Bertrand
Russell
Traducción
de Josefina Martínez
Edhasa,
Barcelona, 384 páginas.
En esta obra Bertrand
Russel (1872-1970) reúne catorce ensayos escritos entre 1899 y 1954. Son el
fruto del ingenio de un pensador de primera línea, un icono del pensamiento
racional para muchas generaciones. Seguramente el filósofo más influyente del
siglo XX, al menos en los países de habla inglesa. También uno de los grandes
agnósticos o ateólogos de la modernidad. Pienso que son más apropiados estos
apelativos que el de hereje en moral y en religión, empleado por Paul Edwards,
el compilador de los escritos de Russell sobre temas religiosos. El mismo
pensador, aunque pensaba que la religión poco más era que una superstición, en
1949 manifestaba en un discurso las dificultades sobre el hecho de llamarse a
sí mismo ateo o agnóstico. Ante una audiencia filosófica, comenta, tendría la
obligación de describirme como agnóstico, pero ante la gente común de la calle,
debería decir que soy ateo, “porque cuando no puedo probar que no existe Dios,
debería igualmente agregar que no puedo probar que no existen los dioses
homéricos” (Collected Papers, vol.
11, página 91).
En el libro en el que se distribuyó el
discurso de Bertrand Russell, para algunos analistas un ejemplo del “estragador
poder de la fría lógica”, expone y desarrolla los motivos de su agnosticismo,
discute la validez de los distintos argumentos a favor de la existencia de
Dios. El de la causa primera, un argumento muy antiguo, con precedentes en
Aristóteles y Avicena, mas formulado como tal por Tomás de Aquino, es para
Russell una falacia. Al de la ley natural, favorito de Newton, lo rechaza
porque para la ciencia actual no existen leyes naturales, sino simples medidas
estadísticas que surgen al azar. Por otro lado, la idea de que las leyes
naturales implican un legislador se debe a la confusión entre leyes naturales y
leyes humanas. El argumento del plan (“todo en el mundo está hecho para que
podamos vivir en él, y si el mundo variase un poco no podríamos vivir”) se
descalifica solamente con acudir a la parodia de la que hablaba Voltaire: la
nariz se diseñó para sostener las lentes!
De forma semejante rechaza Russell los
argumentos morales, en especial en el que se presenta en la formulación
kantiana, y el argumento del remedio de las injusticias. Con todo, en su discurso, Russell pasa por alto el argumento
ontológico que, en sus años de estudiante, le parecía coherente.
Debido a que en alguno de los ensayos
efectúa Russell una discriminación de los elementos esenciales y
diferenciadores del cristianismo y uno de ellos es la creencia en Cristo como
ser divino, o al menos como el mejor y el más sabio de los seres humanos, el
pensador efectúa así mismo una lectura, basada en la hermenéutica de la razón,
de los evangelios, y concluye que ciertas máximas o preceptos de Cristo ni son
novedosos ni parecen proceder de una persona muy sabia y bondadosa. Además,
algunos de ellos, como el anuncio de sus segunda venida, no llegaron a
cumplirse. Cristo además no puede ser el mejor y el más sabio de los hombres
puesto que creía en el infierno. Una persona profundamente humana no puede
creer en un castigo eterno. Así mismo, la figura de Cristo que describen los
evangelios, es la de un ser reiteradamente vengativo y cruel. Su doctrina sobre
el castigo por haber pecado es cruel y además originó y sostuvo la crueldad en
el mundo a lo largo de los siglos.
La conclusión que extrae Russell, es que la
gente acepta la religión, no en base a argumentos, sino por razones
emocionales. “La gente no cree en Dios debido a argumentos intelectuales, sino
porque se les enseñó a hacerlo desde su más tierna infancia”
Anoto una conclusión de Russell que no se
ajusta del todo a la verdad. El pensador acusa a la Iglesia católica de haber
declarado como dogma que la existencia de Dios pude probarse mediante la razón,
sin ninguna ayuda. Es verdad que el Concilio Vaticano I anatematizó justamente
contra los librepensadores, a todos aquellos que defendiesen que Dios no puede
ser conocido con certeza, con la luz de la razón, mediante las cosas que fueron
hechas. Sin embargo, el mismo Concilio afirmó que la revelación divina resulta
moralmente necesaria en el estado actual de la naturaleza caída del hombre. Así
pues, el tema de la existencia de Dios es algo que pertenece al campo de la fe
y no al de la razón. A pesar de ello, los textos de Betrand Russell muestran la
clarividencia de un intelectual eximio, su fina ironía, la inteligencia de un hombre
cuyo lenguaje es fácilmente comprensible, pero que no se amedrenta en afirmar,
por ejemplo, que cuanto más intensa fue la religión en cualquier periodo de la
historia y más profunda la creencia dogmática, mayor ha sido la crueldad y
peores las atrocidades.
Bertrand Russell |
Fragmentos
“Luego hay otra
forma muy curiosa de argumento moral que es la siguiente: se dice que la
existencia de Dios es necesaria para traer la justicia al mundo. En la parte
del universo que conocemos hay gran injusticia, y con frecuencia sufre el
bueno, prospera el malo, y apenas se sabe qué es lo más enojoso de todo esto;
pero si se va a tener justicia en el universo en general, hay que suponer una
vida futura para compensar la vida de la tierra. Por lo tanto, dicen que tiene
que haber un Dios, y que tiene que haber un cielo y un infierno con el fin de
que a la larga haya justicia. Ese es un argumento muy curioso. Si se mira el
asunto desde un punto de vista científico, se diría: «Después de todo, yo sólo
conozco este mundo. No conozco el resto del universo, pero, basándome en
probabilidades, puedo decir que este mundo es un buen ejemplo, y que si hay
injusticia aquí, lo probable es que también haya injusticia en otra parte».
Supongamos que se tiene un cajón de naranjas, y al abrirlas la capa superior
resulta mala; uno no dice: «Las de abajo estarán buenas en compensación». Se
diría: «Probablemente todas son malas»; y eso es realmente lo que una persona
científica diría del universo. Diría así: «En este mundo hay gran cantidad de
injusticia y esto es una razón para suponer que la justicia no rige el mundo; y
en este caso proporciona argumentos morales contra la deidad, no en su favor».
Claro que yo sé que la clase de argumentos intelectuales de que he hablado no
son realmente los que mueven a la gente. Lo que realmente hace que la gente
crea en Dios no son los argumentos intelectuales. La mayoría de la gente cree
en Dios porque les han enseñado a creer desde su infancia, y esa es la razón principal.
Luego, creo que la razón más poderosa e inmediata después de ésta es el deseo
de seguridad, la sensación de que hay un hermano mayor que cuidará de uno. Esto
desempeña un papel muy profundo en provocar el deseo de la gente de creer en
Dios.”
…..
“Concediendo la
excelencia de estas máximas, llego a ciertos puntos en los cuales no creo que
uno pueda ver la superlativa virtud ni la superlativa bondad de Cristo, como
son pintadas en los Evangelios; y aquí puedo decir que no se trata de la
cuestión histórica. Históricamente, es muy dudoso el que Cristo existiera, y,
si existió, no sabemos nada acerca de Él, por lo cual no me ocupo de la
cuestión histórica que es muy difícil. Me ocupo de Cristo tal como aparece en
los Evangelios, aceptando la narración como es, y allí hay cosas que no parecen
muy sabias. Una de ellas es que Él pensaba que Su segunda venida se produciría,
en medio de nubes de gloria, antes que la muerte de la gente que vivía en
aquella época. Hay muchos textos que prueban eso. Dice, por ejemplo: «No
acabaréis de pasar por las ciudades de Israel antes que venga el Hijo del
hombre». Luego dice: «En verdad os digo que hay aquí algunos que no han de
morir antes que vean al Hijo del hombre aparecer en el esplendor de su reino»;
y hay muchos lugares donde está muy claro que Él creía que su segundo
advenimiento ocurriría durante la vida de muchos que vivían entonces. Tal fue
la creencia de sus primeros discípulos, y fue la base de una gran parte de su
enseñanza moral. Cuando dijo: «No andéis, pues, acongojados por el día de
mañana» y cosas semejantes, lo hizo en gran parte porque creía que su segunda
venida iba a ser muy pronto, y que los asuntos mundanos ordinarios carecían de
importancia. En realidad, yo he conocido a algunos cristianos que creían que la
segunda venida era inminente. Yo conocí a un sacerdote que aterró a su
congregación diciendo que la segunda venida era inminente, pero todos quedaron
muy consolados al ver que estaba plantando árboles en su jardín. Los primeros
cristianos lo creían realmente, y se abstuvieron de cosas como la plantación de
árboles en sus jardines, porque aceptaron de Cristo la creencia de que la
segunda venida era inminente. En tal respecto, evidentemente, no era tan sabio
como han sido otros, y desde luego, no fue superlativamente sabio.”
…..
“Luego, se
llega a las cuestiones morales. Para mí, hay un defecto muy serio en el
carácter moral de Cristo, y es que creía en el infierno. Yo no creo que ninguna
persona profundamente humana pueda creer en un castigo eterno. Cristo, tal como
lo pintan los Evangelios, sí creía en el castigo eterno, y uno halla
repetidamente una furia vengativa contra los que no escuchaban sus sermones,
actitud común en los predicadores y que dista mucho de la excelencia
superlativa. No se halla, por ejemplo, esa actitud en Sócrates. Es amable con
la gente que no le escucha; y eso es, a mi entender, más digno de un sabio que
la indignación. Probablemente todos recuerdan las cosas que dijo Sócrates al
morir y lo que decía generalmente a la gente que no estaba de acuerdo con él.
Se hallará en
el Evangelio que Cristo dijo: «¡Serpientes, raza de víboras! ¿Cómo será posible
que evitéis el ser condenados al fuego del infierno?» Se lo decía a la gente
que no escuchaba sus sermones. A mi entender este no es realmente el mejor
tono, y hay muchas cosas como éstas acerca del infierno. Hay, claro está, el
conocido texto acerca del pecado contra el Espíritu Santo: «Pero quien hablase
contra el Espíritu Santo, despreciando su gracia, no se le perdonará ni en esta
vida ni en la otra». Ese texto ha causado una indecible cantidad de miseria en
el mundo, pues las más diversas personas han imaginado que han cometido pecados
contra el Espíritu Santo y pensado que no serían perdonadas en este mundo ni en
el otro. No creo que ninguna persona un poco misericordiosa ponga en el mundo
miedos y terrores de esta clase.”
(Bertrand Russell, Por
qué no soy cristiano)