Ednodio Quintero
Editorial Candaya, Avinyonet del Pendès
(Barcelona), 2017, 221 páginas.
Ednodio Quintero (Las Mesitas,
Venezuela, 1947), profesor universitario, ensayista, fotógrafo, japonólogo, es
uno de los escritores más interesantes de la literatura venezolana. El mejor
narrador venezolano de su generación, en el juicio de Enrique Vila-Matas. Autor
de una amplia obra narrativa: más de diez volúmenes de relatos y catorce novelas,
todas ellas publicadas por ese sello catalán, Candaya, que suele acoger en sus
catálogos la obra de no pocos escritores latinoamericanos. Si por algo se
distingue la narrativa de Ednodio Quintero es por esa amalgama de lo contado
como real y lo imaginado y soñado. Y ahí reside de nuevo el centro oculto y la
estrategia narrativa de El amor es más
frío que la muerte. Una pieza narrativa circundada por lo onírico en el
que hunde sus raíces.
Seguramente lo primero que sea preciso decir es que El amor es más frío que la muerte es una novela densa, polifónica,
caótica por momentos; alejada del equilibrio y harmonía propios de la novelística tradicional, porque
la coherencia que en las piezas narrativas ata todos los hilos, no opera en
esta novela. El autor rehúye enclaustrar su trabajo escritural en andamiajes
clásicos y en tramas convencionales. Un escritor que comulga con ese casi
axioma: la novela es el reino de la libertad de contenido y de forma que
Ednodio Quintero reformula a su manera: “En la ficción, como en la guerra, como
en el amor, todo está permitido.”
Un protagonista, sin duda inventado, pero en buena medida “alter ego”
del autor -de hecho se llama Montilla, segundo apellido de Ednodio Quintero-,
nos cuenta una historia en primera persona, la historia de un personaje que
persigue su identidad mediante el buceo en su propia memoria, con la esperanza
de que esa inmersión le permita reconstruir su personal relato vital. Montilla
huye de un hospital devastado por la peste, en un país sumido en una especie de
invierno nuclear. Llega a orillas de una laguna que le resulta familiar, un
lugar en el que se siente “íngrimo y solitario”, como el único sobreviviente de
una espantosa conflagración. Emprende, arrastrado por una fuerza poderosa, una
travesía hacia las escarpadas montañas de la Cordillera Occidental donde había
tenido un encuentro con una elfa. Su propósito oculto es reencontrarla. A
partir de aquí, el protagonista recorre episodios de su propia vida, en una
suerte de autobiografía del clan familiar. Y en ella se dan cita recuerdos,
episodios biográficos, anécdotas teñidas de onirismo, con el sexo como la
actividad más relevante.
Es entonces cuando descubrimos el verdadero núcleo temático de la
novela: acontecimientos, a primera vista aislados y difuminados como entre
brumas y nieblas, que son, sin embargo, la pieza central en la que pivota el
relato, que nos retrotraen a una geografía humana macondiana. El escritor nos
introduce así en un peregrinaje, guiado sobre todo por un insaciable erotismo y
situaciones que parecen arrancadas de los sueños: la pérdida de la virginidad a
los diecisiete años, un verdadero bautismo de fuego; los poderes de la viuda Práxedes
con fama de “mojana”; la relación de Chico Bastidas con la niña Calderas;
amancebamientos o mujeres como Baldomera Terán que se comportaban como una
gallina: le ofrecían el culo al primer gallo que se les acercara; incestos que
a nadie importan; improvisados tanatólogos arreglando con agua de lluvia la
belleza suicida de Melanía; la gritadera de la sordomuda Rosario cuando tiene
sexo con el conejo Daniel; el bestial orgasmo que le provoca la mano zurda de
Azucena cuando Paolo Rosi marcó un gol en el mundial de 1982; la ascensión a la
Laguna Verde con sus hermanos, el conejo Daniel, Rufino Mesa y Pierre-Emilio;
el encuentro fallido con el elfo hembra; el recorrido por Tokio con Valeria, la
bella limeña y Yuki-o que les permite comprobar el humor escatológico de los
nipones. Y otras muchas peripecias y episodios que se cruzan en el camino del
protagonista.
Un ejercicio de autobiografía familiar y animal en el que el sexo juega
un papel determinante. El sexo cuando se transforma en pasión letal, capaz de
arrastrar al homo sapiens sapiens a los
infiernos de los que nunca se sale: el suicidio, la locura, la perdición. El
sexo que coloniza los sueños de Montilla, sobre todo en su fijación por las
tetas (tetas portentosas y calientes, tetas duras y chiquitas como limones
amargos, tetas homéricas, tetas suaves y tersas, sedosas y mullidas, tetas
jugosas, frutales y preciosas…). También a través del sexo y de su correlato en las mamas femeninas, busca
el protagonista escavar en las profundidades de la memoria para encontrarse con
su verdadera identidad porque le permiten recuperar los instantes de placer,
del goce desquiciado, capaz de hacer perder la razón.
Ednodio Quintero yergue la novela cimentándola en episodios
aparentemente inconexos que el protagonista nos hace llegar de una forma ni
lineal ni cronológica, sino tal cual van germinando en su mente, de forma un
tanto anárquica: delirio, popurrí, berenjenal, calificativos que aparecen en el
relato. Pero recordemos el ámbito de libertad en el que puede y se debe mover
la novela. “Qué importa lo caótica que esté resultando esta narración, nada me
importa mientras continúe soñando.” El escritor se muestra igualmente inmune a
la acusación del abuso del Eros que transita por todo el relato. Eros
exacerbado o “luminoso, tierno, festivo y, en ocasiones, perverso”, como se
escribe en la contracubierta. Estilo de prosa vigoroso, con juegos de lenguaje,
ciertas connotaciones simbólicas de algunos términos, múltiples
intertextualidades, humor lingüístico… para darle forma a una melancólica
novela distópica o autobiográfica, asentada en la cálida exuberancia caribeña y
en la gelidez japonesa.
Ednodio Qintero |
Fragmentos
“Pues
sí, señores del jurado, dejen ya de asomarse a esta escena de porno rural, ya
los veo babearse como viejos verdes a la salida de un colegio de jovencitas,
les juro que en el momento de la sensación verdadera, mientras encima de mi
Roxana, la afortunada, se cimbraba al igual que un bambú, me desmayé como una
quinceañera, me fui deslizando sin conciencia alguna por un tobogán de satén,
presintiendo entre los ramalazos de lucidez que cruzaban como relámpagos mis
sentidos que luego de aquella experiencia primigenia ya nada lograría
satisfacerme. Ya nada tenía que ganar o perder. No sé cuánto tiempo permanecía
en un letargo que ahora, cincuenta años después, me atrevería a calificar de
amniótico, supongo que apenas unos segundos, cuando mucho un par de minutos, y
al despertar y observar a Roxana, la afortunada, que en ese instante se
arreglaba su largo cabello color cuervo pausadamente con una peineta de carey,
supe con certeza y alegría contenida que había perdido la virginidad, la mía,
por supuesto, y que había ganado sin duda alguna tristeza.”
…..
“¿Cómo
explicar, si no, que cuando apenas le rozo los pezones por encima de la blusa
se pone a dar gritos como un animal? Tengo que emplearme a fondo para
someterla, y cuando al fin logro ensartarla se agita y culebrea como una
serpiente enfurecida, bufa, corcovea, lanza patadas, puños y manotazos, muerde
el aire, arroja espuma por la boca y suelta unos pedos muy graciosos, olorosos
a maní tostado, y aunque es muda, le juro que le da por farfullar en una lengua
extraña, diabólica, que a mí me suena no sé por qué a latín, se retuerce, se
cimbra y vocifera como la muchachita poseída por el demonio en la película del
Exorcista, usted seguro que la vio, y a veces, para calmarla después de una
función que me ha dejado molido, hecho polvo, para el arrastre como dicen los
españoles, me veo en la necesidad da atarla a un árbol con una cuerda que
siempre llevo conmigo.”
…..
“Cuando
la vi apearse del tren sentí un corrientazo en la entrepierna y mi cuerpo todo
como una maldita esponja absorbió la energía que manaba de aquel ser
extraordinario, un ente venido de un lejano planeta cargado de electricidad,
babas de caracol y vidrio molido, que a su paso iba dejando un embriagador
aroma a perra en celo. Ah, y por supuesto, ya lo adivinaron, son ustedes unos
linces, unos voyeristas de porquería: sus tetas, que se balanceaban a un ritmo
que mezclaba el sosiego con la desesperación, eran un verdadero portento, un
milagro de la naturaleza, y se dejaban contemplar sin esfuerzo alguno bajo la
blusa transparente, su altanera dueña las exhibía con impudicia disfrazada de orgullo,
y a ojos vista no llevaba sujetador. Sí,
ya lo adivinaron, comienzan a conocer mis puntos débiles, fue en ese par de
mamas esplendorosas donde mi mirada se clavó como un fosco puñal. Quizá, por
andar en los predio de mi escritor predilecto, Yasunari Kawabata, se me vino a
la mente aquella frase suya que aparece en La casa de las bellas durmientes, me la sé de memoria y dice así:
«Por qué,
entre todos los animales, en el largo curso de la
creación, sólo los pechos de la hembra humana
habían
llegado a ser hermosos?¿ No era para gloria de
la raza
humana que los pechos femeninos hubieran
adquirido
semejante belleza?»”
(Ednodio Quintero, El amor es más frío que la muerte, páginas 26-27, 58, 145-146)
Muy interesante ...
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