jueves, 28 de agosto de 2014

"EL PASO DE LA HÉLICE": EL PODER TRASFORMADOR DE UN LIBRO



El paso de la hélice
Santiago Pajares
Ediciones Destino, Colección Áncora y Delfín, Barcelona, 2014, 430 páginas.

   El paso de la hélice es una apuesta de Ediciones Destino por una novela que un joven y desconocido autor, Santiago Pajares (Madrid, 1979) comenzó a escribir a los veintitrés años alcanzando un inesperado éxito, con traducciones a varias lenguas, el japonés entre ellas. Santiago Pajares, que cifra como objetivo de su labor como escritor, cuando escribe una novela, no gustar a todo el mundo sino tratar de emocionar a unos pocos, dispone ahora de una plataforma mucho más amplia al ver reeditada su novela en un sello editorial como Destino, grande y prestigioso. Es la breve historia que explica el nacimiento y el recorrido de este libro. Su primera y su segunda vida en este caso.
   El paso de la hélice es un libro de búsquedas. Nos acerca a las peripecias de un hombre que debe buscar a otro, misterioso, oculto tras un pseudónimo, autor de una exitosa saga, La hélice, (algo así como El señor de los Anillos del siglo XXI). Es David Peralta que trabaja en una editora en la que publica sus libros Thomas Maud, el desconocido y exitoso narrador. Al no haber recibido la casa editora el nuevo volumen de la saga, deberá localizar a Thomas Maud y conseguir para su editorial ese original. Pero Thomas Maud oculta su rostro, no quiere ser encontrado y la única pista que de él se posee es que tiene seis dedos en su mano derecha. Y el editor inicia su búsqueda en Bredagós, una perdida aldea del Valle de Arán, un lugar en el que, sin embargo, se mueve una extraña colección de personajes. Mientras David Peralta lleva cabo su frenética y delirante búsqueda de la que depende el éxito de la editorial al borde de la ruina, y pone en juego su matrimonio y felicidad personal, un ejemplar del manuscrito de La hélice corre de mano en mano por Madrid, es leído por numerosas personas a las que transforma hasta el punto de hacerles de nuevo protagonistas de sus propias existencias. Es el poder de un libro sobre el destino de las personas. En el periplo indagatorio del editor, el texto de Santiago Pajares nos permite conocer por ejemplo aun joven drogadicto que lee el original de la novela y su lectura hace que algo reviente en su cabeza y se decida a desengancharse de la droga. El encuentro con éste y otros personajes se convierte en una incursión que le permite al lector bajar al mundo demoledor de la drogadicción y también al arduo camino de la superación. Otros personajes, igualmente problemáticos y con vidas extraviadas, hacen acto de presencia en esta novela porque son igualmente lectores del ansiado y perseguido manuscrito.
   La novela de Santiago Pajares, pese al paso del tiempo de su escritura y primera edición, no ha perdido frescura ni actualidad. El autor relata de una forma sencilla, con diálogos ágiles, con una escritura no pretenciosa pero sí muy plástica que nos permite visualizar no pocas escenas. Estilo pues muy cercano a una filmación cinematográfica. Con un ritmo adecuado que va acompasando la trama en un atrapante “in crescendo”  y un final muy natural que no pretende sorprender pero sí provocar satisfacción en el lector. El relato de la búsqueda del misterioso Thomas Maud en el Valle de Arán se configura como una verdadera “road movie”, con escenas hermosas que a la vez hielan la sangre, como la descripción de los árboles de un bosquecillo con nombres de los habitantes del pueblo escritos en sus troncos, que se convertirán en las maderas de los futuros ataúdes de esas personas.
   La novela no es ajena a la realidad social de nuestros días. La crudeza, por ejemplo, del mundo de la drogadicción aparece retratada sin eufemismos. A pesar de eso, El paso de la hélice es una obra cien por cien optimista, basada en el poder transformador de un libro. Situaciones absurdas, tratadas con buenas dosis de humor, acrecientan esa tonalidad optimista de la novela. Desde la primera página, y especialmente desde el capítulo tercero, el lector descubrirá que ésta es una novela que merece la pena y que disfrutará con su lectura.

Francisco Martínez Bouzas


Santiago Pajares

Fragmentos

“La historia de la literatura estaba llena de escritores que cambiaron su destino gracias a un libro, y los jóvenes aspirantes lo sabían y se esforzaban para que su historia se hiciera realidad. Siempre poniendo lo mejor de sí en cada párrafo, escribiendo docenas de veces algunos de los capítulos que ahora leía David en la cómoda butaca de su despacho. Las esperanzas que depositaban los aspirantes de sus libros, ellos las depositaban en un pequeño cuarto junto al material de oficina.”

…..

“El pequeño riachuelo que vadearon a la ida quedó oculto por la maleza, y sin ese punto de referencia comenzaron a andar a tientas. Tras sortear algunos macizos de rocas llegaron a una explanada donde unas enormes hayas se alzaban delante de ellos en línea recta. Pensaron que sería algún sistema para repoblar el bosque  y que no debían de estar demasiado alejados del pueblo. Flanqueados por los árboles, como si se tratara de un extraño pasillo natural, se dieron cuenta de que en cada una de las cortezas había un nombre y un apellido, como si hubieran bautizado cada árbol para tenerlo identificado (…)
Me gusta cuidar los árboles. Cada uno cuida el suyo.
-Sí, ya nos hemos dado cuenta de que cada uno tiene un nombre. Es muy curioso.
-¿Te importa que ponga el mío en uno? Uno que esté libre, claro.
Esteban no contestó de inmediato, sino que meditó la respuesta. Finalmente dijo:
-Si está libre no es de nadie. Y si lo quieres, adelante.
David sacó su navaja de campo y escribió su nombre cuidando la caligrafía en una superficie sin nudos de un árbol cercano. Detrás de su propio nombre escribió una y, e iba a escribir el de Silvia a continuación, cuando Esteban le detuvo.
-Lo siento, sólo un árbol por persona.
Los dos se miraron sorprendidos, como si hubieran incumplido alguna norma de buena educación.
-Disculpa -dijo Silvia-, ¿es por alguna norma del lugar?
-No. Es que habéis escogido un árbol joven y no va a tener madera para los dos.
-¿Perdón? ¿Madera para los dos?
-¡Desde luego! Ahí no hay madera para dos personas. Ni aunque pasen cuarenta años, confiad en mí.
-¿Madera para qué? – preguntó David
-Para el ataúd por supuesto- dijo Esteban como si fuera algo evidente.
-¿Cómo que el ataúd?
- Cuando un niño nace, sus padres escogen para él un árbol, para que cuando fallezca, se tale y se construya un ataúd. Su ataúd.”

…..

“¡Qué vida de mierda! Fran miraba alrededor y sólo veía a yonquis que iban o  venían de Las Barranquillas, andrajosos, con las costillas marcadas debajo de camisetas llenas de manchas, ojos vidriosos, manos temblorosas y almas tristes. No había sonrisas en esa zona. A un lado vio a una chica arrodillada delante de un tipo con los pantalones bajados. Fran creyó que era una prostituta haciendo un trabajito en plena calle, pero unos pasos más allá se dio cuenta de que le estaba clavando una aguja en el pene. Por eso Fran trataba de picarse siempre a lo largo de la vena, para evitar infecciones. Muchos lo hacían por no dejar marcas visibles, sobre todo los primerizos pero que se te infecten los dos brazos y tengas que inyectarte la droga en el pijo, ya verás qué risa. El hombre tenía los labios apretados y los ojos cerrados, pero su expresión distaba mucho de parecer un orgasmo, al menos hasta que la dosis hiciera efecto.”

(Santiago Pajares, El paso de la hélice,  páginas 38, 160-162, 226)

martes, 26 de agosto de 2014

"JULIO CORTÁZAR Y CRIS", LA MUTUA FASCINACIÓN



Julio Cortázar y Cris
Cristina Peri Rossi
Ediciones Cálamo, Palencia, 2014, 126 páginas.

  
(En recuerdo de Julio Cortázar que hace cien años, el 26 de agosto de 1914, inicio su vida física.)                                  

   Lo primero que Cristina Peri Rossi nos dice en esta crónica de su irrepetible e imposible amistad amorosa con Julio Cortázar es que no fue a su entierro. Se negó a compartir la dudosa complicidad de los supervivientes, los precariamente vivos. Y lo segundo es una revelación que contradice lo que habitualmente se cree: Julio Cortázar no murió de cáncer, sino de una enfermedad en aquel entonces todavía no diagnosticada, sin nombre específico, conocida únicamente como “pérdida de defensas inmunológicas”, que ya se había llevado a la tumba a Carol Dunlop, la segunda esposa del escritor. Enfermedad que Julio Cortázar contrajo debido a una masiva transfusión de sangre contaminada de sida, recibida a raíz de una hemorragia estomacal. Este libro, no escrito precisamente en los meses anteriores a su publicación, sino casi todo él en el año 2000, es la contribución de Ediciones Cálamo y de la escritora nacida en Montevideo en 1941 al “año Cortazar” (centenario de su nacimiento, treinta años de su muerte).
   Cristina Peri Rossi conoció a Cortázar en la última década de la vida del escritor argentino. Tras el encuentro, vivieron una relación intensa, repleta de connivencias y complicidades, literatura, seducción  y de un amor imposible dada la identidad sexual de la joven uruguaya que excluía no solo a Cortázar sino a todos los hombres. No obstante, eso no se interpondría entre ambos, en la profunda amistad que cultivaron, fruto de la cual es la mejor poesía que escribió el Gran Cronopio, los Quince poemas de amor a Cris, escritos y enviados de forma privada a Cristina Peri Rossi y que aparecieron reunidos y editados póstumamente en Salvo el crepúsculo.
   En esa íntima y profunda amistad, cómplice y complicada, ahonda  Cristina Peri Rossi en esta crónica confesional y sentimental; un relato ameno y emotivo, rebosante de situaciones, diálogos, anécdotas que revelan la auténtica cara de Julio Cortázar en la intimidad, y que, según la escritora, no se diferenciaba demasiado de la de su figura pública como escritor, ya que en Cortázar vida y escritura se fusionan y se retroalimentan mutuamente. Visión sobre todo cercana del Cortázar más cotidiano, la persona de carne y hueso alejada del mito literario.
   El texto de Cristina Peri Rossi revela, como he dicho, esa íntima e intensa relación: desde el encuentro epistolar (Fue Cortázar el que descubre a Cristina a través de la lectura de la primera novela de la uruguaya, El libro de los primos, y a raíz de ese hallazgo le escribe una carta que ésta recibe en el exilio barcelonés), el encuentro físico en la gare Austerliz de París, la común afición por los dinosaurios, la fascinación por los caleidoscopios. Las “provincias”  no compartidas, como el gusto de Cortázar por el boxeo. Otras en las que eran plenamente afines, como el amor  por la poesía, por Barcelona, el común rechazo de la homofobia del castrismo cubano y de la triunfante revolución sandinista en la persona de su ministro de Interior, Tomás Borge. El amor de Cortazar hacia otra persona, Carol Dunlop, la fraternidad que nace de inmediato entre ambas mujeres. Cris convertida en la musa de los poemas que Cortázar le envía por carta en 1977.
   En la segunda parte de la publicación, la autora nos revela la trayectoria editorial de los Poemas de amor a Cris y nos permite leer algunos de los textos por ella escritos sobre Cortázar y publicados después de la muerte física de éste.
   Fiel retrato pues del Cortázar íntimo y de la propia Cristina; reflejo de una amistad que pervive más allá de la muerte física  del argentino. También de la mutua fascinación. Lectura agradable, un texto que tira del lector y es a la vez un excelente medio de acercarse o de recuperar al Gran Cronopio que tal día como hoy cumple cien años y que “como escritor de ruptura, eternamente joven, persiste en la memoria” (página 122).

Francisco Martínez Bouzas


Julio Cortázar y Cristina Peri Rossi

Fragmentos

“Cuántas veces, caminando por Barcelona, por Paseo de Gracia o por la Gran Vía, algún lector, alguna lectora, lo reconocían y se acercaban, emocionados a saludarlo. Julio tenía una admirable cortesía perfectamente distanciadota («¿Dónde aprendiste vos esa politesse tan medida? ¿La traías puesta de Buenos Aires o es una adquisición francesa?», le preguntaba yo.) Siempre admiré esa sabia distancia justa que conseguía de manera espontánea. (Años después de su muerte, Julio, yo escribí un poema que empieza así: «En el amor y en el boxeo / todo es cuestión de distancia». Solo entonces me di cuenta de que la distancia justa no la habías aprendido ni en Buenos Aires ni en París, sino en el ring, de los boxeadores admirados.”

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“Ambos amábamos la poesía. Julio, siempre quiso ser poeta, aunque era muy severo con sus poemas.«Por suerte -me escribió una vez- tengo una idea muy clara del lugar que ocupa mi canasto de papeles, y solo acepto los poemas que escribo muy pocas cosas, cada vez menos.» En 1979, me hizo un regalo muy íntimo: me envió una cinta con los poemas de mi libro Lingüística general leídos por él. Me causó una emoción tan honda que hasta el día de hoy no he permitido que casi nadie los oyera. Cuando estoy o muy nostálgica, sin embargo, coloco la cinta en la grabadora y su voz melancólica, pausada, con las erres inconfundibles, me instala en la eternidad sin tiempo de la memoria, allí donde Bergson («leí a Bergson cuando era muy joven y su concepción del tiempo me impresionó mucho») instaló los sentimientos. Desde entonces pienso que tendríamos que conservar la voz de nuestros seres queridos como conservamos las fotografías o los objetos fetiches. Pero mientras la fotografía es plana, la voz guarda, siempre, el aliento de la vida, nos devuelve mucho más entera a la persona añorada.”

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“Somos los últimos románticos, te dije un día, y vos que te creías surrealista, asentiste con picardía. En una época que todo lo consume (asesinatos, violaciones, terremotos, diásporas, campeonatos, celuloide, mucho celuloide) resistimos como Noé en su barca. Cuando escribí aquel verso («En toda generación hubo un diluvio») me dijiste que los cronopios siempre sobrevivían, aferrados a un mástil en forma de poema, aferrados al ambivalente goce de escribir, amar y, especialmente, sonreír. «Tenemos un ángel de guarda», dijiste, y yo te contesté: «De la guardia».

(Cristina Peri Rossi, Julio Cortázar y Cris, páginas 33-34, 45, 100)

domingo, 24 de agosto de 2014

LA ESCRITURA COMO LUCHA CONTRA EL OLVIDO



La hierba de las noches
Patrick Modiano
Traducción de María Teresa Gallego Urrutia
Editorial Anagrama, Barcelona, 2014, 166 páginas.

   Patrick Modiano está considerado por muchos lectores como el novelista vivo más importante. Y cuando sus novelas son traducidas al español por María Teresa Gallego Urrutia, como  la que acabo de leer, la valoración se acrecienta. Obras como El libro de familia, Calles de las Tiendas Oscuras, Premio Goncourt, Un pedigrí o El lugar de las estrellas, La ronda nocturna, Los paseos de circunvalación publicadas en castellano por Anagrama en un solo volumen (Trilogía de la Ocupación) así lo confirman. El género que más frecuenta Modiano es la novela breve (nouvelle) y La hierba de las noches no se aparta de esas coordenadas; ni tampoco se aleja del estilo habitual de su prosa: escritura sutil, minuciosa y sobre todo poética, que es la marca  de toda su escritura. Hay además en la narrativa de Patrick Modiano varias ideas-eje: la escritura como medio de lucha contra el olvido, como recuperación del ayer. Contra el olvido de todo: familiares, personas amigas, las calles del viejo París y, sobre todo, la barbarie que avasalló el siglo XX. Otra es esa fascinación por penumbras inquietantes, sus incursiones en pasados turbios. Todo eso configura lo que se ha llamado “Universo o país Modiano”, centrado en torno  al París mítico de los años 60, hoy desaparecido, poblado por climas nebulosos, brumas, cafés, calles donde el escritor vivió y creció en su niñez, adolescencia y juventud. Y sobre todo, mucha nostalgia porque ese París es una ciudad que solamente existe en los libros de Modiano.
   En La hierba de las noches Modiano no desentona de ese clima escritural de sus anteriores novelas. En ella, el escritor retorna de nuevo a un pasado ya desaparecido, a una época que solamente cobra vida en los recuerdos que Modiano llega a confundir con los sueños; evocaciones llenas de elementos huidizos que el escritor había anotado en una libreta, como confirmación de su existencia y que, no obstante, llegan a constituir un verdadero enigma. Y como casi todas sus novelas, también ésta brota del mismo manantial: el tiempo misterioso, inquietante, frecuentemente peligroso de su adolescencia, habitado por personajes que acaban de salir de la clandestinidad, como su propio padre de origen judío, con frecuentes incursiones en el mercado negro.
   Jean es el protagonista y voz narradora de la novela y seguramente alter ego del propio Modiano. Es escritor dependiente de esa libreta negra  en la que apunta infinidad de notas. Solitario y perdido en un mundo hostil y a la vez atrayente, el París de los 60. Gracias a esa libreta, muchos años después puede mirar hacia atrás y reconstruir la etapa de su vida que se corresponde con esos años. Desde el presente se ve obligado a enfrentarse a varios personajes que conoció en aquellos momentos pretéritos: un antiguo amor, Dannie dice llamarse, que arrastra un pasado enigmático y misterioso que ella misma no desvela. Y a su par, una colección de “personas raras”, los golfantes huéspedes  del Unic Hôtel como Ghali Aghamouri, Langlais, Chastagnier, Duwelz o Gérard Marciano, cuyas verdaderas identidades se esconden bajo antifaces y que evaden las preguntas de Jean. El relato se centra en el paseo recordatorio  del protagonista por el viejo recinto urbano de su vida, tan alterado por el paso del tiempo. En ese recinto, el protagonista habrá de enfrentarse con lo que fue su desasosiego sentimental, que tenía lugar a la vez que las revueltas populares de la Francia poscolonial, o el secuestro de Ben Barka. Y un enigma que el lector no descubrirá hasta el final de la obra.
   Novela erguida con el aire que respira la memoria, tal como ésta se conserva muchos años después. Recuperando los recuerdos, el pasado, en una beligerancia contra el olvido, mas con la particularidad de que  La hierba de las noches está escrita como una novela negra, como un thriller policial. Rescate y elegía del pasado en el que una investigación policial  viene a ser la última frontera de las geografías pretéritas que, en el presente, se convierten en tiempo ido, en vejez. No sin razón, La hierba de las noches ha sido considerada como el culmen de una autoficción poética-policial. Porque el escritor nacido en Boulogne-Billancourt es capaz de amalgamar una trama de novela negra (un aire de suspense se incrusta en su esencia), con un texto escrito con finas suturas poéticas. No porque la prosa de la novela remede la poesía, sino porque el escritor es capaz de crear, con lengua precisa y mediante numerosas elipsis, una especie de estado onírico en la mente  del lector, que debe completar lo oculto y velado. En cuanto a su arquitectura interna, Modiano sitúa esta novela breve en las antípodas del canon compositivo tradicional. Aquí no hay introducción, nudo y desenlace. Solamente París y Modiano y esa aura melancólica, y por lo mismo triste, que produce la vivencia, muchos años después, del tiempo ido que solamente pervive en la memoria.

Francisco Martínez Bouzas

 
Patrick Modiano (foto de Catherine Hélie)

Fragmentos

“Ayer por la noche fui recorriendo con el dedo índice en el mapa el trayecto de París Feuilleuse. Era remontar el curso del tiempo. El presente no tenía ya importancia alguna, con esos días todos iguales con su luz sin brillo, una luz que debe de ser la de la vejez en la que nos da la impresión de estar sobreviviendo. Me decía que volvería a encontrar la hilera de árboles y las cercas blancas. El perro se me acercaría despacio, recorriendo el paseo. Había pensado a menudo que, aparte de nosotros, era el único habitante de la casa, e incluso el dueño.”

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“Sí, a veces la vida es monótona y cotidiana, como hoy, cuando estoy escribiendo estas páginas para dar con líneas de fuga y evadirme por las brechas del tiempo. Estábamos sentados los dos en el banco del paseo central, entre la parada de taxis y el hotel Taranne. El año siguiente me enteré también de que allí, en aquella acera, habían cometido un crimen, detrás de donde estábamos nosotros. Obligaron a subir a un coche -que dijo ser de la policía- a un político marroquí, pero de hecho fue un rapto y, luego, un asesinato. Y el nombre de «Georges», ese que estaba a menudo en el vestíbulo del Unic Hôtel salió en los periódicos como el de uno de los ejecutores de aquel crimen…”

…..

“Las estaciones cambian y se confunden en el recuerdo como si éste, con el paso de los años, viviera su propia vida, una vida vegetal, y no fuera nunca una imagen fija y muerta. Sí, las estaciones se mezclan a menudo; la primavera del invierno, el veranillo de San Martín… Cuando llegamos bajos los soportales, estaba lloviendo, una lluvia muy fuerte o, más bien, uno de esos chaparrones que lo pillan a uno desprevenido en verano.”

(Patrick Modiano, La hierba de las noches, páginas 43-44, 104-105, 114)

domingo, 17 de agosto de 2014

"MANAZURU", LA BARRERA FANTASMAL DEL RECUERDO



Manazuru
Una historia de amor
Hiromi Kawakami
Traducción de Marina Bornas Montaña
Acantilado, Barcelona, 2013, 214 páginas.

   Hiromi Kawakami es en la actualidad una de las más reputadas narradoras japonesas, aunque no se dio a conocer hasta comienzos de los ochenta, publicando con el heterónimo Yamada  Hiromi literatura de ciencia ficción. En 1994 apareció su primera novela, Kamisama y dos años más tarde Hebi wo fumu. Ninguna de las dos han sido traducidas al español. Acantilado, sin embargo, ha editado su producción literaria más reciente: Abandonarse a la pasión (1999), El cielo es azul, la tierra blanca (2001), El señor Nakano y las mujeres (2005) y Manazuru (2006), traducida hace unos meses al español.
   Esta novela, narrada primordialmente por mujeres, es un texto con una gran tonalidad melancólica que explora sentimientos amorosos, pero su tema de fondo no es precisamente una historia de amor, como reza el subtítulo, sino la narración de la barrera que se interpone ante el amado, bien sea el marido desaparecido misteriosamente, la hija adolescente que es la razón de la vida de la protagonista, pero que cada día está más distante, o un nuevo amor que llama a su puerta, que hace que vuelva soñar, pero que un arduo duelo no resuelto ni finalizado, le impide atender. Por eso mismo, si por algo puede atrapar a los lectores Manazuru, no es por un ritmo trepidante ni por un inesperado desenlace, sino, como ha escrito algún crítico, “por la armoniosa cadencia del texto, por la sutileza de sus descripciones o por la humanidad y cercanía de sus personajes” (Rafael Martín).
   La trama argumental de Manazuru se ajusta perfectamente a tales marcas de escritura. Como ya se ha dicho, en el núcleo diegético  de la novela están mujeres, tres mujeres: la narradora, su hija y su madre. En su órbita giran dos hombres: el marido de la protagonista que un día se evaneció  sin dejar rastro, aunque sí una única y oscura huella, y el amante que solo lo es entre interrogantes. Kei es una mujer madura. Su marido Rei había desaparecido de una forma brusca y enigmática hace más de diez años. Kei vive con su madre y con su hija cuyo amor la mantiene  a flote. Un nuevo hombre, Seiji, hombre  de negocios, casado, con hijos y muy ocupado, parece haber entrado en su vida, aunque solo la ama en su presencia. Mas la protagonista tampoco exige más, porque esa nueva relación atormenta su alma ya que su marido había dejado una pequeña anotación en su diario: la palabra Manazuru, el nombre de una pequeña población situada en la costa nipona. En búsqueda de una respuesta (saber si Rei está vivo o muerto o el motivo de su desaparición), Kei toma el tren a Manazuru una y otra vez. Pero en la localidad costera no está la respuesta. Una vez allí, realidad y fantasía se funden en un relato onírico y fantasmal: un mundo de espectros conversan con la protagonista y sus recuerdos cobran vida y se materializan en vivas escenas.
   La novela de Hiromi Kawakami puede ser leída  como el relato del proceso catártico  de una mujer que mora en una pausa permanente, impedida por el insalvable muro de los recuerdos. La autora, más que en los acontecimientos externos que rodean a la protagonista y sus preocupaciones familiares, se centra en el gran desasosiego que bloquea su corazón: el hecho de seguir amando al hombre que desapareció de su vida de forma repentina y misteriosa. Por eso mismo, y esa es en buena medida la estrategia narrativa de la escritora, todo lo que narra, todo lo que acontece se halla intensamente mediatizado por la subjetividad de la protagonista, hasta el punto de que todo lo que ocurre a su alrededor, así como sus sueños, visiones y expectativas terminan configurando una indescifrable amalgama entre realidad y ficción.
   Una pequeña obra de arte, narrada con estilo aparentemente muy simple, contenido, con ausencia de grandes énfasis y empaque. Un falso estilo plano, con diálogos perfectamente articulados, símiles insólitos y muy apropiados, una perspicaz mirada sobre la realidad inanimada y, sobre todo, esa tonalidad delicada que sale a flote, incluso en las escenas más fuertes como los tsunamis o en la que narra una carnalidad muy explícita (las escenas de sexo con el marido Rei o con el amante Seiji), y que convierten a Manazuru en un verdadero mapa de los sentimientos.

Francisco Martínez Bouzas




Hiromi Kawakami

Fragmentos

“Aquel paisaje me inspiraba tranquilidad. No recordaba cómo había sido mi vida durante los dos primeros años tras la desaparición de mi marido. Le pedí a mi madre que se instalara en mi casa, aceptaba todos los trabajos que me encargaban y conseguí salir adelante. Conocí a Seiji en esa época. Enseguida empezamos una relación. Ahora que lo pienso, ¿qué se entiende por relación?
Cuando Momo acababa de nacer, me sentía muy cerca de ella mientras la amamantaba, muy próxima. Incluso más cerca que cuando la llevaba en mi vientre. No era afecto ni ternura lo que sentía, sólo proximidad.
Relacionarte con alguien no significa estar cerca de esa persona, aunque no esté lejos de ti. Tengas o no una relación, siempre hay cierta distancia inevitable.”

…..

“Quería enamorarme. Cuando noté que Seiji me atraía, quise enamorarme de él. Él no me rechazó. Mi amor fluyó hacia él. Era mi forma de amarlo. Mis sentimientos, más o menos intensos, se dirigieron hacia Seiji o hacia su entorno. Le agradecí que no me rechazara. Rei había desaparecido  y yo no sabía adónde ir ni adónde dirigir mis sentimientos. Si no hubiera encontrado un lugar donde depositar mi amor, me arriesgaba a perder la noción del espacio y a desorientarme. Era el miedo a no poder determinar en qué dirección fluye la corriente de un río, a no poder distinguir el curso superior del inferior.
Cuando hacemos el amor, Seiji grita de vez en cuando. Cuando ríe, en cambio, no emite ningún sonido.”

…..

“Cayó la noche.
El hotel se llenó de ruidos: el murmullo de las olas, el rugido de los camiones que circulaban por la autopista, el crujido de la silla que ocupaba el cansado vigilante del turno de noche, el zumbido de numerosos insectos que revoloteaban en el exterior de las ventanas…
Hundí la cabeza en la almohada e hice un esfuerzo para recordar lo que había olvidado, lo que había querido olvidar.
La voz de Rei pronunciando mi nombre. Cada vez que me llamaba, el dolor atormentaba una parte de mi cuerpo. La voz de Rei se me clavaba como un cuchillo romo. No podía evitar amarlo. Estaba atrapada en sus redes. Me casé con él, tuve una hija con él y creía que, compartiendo nuestras vidas, conseguiría aplacar aquella pasión obsesiva, pero no pude.”

(Hiromi Kawakami, Manazuru. Una historia de amor, páginas 11, 25, 123)

lunes, 11 de agosto de 2014

REVENTAR NARRATIVAMENTE LA MAQUINARIA EDUCATIVA



El profesor de literatura

Christian Vera

Caballo de Troya (Peguin Randon House Grupo Editorial), Madrid, 2014, 124 páginas.



   
 Christian Vera (La Paz, 1976) es profesor de literatura. Escribe poesía y ficción. Click fue su primera pieza narrativa. Publicada por Editorial El Cuervo en 2012, este año y con el título El profesor de literatura, Caballo de Troya la ha editado para todo el mundo, excepto Bolivia. La perspicaz intuición del director literario de la Editorial española se deja sentir en esta apuesta.

   El protagonista de la novela, un antihéroe en el sentido más cabal de la palabra, es un profesor de literatura que se le ha extraviado el destino, deambula como un zombie -cree serlo, aunque trate de simularlo-, tiene el espíritu poético de los de su clase y el contexto en el que cree moverse, tiene de fondo el apocalipsis zombie. Perdido el respeto por si mismo, se considera un paria urbano. Su vida está compuesta por una suma aleatoria de espantos y ansiedades. Se siente parodia de un gran profesor y eso le enorgullece. Escribe poesía para ensuciar las palabras, para echarle basura a la comunicación (página 61). Y su destino es una verdadera aporía. Las primeras páginas de la narración son prolijas en la descripción de este docente antihéroe. Llega a pensar que todos los seres humanos están infectados y para sobrevivir han de comerse unos a otros. Es la presentación, reduplicada a lo largo del texto, que del protagonista hace el narrador: alguien que observa los acontecimientos, quizás una alumno de este peculiar profesor.

   La trama de esta novela inusual, tan brillante como desconcertante, narra aproximadamente una hora y pico en la existencia de este antihéroe: desde las 7:53:09 am, momento en el que el profesor atraviesa la puerta de la institución que es su fuente laboral, hasta las 8:58:17 am en que sale del colegio para activar, unos minutos más tarde, su plan apretando la tecla enter: primero un click y luego una gran explosión que es, sin embargo, un Big Bang.

   La acción se sitúa en una población de La Isla, en su capital La Faz, un  nombre cuyo significado no deja de ser una ambigua incógnita: puede ser La Paz, la capital boliviana, si bien bañada por el mar, pero también la capital del fascismo. El escenario más inmediato y concreto es un colegio antiguo, cuya infraestructura había cobijado previamente un hotel, un manicomio y finalmente una cárcel. Un centro en definitiva que por su antigüedad rebosa ficción (“Un colegio es una inmensa acumulación de historias tétricas”, página 30). En este ambiente introduce Christian Vera a su profesor neurótico, caracterizado también, y con toda justicia, como un nerd, una ridiculización de la vanidad intelectual y literaria, porque su habitat es el delirio ambiguo de la ficción (página 29). ¿Qué le rodea? Un absoluto caos que se expande por todas partes.

   Mas en el transcurso de ese corto espacio temporal, el inofensivo profesor de literatura ejecutará algo, su plan revolucionario, compendiado en ese click ya aludido. Y como ya he dicho, en ese período temporal narrado por esta novela corta, se recoge una verdadera catarata de historias que giran, como lo expresa el propio autor, “alrededor de esa inmensa caja de narraciones que es un colegio”. Quizás lo más llamativo, aunque no lo único, es la pretensión del profesor de literatura de potenciar las capacidades cognitivo-memorísticas de sus alumnas y alumnos por caminos modernos, vendiéndoles, a un precio elevado, pastillas motivadoras de la memoria, muy apropiadas para aprobar los exámenes en un colegio donde solo se memoriza.

   Novela breve, comprimida, pero que, no obstante, permite no pocas lecturas. La más obvia y que salta a primera vista: la subversión que late en la propuesta del escritor paceño. Su relato transita por la ciudad que le interesa  que no es La Faz, sino la escuela que vapulea en la misma línea en la que lo haría Foucault. El colegio es un espacio de adoctrinamiento, un mecanismo más, productor de zombies como lo es la televisión, los discursos políticos o la tensión de la vida moderna, sujetos humanos encerrados en ciudades poco humanas y por lo mismo insalubres. En muchos años de esfuerzo, el colegio solo ha producido sordera, idiotización sistemática. La novela subvierte ese concreto espacio escolar que Vera  presenta como autoritario y salvaje. Una barbarie institucional en la que son frecuentes las golpizas entre alumnos y profesores. En definitiva, una prisión que atrapa a generación tras generación. Cuestiona además la novela la figura del profesor como modelo conductual dentro y fuera de la escuela. El estereotipo docente y educativo que crea la narración funciona como grotesca caricatura, casi como un esperpento: la estéril vanidad intelectual, dentro de la escuela, que general ese antihéroe anodino, solitario e impotente.

   Se ha relacionado, seguramente no sin fundamento, El profesor de literatura con las ideas profundamente críticas de Ivan Illich hacia la educación escolar en las economías modernas (La sociedad desescolarizada, 1971): el sistema educativo es una iglesia funesta, cuya voracidad sacia el estado, que uniformiza creencias y conocimientos. La derrota de las ideas de Ivan Illich ha convertido a la escuela en reductos del Tercer Mundo en un “aguantadero”, generador de violencia y de su propia degradación. Ideas con las que casa perfectamente ese micro-apocalipsis final simbolizado en un click. Una muerte pues de la institución educativa, aunque no traspase las fronteras de la narración.

   Christian Vera huye de florituras en esta propuesta ficcional. Estilo minimalista, desnudo de ornamentos y alientos líricos y posiblemente con no pocas aportaciones autorreferenciales (Como el autor, el profesor de literatura ganó un concurso de poesía). Todo ello como sustrato formal de una novela corta, comprimida, ya que su trama, en opinión del autor, demandaba rapidez, levedad, pero que funciona perfectamente como una pieza narrativa alejada de los cánones tradicionales y alojada en las auras renovadoras de la literatura más vanguardista.


Francisco Martínez Bouzas



Christian Vera

Fragmentos


“El profesor de literatura cree que cada vez que termina una clase sus palabras quedan tatuadas en el éter, en una dimensión metafísica, inasible…En una dimensión ontológica, absurda…Donde se guarda el espesor de la nada. Por tanto, todo el conocimiento humanista queda allí suspendido en el espacio, en la nada, estático…Por eso no le sorprende cuando sus alumnos le preguntan y afirman: «Profe, ¿de qué va a ser el examen? Porque todas estas semanas no hemos hecho NADA». El profesor de literatura cree que es un escultor de lo invisible. Un hacedor de la nada y al mismo tiempo del todo.”



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“No ha preparado sus clases, casi nunca lo hace. A estas alturas no se explica cómo diablos no lo echaron. Desde el primer día que ingresó a ese colegio como alumnos hasta la mañana de hoy como profesor nunca leyó un examen. Nunca preparó un examen, menos revisó una tarea. Eso no lo enorgullece, tampoco lo humilla. No le importa. No es nada rebelde, menos un punk o un anarquista. Apenas es un profesor que bucea en la nada (la metáfora no es exagerada), que habita en la ficción (como si transitara sus días a través de una nebulosa). El profesor de literatura es un nada, tan frágil, tan intrascendente como una mosca rebelde, pero mosca al fin. Carece de ideología aunque sabe al detalle todas las versiones del marxismo que subsisten en la academia y sus aplicaciones en distintos modelos políticos. Ama con locura emborracharse, escribir poesía y explorar sustancias que le incentiven a distorsionar todo aquello que se entiende por lo real. Prefiere andar adormecido, con los puntos neuronales totalmente bloqueador, sedientos de dopamina…«Gracias a este adormecimiento sutil puedo brindar una sonrisa cariñosa a mi entorno», le dijo a su psicoanalista.

Todas las tardes el profesor de literatura estudia de forma autónoma la teoría del caos…Asume que la educación, la vida, el amor, el universo y su cuerpo son meros fenómenos temporalmente irreversibles, complejos, inestables y no lineales, contingentes, continuamente mutables, aleatorios, incontrolables e impredecibles a largo, mediano y corto plazo…”



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“Pum, pum, se escucha que alguien golpea la ventana de la sala. El profesor de literatura con algo de paranoia levanta la cortina. Es su alumno. Lo mira sonriente. El profesor de literatura le hace una señal de que le espere. Mira a sus alrededor, quiere confirmar que ninguno de los otros profesores han observado esta escena. Efectivamente nadie lo mira. La profesora de inglés sigue agachadita, ordenando sus papeles. El profesor de literatura vuelve  a observarle el trasero. También vuelve a imaginarse una serie de secuencias que mucho tienen que ver con el sexo y el poder subliminal que tienen las bragas. Agarra su mochila. Saca su caja metálica de tizas. Allí en medio de toda esa blancura hay un paquete de pastillas: modafinilo y ritalina. Agarra sus pastillas y sale de ese oscuro mundo de profes, donde todo está viejo. «Hola», le dice a su alumno, «cómo estás», le pregunta. «Te he traído», le dice. «Gracias», dice su alumno. «Mira, con las pastillas de modafinilo podrás estudiar sin problema durante horas, con mucha motivación, sentirás que se te ampliará la memoria, y ten la certeza que vas a tener mucha lucidez,  por fin entenderás aquello que no entiendes. Esto es casi mágico, es el mejor aporte de la modernidad química a la educación. Y las de ritalina te ayudarán para que no te disperses, no te vas a querer parar de la silla hasta terminar de estudiar, si sabes conjugar las dosis exactas, mañana en tu examen de cálculo te garantizo un setenta sobre setenta. (…) Así que te paso cada pastilla en cuarenta dólares. Cómo es, tienes, ¿no?», todo esto dice el profesor de literatura. El alumno se queda pálido. ¿Treinta dólares?, le pregunta. «Cuarenta dólares», dice el profe. «Qué crees. Estas en la Universidad Católica o en la Salesiana las paso a cincuenta dólares o más, ahora es temporada alta, se acercan los exámenes finales. Si quieres nomás», responde molesto el profesor de literatura que a cada segundo vigila sus espaldas, le preocupa que alguien lo vea.”



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“En el cuaderno donde registra las notas de sus alumnos hay una anotación escrita en una letra ilegible: «La literatura no es para mi un asunto transmisible, es por eso que decidí enseñarla a los adolescentes». No sabe si este fragmento lo copió de algún libro o si es una oración producida por él.”



(Christian Vera, El profesor de literatura, páginas 27, 76-77, 87-88, 98)

viernes, 8 de agosto de 2014

EL INEXORABLE Y FUGAZ PASO DEL TIEMPO Y SU LARGA NOCHE



Las lágrimas de San Lorenzo

Julio Llamazares

Punto de Lectura (Santillana Ediciones Generales), Madrid, 2014, 191 páginas.



   Afirma Julio Llamazares que un buen libro es aquel que es capaz de dar calambres, conmover y perdurar en la mente del lector. Y sin ningún género de dudas  Las lágrimas de San Lorenzo  logra esos objetivos, porque en primera y en última instancia es un libro sobre todo intimista. Una historia que fundamentalmente transmite recuerdos, nostalgia, melancolía. Julio Llamazares, el escritor solitario como lo suelen llamar aunque no lo es, escribe además para hacer pensar. Escritura de reflexión por lo tanto. Son éstas las coordenadas de esta pieza literaria, que marcan también toda su literatura: un gran elenco de la conmoción  y sobre todo de la soledad. Soledad, melancolía, nostalgia, conciencia del irremediable paso del tiempo es lo que el lector hallará en esta novela con tantas costuras con el libro que le proyectó literariamente a su autor: La lluvia amarilla. Si en la novela publicada hace más de veintiséis años, es un pueblo el que queda consumido por la soledad, en Las lágrimas de San Lorenzo es un hombre que habla con su hijo mientras los dos contemplan las estrellas. Por eso mismo, reconoce el escritor que su literatura es sumamente previsible, siempre está escribiendo el mismo libro, si bien con múltiples matices aunque con el mismo gran tema de fondo: el sentimiento de extranjería y la perplejidad y extrañeza ante la realidad.

   La trama argumental de la novela es no obstante muy simple: “Una emocionante historia sobre los paraísos e infiernos perdidos -padres e hijos, amantes y amigos, encuentros y despedidas- que recorren toda una vida entre la fugacidad del tiempo y los anclajes de la memoria”, tal como la describe la presentación editorial. Esa emocionante historia toma cuerpo con el regreso a Ibiza de un trashumante profesor de lengua y literatura española que, con la cincuentena cumplida, se reencuentra con su hijo Pedro, un adolescente de doce años, fruto de su relación sentimental con Marie. Su experiencia vital está fundada en un deambular por Europa, con viajes, encuentros y desencuentros: Constanza, Utrecht, Liubliana, Toulouse, Bari, Uppsala, Coimbra, Iasi; sus amores con Carolina, Nicole, Tanja; sus amistades; los recuerdos familiares del abuelo Ovidio, del hermano Ángel, de su tío Pedro. Y en Ibiza, tumbado con su hijo en la playa el día de San Lorenzo, contempla el cielo estrellado y la lluvia de cometas que fugazmente cruzan el cielo. Mientras contempla la noche estrellada, absortos los dos por esas estrellas fugaces, excitado así mismo por la lluvia de olores campestres y marinos, le invade el recuerdo y en su memoria afloran situaciones ya vividas en tiempos pretéritos con su familia, amigos y amantes. La contemplación de esas estrellas hace muchos años en la era de su pueblo, también en una noche de San Lorenzo; las muertes de su abuelo y hermano; la desaparición de su tío en la contienda española, el Alzhéimer de su madre; la ruptura con la madre de su hijo. Y especialmente Ibiza en un tiempo de su juventud libre y feliz, sin ningún miedo ni preocupación.

   Pero el tiempo ha pasado, fugaz e ineludible, y él mismo está de vuelta de todo, se siente sin fuerzas para continuar mientras su hijo se está abriendo a la vida.

   Esta es una sinopsis de la trama, pero en el libro de Julio Llamazares afloran temas de fondo fundamentales para todos los seres humanos. El primero de ellos, motivado por ese fenómeno mágico de la caída de estrellas en la noche de San Lorenzo, es el paso del tiempo. Es ése el gran leitmotiv de la novela: la vida avanza, sin pausas, ni vuelta atrás, envejecemos, todo termina, todo muere. Por eso mismo Julio Llamazares puebla la intertextualidad  de su novela con textos de grandes poetas (Homero, Catulo, Paul Celan) que han sido capaces de expresar el paso del tiempo, que le golpean con fuerza y al mismo tiempo con gran hermosura (“!Oh brizna!...!Oh  flor del tiempo!” Página 155).

   La huida del tiempo hace asomar la melancolía: he ahí la tragedia del profesor que cada curso que pasa tiene un año más, mientras que sus alumnos tienen siempre los mismos. Es la meditación nostálgica que aflora en el protagonista ante la visión de sus alumnos en la Universidad de Iasi, una ciudad perdida en el este de Rumanía. Y eso es la vida: construida con los ladrillos del tiempo ido, con el multiforme abanico de posibilidades que quizás hemos dejado escapar y que jamás volverán, por mucho que la vida se repita desde el mismo principio de la humanidad, como piensa el escritor.

   La arquitectura compositiva de esta novela “previsible”, en la que el protagonista rememora subjetivamente su existencia, va trabando capítulos que ubican al lector en la situación inicial del libro: la contemplación por el padre y el hijo en el monte de Ibiza de la caída de las estrellas. En base a sus diálogos y textos narrativos el lector va conociendo una historia paralela en la que intervienen el abuelo, el padre y el hijo. Y la misma lluvia de estrellas. A estas alturas, y a pesar de su no numerosa producción, Julio Llamazares es el gran prosista en español. Una lengua sencilla, mas muy precisa, rebosante de pinceladas de colores, sonidos, olores… que hacen posible que el lector se sumerja en esos parajes donde transcurre la historia. Prosa además erguida desde un preciosista tratamiento poético del lenguaje que por añadidura persigue la música de las palabras que hacen que broten conmociones estéticas. Bienvenida sea pues esta edición de bolsillo de Las lágrimas de San Lorenzo que nos ofrece Punto de Lectura.



Francisco Martínez Bouzas






Julio Llamazares

Fragmentos



Durante muchos años, pensé que sólo les pasaba a otros, que el temor a envejecer sólo les afectaba a quienes me precedían en el escalafón del tiempo. A mis padres, por ejemplo, o a mis abuelos, antes que ellos. Pero cuando éstos desaparecieron, cuando se convirtieron en estrellas que brillaban en el cielo por las noches, cada vez con menor intensidad, comencé a sentir esa desazón que produce saberse ya en primera fila. Algo que siempre intento disimular pero que me invade a veces, sobre todo en momentos como éste.

Es lógico que me ocurra. En esta isla y en esta noche el tiempo  pesa más de lo que acostumbra, es más palpable que en otros sitios. Como los olivos viejos, eclipsados por los pinos, pero fuertes como los acantilados, los recuerdos de mi época en Ibiza brotan en la oscuridad demostrándome que los años que han pasado desde entonces son ya muchos, que el mundo ha cambiado tanto como la propia isla y como mi vida, que, como las ilusiones de aquella época, mi juventud se desvaneció en el momento mismo en que me fui de aquí. Algo que yo ya sabía, pero que no esperaba ver con tanta crudeza.”



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“Y me lo recuerda ahora. Mientras la noche de San Lorenzo sigue avanzando hacia su destino, que no es otro que el de todas (y de todos los que la contemplamos: Los soles pueden ponerse y salir de nuevo. / Pero para nosotros, cuando esta breve luz se ponga, / no habrá más que una noche eterna / que debe ser dormida, dijo Catulo hace dos mil años), el olor del mar en la oscuridad me repite una vez más lo que ya sé y que me negué a mí mismo durante mucho tiempo, incluso después de perder a Marie y a Pedro, a cada uno de ellos por una razón distinta. Por eso me hace tan dichoso tener a mi hijo a mi lado ahora, aunque sepa que dentro de unos días regresará a París con su madre y ya no lo veré hasta la Navidad, y por eso esta noche no siento el miedo que he sentido tantas otras desde aquella en la que el mar me lo devolvió de pronto. Sin la soledad, la noche no sólo no me da miedo, sino que enciende mi corazón como un fruto más de los que ahora maduran en los frutales y arbustos de toda Ibiza, como todos los veranos en torno a esta hermosa noche de San Lorenzo.”



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“- ¿Ves todas estas estrellas?- sigo contándole mientras él me escucha; lo hace en silencio, sin apartar la vista del cielo, como si estuviera imantado por su profundidad-.  Llevan ahí millones de años; millones de millones, según dicen los astrónomos. Parece que no van a desaparecer jamás y, de repente, dan un salto en el vació y se borran para siempre como si nunca hubiesen estado ahí… Pues lo mismo pasa con las personas. Parece que van a durar siempre, que nunca te abandonarán del todo y, cuando te das cuenta, han desaparecido del mundo sin ni siquiera dejar un rastro de luz como las estrellas; todo lo más una leve huella en la memoria de quienes las amamos que desaparecerá con éstos, porque también ellos desaparecerán un día. Y así generación tras generación, lo mismo que las estrellas.

Cual la generación de las hojas, así la de los hombres… escucho a Homero decir en mi corazón mientras observo a Pedro mirar al cielo sin desconfianza. ¡Quién tuviera su inocencia para poder hacerlo de esa manera!, pienso mientras lo contemplo. ¡Quién pudiera no saber lo que yo sé y esperar de la vida y de las estrellas lo que él espera! ¡Quién pudiera, como Homero, escuchar una y mil veces en el tiempo lo que ha escrito: Esparce el viento las hojas por el suelo / y la selva, reverdeciendo, produce otras al llegar la primavera: / de igual suerte, una generación humana nace y otra perece. Le envidio mientras lo recito, sabedor de que nadie lo hará con mis pobres prosas.”



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“Cae la noche en Aix. Veo la luna sobre París, sobre Liubliana, al otro lado de la frontera italiana de Trieste. Anochece en Utrecht y en Iasi. Llueven estrellas sobre Coimbra, sobre Constanza, al pie de los Alpes, sobre la nieve eterna de Uppsala, en Suecia, sobre los trenes que cruzan Francia bajo la noche en busca de la ciudad en que vive mi hijo ahora o del país en el que mi madre me espera desde hace años, cada vez más vieja y más sola. Cambian las lenguas y las ciudades, pasan los años y las personas, pero las lágrimas de San Lorenzo siguen conmigo acompañándome a todas partes, iluminando mis decepciones y mis recuerdos, convirtiendo mis deseos en arena y mi melancolía en nostalgia. Porque las lágrimas de San Lorenzo no sólo son una metáfora del tiempo. Son sobre todo la prueba de que la vida es apenas una luz en las tinieblas de un universo infinito, pero a la vez tan fugaz como los deseos del hombre.”



(Julio Llamazares, Las lágrimas de San Lorenzo, páginas 46-47, 128-129, 150-151, 167)