El reino de los murmullos
Carole Martínez
Traducción de Javier Albiñana
Tusquets Editores, Colección Andanzas, Barcelona,
2013, 229 páginas.
Poco menos que abrumada por los premios que
cosechó con su primera novela, la actriz y escritora francesa Carole Martinez
(1966) repite similar o aún mayor cosecha con su novela Du domaine des murmurs (2011), traducida recientemente al español por Tusquets
Editores. Reconocida, en efecto por críticos y lectores, Carole Martinez le da
vida en su escritura a una figura femenina que surge en la remota Edad Media,
la convulsa época del feudalismo. Es ella, la joven Esclarmonde, la “virgen de
los murmullos”, la sacrificada, la paloma, la carne ofrecida a Dios, acechada
por los señores de las tierras vecinas y ofrecida por su padre en matrimonio al
benjamín del señor de Montfaucon, el joven Lothaire, que manejaba su verga como
la punta de un sable. Sin embargo, Lothaire de Montfaucon, feo por dentro y sobrado
de furia y ambición, no logra conseguir el “sí” de Esclarmonde que se niega a
ser un púdico recipiente para perpetuar el linaje del paralizado pretendiente.
La chiquilla de quince años convierte su belleza
de estatua el día del frustrado desposorio en una ofrenda de su virginidad a
Dios. Porque, en efecto, pidió ser encerrada para siempre en un reducto adjunto a la capilla del
castillo de Los Murmullos. Pero separarse del mundo le costará más de lo que
Esclarmonde había imaginado. Y desde su enclaustramiento perpetuo, y como
esposa de Cristo, esposa embarazada no por obra del Espiritu divino, sino víctima
de una violación por parte de un borracho, no será ajena a los rumores del
mundo, difundidos a través de la red de enclaustradas. Llegará un momento en el
que logra imponerse a su padre, al que insta
a redimirse de un pecado inconfesable acudiendo a las cruzadas que
Barbarroja, el Emperador del Sacro Imperio, había emprendido para liberar
Jerusalén.
Historia de una rebelde en un tiempo (1187)
en el que las mujeres eran sujetos pasivos, carentes de voluntad y de libre
albedrío. Heroína por ello de una “trepidante epopeya” como reza el texto de la
presentación editorial de la traducción española. Novela que tematiza el
emparedamiento, la reclusión femenina, una opción de vida que llegaba a
extremos desmesuradamente crueles. Mas con una salvedad en el caso de
Esclarmonde. Desde su confinamiento sigue al tanto de lo que acontece fuera de las
paredes de su reducto, influyendo sobre los hechos y sobre el comportamiento de no
pocos personajes. Y sobre todo actuando como vínculo entre el mundo de los
vivos y el de los muertos.
La novela nos sumerge con habilidad en los
miedos medievales, en las pesadillas de una época obscura, materializados en monstruos,
duendes y demonios; en los poderes de las tinieblas, en las fuerzas
sobrenaturales, en las divinidades perversas de las antiguas creencias paganas,
hostigadas por el cristianismo que pautaba los días y sobre todo las noches de
caballeros e ignorantes campesinos. El relato de Carole Martinez transita pues
de lo cotidiano a lo extraordinario y a la fantasía, tránsito que provoca en el
lector un sentimiento de irrealidad, no aminorado por el dramatismo de algunos
hechos: la protagonista se corta una oreja en el momento de su frustrado
desposorio; a su hijo parido en el enclaustramiento el abuelo le taladra las
palmas de las manos y posteriormente él mismo se crucifica en el dosel de una
cama. Personajes exaltados en una época repleta de misterios.
Con las herramientas de un estilo
preciosita, alejado quizás de los cánones de la narrativa actual, y embriagado
de poesía y con una desmesurada inflación de declamaciones y del lenguaje de la
época, Carole Martinez amalgama magia y realidad y, sobre todo, nos retrotrae a
un lejano pasado plagado de asuntos muy
sórdidos sobre los que sobrevuela la disidencia de esta “prisionera del
silencio”.
Francisco
Martínez Bouzas
Carole Martinez |
Fragmentos
“Aunque
en mi cubículo tan solo contaba con un orinal de hierro, una jofaina de loza,
un cacillo, una lámpara de aceite, un recia silla de madera y la fosa llena de
paja donde dormía, aquella celda resultaba sumamente acogedora comparada con la
de algunas recluidas de las ciudades que ni siquiera disponían de espacio para
tumbarse en el suelo y se veían obligadas, según mis fuentes, a permanecer o de pie o sentadas con los pies
hundidos en el fango. Los visitantes solían contentarse con oír las oraciones
de aquellas santas mujeres cubiertas de parásitos cuyo rostro no alcanzaba el ventanuco,
situado a tal altura que la enclaustrada no veía el mundo exterior, sino un mísero
cuadrado de cielo. Los burgueses les arrojaban pan al pasar en agradecimiento a
su sacrificio. Cuando pensaba en mis hermanas, me avergonzaba que mi celda
fuera tan espaciosa, tan limpia, tan caldeada, mi ventana tan amplia y que
Ivette, mi rústica servidora, cuidara con tanto esmero de mi.”
…..
“Al
caer el crepúsculo la tierra no pertenecía ya ni a Dios ni a los hombres. Por
las noches, las pesadillas se materializaban y rondaban en torno a los
dormidos. Amuletos, oraciones y antiguos rituales protegían las casas de una
multitud de terribles criaturas que se adueñaban de los bosques. Todos rezaban
para que no los devoraran los hombres lobo, para que no los atraparan manos
invisibles y los arrastraran a grutas subterráneas, para que los monstruos, los
duendes, los demonios no se llevasen a los recién nacidos, para que no viniese
a aullar la muerte sobre los tejados. Temían los poderes de las tinieblas,
cuyas leyendas poblaban la comarca, y se requería valor para aventurarse en
solitario, tea en mano, entre los árboles, después del ocaso. Quien osaba
hacerlo resultaba de inmediato sospechoso: ¿mantenía alguna afinidad con las
fuerzas sobrenaturales que bullían en la oscuridad para atreverse a desafiarlas?”
(Carole Martinez, El reino de los murmullos, páginas 63, 205)