Belén García Calvo
Sepha Edición y Diseño, Málaga 2013, 257 páginas.
Después de una fecunda labor
en el campo de la edición en el que ha convertido en libros textos de Rafael
Lapesa, Julián Marías, Fernando Lázaro Carreter o Pedro Laín Entrailgo, debuta
como narradora Belén García Calvo (Zaragoza, 1962). Y lo hace con una novela de
formación, supervivencia y amor en un tiempo sumamente difícil: el escenario de
la Guerra Civil española en el Madrid de aquellos años donde el hambre, la
lluvia y el frío casi acosaban tanto como la artillería y los aviones
franquistas. Un título, en mi opinión, no demasiado afortunado por su simpleza,
rotula una novela que da comienzo el 1 de mayo de 1936, en un ambiente prebélico
-asesinato de Calvo Sotelo por los guardias de asalto y del teniente Castillo por
pistoleros de la extrema derecha- y se prolonga durante toda la contienda hasta
el 1 de abril de 1939.
No obstante, La madrina del batallón no es una novela sobre la Guerra Civil, ni recuperadora de la memoria histórica,
aunque su acción narrativa está situada en la contienda, en la encerrona y
asedio terrible que padeció la capital del estado en aquellos tres años de
horror bélico.
En ese escenario construye Belén García
Calvo una cadena coherente de acontecimientos, regida por las leyes de la
sucesividad y causalidad y dotada de un significado unitario. Es la acción
narrativa en la que sobrenadan un gran número
de personajes, pero con una protagonista central: la joven Serena Rivera, la
hija mayor de un matrimonio afín a los sublevados contra la República, que actúa
así mismo como voz narrativa.
La autora, como digo, hace comparecer en su
relato a un gran número de personajes: familiares y amigos -la novela desde
este punto de vista puede ser leída como una novela de familia- e, introduciéndose
en su piel, intenta hacernos literariamente palpable las reacciones del ser
humano al constatar que todo se está hundiendo y que, sin embargo, es preciso
seguir adelante, seguir viviendo.
Pero, en un primer plano y con el telón de
fondo de la Guerra Civil en aquel Madrid acribillado por las bombas y el
hambre, la novela nos acerca a las vivencias de la adolescente (Serena Rivera)
que, con apenas quince años al inicio de la contienda, es espectadora y víctima
de los horrores de la Guerra, viviendo en el seno de una familia que la asfixiaba,
que escondía una ideología que se identificaba con los sublevados, pero rodeada
de milicianos y de soldados defensores del orden constitucional. Inmersa en ese
clima a la protagonista no le queda otra opción más que madurar. La realidad
del mundo que la circunda choca con su mirada inocente, con el despertar de la
pasión amorosa hasta el punto de que los lectores tienen la oportunidad de
presenciar el primer amor de la protagonista, de ideología familiar fascista,
con un oficial “rojo”. Los acontecimientos que resuelven el final del discurso
narrativo, hacen que el desenlace, aunque lo aventuremos trágico, sea sin embargo incierto.
En el haber de la novela de Belén García
Calvo es preciso destacar la acuidad con que la autora presenta la
confrontación entre el despertar a la vida y una realidad hostil, repleta de
miedos, de alarmas y del derrumbe del mundo circundante. Así mismo, la huida de
cualquier maniqueísmo (en esta novela no existen “buenos” y “malos” y los actos
de barbarie son cometidos por igual por ambos bandos). El buen hacer a la hora
de hacernos sentir el peso de la rutina de los días que se suceden sin
variaciones en aquel Madrid “rojo” asediado por los fascistas. Y en igual
medida, una buena delineación de los personajes: unos planos, otros con una
progresiva evolución a lo largo del relato. Una prosa sencilla, directa, con
acertadas descripciones viste este debut
narrativo en el que, si algo sobra, es la minuciosidad de los conflictos
familiares y la excesiva atención que se presta a detalles insignificantes. Y
si algo resulta poco verosímil es la presencia de Enrique Lister como testigo
de la boda de la protagonista.
Francisco
Martínez Bouzas
Fragmentos
“Así,
dentro del galimatías que era la plaza, la vida y la muerte se mezclaban a
partes iguales. También un hombre del pueblo, el señor Juli solía ir de arriba
abajo con un carretón con muertos. En él trasladaba hasta las tapias del
cementerio a las personas que habían matado en la zona y quedaban tiradas por
la calle. Las familias iban allí a reconocer tanto los cadáveres que llegaban
en camiones como los que llevaba el señor Juli. A mis hermanos y a mi nos
prohibieron subir las persianas, incluso nos despertaban más tarde con tal de
que no viéramos lo que pasaba frente a nuestra casa. Pero era muy difícil
conciliar el sueño; la mezcla de las voces y los gritos con los motores de los
camiones producía un ruido constante. Yo solía mirar a través de las rendijas
de las persianas mucho antes de que vinieran a despertarme y a veces veía como
el señor Juli, de vuelta del cementerio, giraba la manivela oxidada de la
fuente de la plaza y llenaba un cubo de agua que luego vaciaba sobre el carretón.
Repetía la operación tantas veces como era necesario, hasta que el líquido era
claro y caía al suelo sin teñir la tierra de la plaza de sangre.”
…..
“Nada
más entrar, sentí que todo me daba vueltas, no daba crédito a lo que veía, en
lugar del coronel Valentín, quien estaba allí sentado era Miguel. Menos mal que
vino hacia mi y me abrazó tan fuerte y
durante tanto tiempo que no tuve necesidad de hacer ni decir nada. Mi nariz
quedó pegada a la altura de su pecho y cuando aspiré su olor, esa mezcla de
tabaco y jabón que siempre me aturdía, fue como si no hubiera pasado el tiempo,
como si recuperase de golpe mi lugar natural. Y mi abandono fue tal que no supe
si habían transcurrido cinco, diez o cuántos minutos cuando me cogió de la mano
y me condujo hasta la puerta de la calle. No pude reaccionar, antes de darme
cuenta ya estábamos fuera. Ni siquiera me despedí de Rocío. Sin embargo, en la
calle se disipó la tranquilidad que me había producido el abrazo de Miguel. La
sola idea de de cruzarnos con Dolores o con cualquier otro miembro de mi
familia, me devolvió de golpe a la realidad.”
(Belén García Calvo, La madrina del Batallón, páginas 64-65, 194-195)