Ralf Rothmann
Traducción de Carles Andreu
Libros del Asteroide, Barcelona, 2017, 232 páginas.
Sobre Ralf Rothmann, el autor
de esta obra, se ha escrito que es el único digno sucesor de Heirich Böll
debido a su capacidad de recrear ambientes, el buen uso del ritmo narrativo y
el realismo lírico que en Morir en
primavera alcanza cumbres ciertamente difíciles de escalar. Y sobre la
novela, no falta quien la considere “la mejor novela en años sobre la guerra
alemana y un profundamente humano hermoso relato antibélico de validez
universal” (Cecilia Dreymüller). Lo que resulta indiscutible es que, a estas
alturas cuando han transcurrido más de setenta años del final de la Segunda
Guerra Mundial, aquel espantoso pasado bélico sigue presente no solo en la
literatura sino también en el arte en general. La gran catástrofe europea y
mundial sigue surtiendo de temas y motivaciones a las distintas generaciones de
escritores y artistas. El rechazo a tematizar los horrores y sangrientas
memorias silenciadas con amnistías o indultos difícilmente justificables -el más
reciente el de Alberto Fujimori-, acaba de explotar, como afirma Ralf Rothmann
en la frase que es el íncipit de este
libro: “El silencio, el rechazo absoluto a hablar, especialmente sobre los
muertos, es un vacío que tarde o temprano la vida termina llenando por su
cuenta con la verdad” (página 9).
Ralf Rothmann, un poeta, dramaturgo y
novelista alemán que ha recibido algunos de los premios más prestigiosos de la
literatura germana, realiza en esta novela lo más difícil: analizar lo ocurrido
en la contienda bélica desde el lado de los perdedores, reflejar el clima entre
los soldados alemanes durante los estertores de la Guerra. Un tema todavía tabú
en muchos ambientes familiares alemanes porque los que sobrevivieron, con
frecuencia padres e hijos cazados en el mismo infierno de una contienda ya
perdida, guardaron un sepulcral silencio, solamente roto por algunos
narradores.
En el inicio de la novela, el narrador
visita a su padre en el lecho de muerte de un hospital, y le solicita que le
cuente algo de aquellas semanas de la primavera de 1945, hasta entonces, un
permanente silencio en la vida familiar. El padre se niega una vez más a hablar
expresamente de aquellos días apocalípticos en los que fue movilizado con
apenas diecisiete años, si bien rememora detalles en sus sueños alucinatorios. De
este modo se inicia una historia que el progenitor no verbaliza expresamente,
sumido en una existencia de amargo silencio, pero que el narrador reconstruye.
Ralf Rothmann penetra en los finales de la
Segunda Guerra Mundial, y más en concreto, en la vida privada de su
protagonista, Walter Urban, desde el momento en el que acude a una fiesta con
baile que organizan las SS en el pueblo en el que habita, pero que realmente
era una encerrona para reclutar a los
que, en el colapso final, las mentes paranoicas de Hitler y sus asesores,
consideraban que servían para luchar en el frente: jóvenes de diecisiete años y
ancianos. Walter Urban es el hombre del mono azul, un joven ordeñador en una
granja en el norte de Alemania. Es ordenador y nada quiere saber sobre política.
Junto con su amigo Fiete y otros jóvenes y viejos son obligados a presentarse “voluntariamente”
en las Waffen-SS.
Con una despedida “especial” por parte de Elizabeth,
su novia, y una promesa de ser readmitido en su puesto de trabajo, y tras tres
semanas de instrucción, es enviado a defender el frente de Hungría, a las
afueras de Budapest. Él y sus compañeros adolescentes ya son hombres de relevo
de las Waffen-SS. Walter obtiene el permiso de conducir y es destinado a una unidad
de abastecimiento. Asume la situación e intenta capear ese final de la Guerra
como puede. Fiete, en cambio, se muestra contestatario, incapaz de acomodarse a
la mentalidad de rebaño del régimen nazi. Terminará por fugarse y de esa
deserción deriva el meollo de la trama, porque Fiete se ha puesto él mismo la
soga al cuello. Walter y sus camaradas de cuarto se verán obligados a cumplir
con la orden de fusilamiento del amigo y camarada.
Un conflicto terrible en la conciencia del adolescente
que marcará los silencios del resto de su vida. Es realmente el sentimiento de
culpa que atenaza a quien nunca la tuvo pero que suele traducirse en silencios.
El protagonista que solo tuvo que disparar un tiro no salió indemne de profundas heridas internas en esos meses en
los que la primavera revienta con fuerza a sus alrededor, acompañada de escenas
escalofriantes del final de la locura bélica y del delirio nazi. Lo que el
protagonista vio y soportó le llevaron a una situación agónica que, pasados los
años, lo convertirán en un anciano taciturno, incapaz de conversar sobre el
pasado. Eso fue aquella Guerra que arrastró por el barro no solo a la tan
reiterada y grandilocuente cultura alemana, sino también a los grandes valores
o ideales de la civilización occidental.
Ralf Rothmann coloca en manos de los
lectores un relato rebosante de dinamismo y agilidad narrativa, sin peroratas
ni frases enfáticas, sin digresiones moralizantes, narrando únicamente y sin
eufemismos la crudeza y el horror de la Guerra. El día a día, la espera de la
muerte por parte de los heridos en un hospital instalado en una cueva; el
desmoronamiento de un ejército derrotado, sabedor además de que lo está; el
embrutecimiento y la fría crueldad de los oficial veteranos, insensibles
ejecutores de un desvarío final en el que detectan traidores y desertores en
todas partes; el horripilante catálogo de barbaries: oficiales borrachos,
civiles convertidos en antorchas ardientes, víctimas de las bombas de fósforo;
ríos que arrastran tantos cadáveres que quedan cegados, orgías delirantes
cuando ya todo estaba perdido y la muerte llamaba a la puerta.
El autor relata todo esto manteniendo una
encomiable amalgama entre la crueldad de los seres humanos en la Guerra y una excelente tonalidad
narrativa. Plausible es así mismo la estrategia del escritor que, dueño de un
buen ritmo narrativo, coloca astutamente en la mutad de la narración lo que es
el punto culminante y central de la experiencia vital del principal personaje. El
fusilamiento de su amigo por un pelotón del que se vio forzado a formar parte. Acierta
igualmente al presentar como protagonistas no a generales o jerarcas que
dirigen o huyen del desmoronamiento bélico, sino a seres menores, adolescentes
arrastrados contra su voluntad por el río turbulento de los acontecimientos de
los que no fueron victimarios sino víctimas desesperanzadas, situadas al margen
de la Historia.
Fragmentos
“Mientras
hacían cola para el reparto, los jóvenes lanzaban miradas furtivas a aquellos
hombres mal afeitados, extenuados y viejos solo en apariencia, con la mirada
perdida, tan agotados como estupefactos. Muchos masticaban con la boca
desencajada y enseñando los dientes, como si quisieran evitar que el pan duro
les tocara el paladar o las encías. Nadie hablaba ni prestaba atención a los recién
llegados, con sus uniformes tan limpios, y en todo caso ignoraban
intencionadamente sus miradas, algo que daba a sus rostros un aire áspero, una expresión
de rabia que a lo mejor tenía algo que ver con la vergüenza. De pronto uno
estiró el cuello y, con los párpados cerrados, soltó un suspiro antes de volver
a hundirse en sí mismo, en silencio.”
…..
“En
un roble, antes de llegar al cruce, donde había también una tahona enlucida de
blanco, colgaba un ahorcado, un soldado de las Waffen-SS. Llevaba una
voluminosa venda en la mano derecha y tenía la cara cubierta de polvo, los ojos
cerrados y la boca abierta. Debía de tener más o menos la edad de Walter. En la
mejilla, que casi le tocaba el hombro, se distinguían ya algunos picotazos de
ave, y colgando sobre el pecho llevaba un cartel de madera con la inscripción: «Soy un
COBARDE. Esto es lo que les pasa a los traidores de la patria que abandonan a
sus camaradas. ¡VICTORIA O SIBERIA!». Habían
pintado las letras góticas, que casi parecían impresas, con un pincel, sobre
una raya dibujada a lápiz.”
…..
“Mientras tanto, entretenemos la espera
reparando los vehículos de los yanquis; aparte de esto no hay gran cosa que
hacer. Algunos se suben a los tejados de los barracones para ver el bloque de
mujeres. Allí tienen encerradas a las vigilantes de los campos, verdaderas
pistoleras de la División Totenkopf de las SS que en pleno invierno ataban a
las prisioneras a las alambradas y les tiraban agua por encima. Y si no morían
lo bastante rápido, ellas les echaban una mano con cuchillos de cocina. Ahora
no tienen nada que perder y les enseñan a los hombres lo que quieren ver.”
(Ralf
Rothmann, Morir en primavera, páginas
67-68, 119, 183)
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