usted seguro que la vio, y a veces, para calmarla después de una función que me ha dejado molido, hecho polvo, para el arrastre como dicen los españoles, me veo en la necesidad da atarla a un árbol con una cuerda que siempre llevo conmigo.”

…..

“Cuando la vi apearse del tren sentí un corrientazo en la entrepierna y mi cuerpo todo como una maldita esponja absorbió la energía que manaba de aquel ser extraordinario, un ente venido de un lejano planeta cargado de electricidad, babas de caracol y vidrio molido, que a su paso iba dejando un embriagador aroma a perra en celo. Ah, y por supuesto, ya lo adivinaron, son ustedes unos linces, unos voyeristas de porquería: sus tetas, que se balanceaban a un ritmo que mezclaba el sosiego con la desesperación, eran un verdadero portento, un milagro de la naturaleza, y se dejaban contemplar sin esfuerzo alguno bajo la blusa transparente, su altanera dueña las exhibía con impudicia disfrazada de orgullo, y  a ojos vista no llevaba sujetador. Sí, ya lo adivinaron, comienzan a conocer mis puntos débiles, fue en ese par de mamas esplendorosas donde mi mirada se clavó como un fosco puñal. Quizá, por andar en los predio de mi escritor predilecto, Yasunari Kawabata, se me vino a la mente aquella frase suya que aparece en La casa de las bellas durmientes, me la sé de memoria y dice así:
«Por qué, entre todos los animales, en el largo curso de la   
 creación, sólo los pechos de la hembra humana habían
 llegado a ser hermosos?¿ No era para gloria de la raza
 humana que los pechos femeninos hubieran adquirido
 semejante belleza?»”        


      


(Ednodio Quintero, El amor es más frío que la muerte, páginas 26-27, 58, 145-146)

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