Xesús Constela
Traducción de Belén Poutón
Pulp Books (sello de Rinoceronte Editora), Cangas do
Morrazo, 2017, 98 páginas.
Ya en As
humanas proporcións, la colectánea de relatos ganadora del Premio de
Narrativa Torrente Ballester en el año 2003, Xesús Constela le ofrecía al lector un relato,
“Algorítmos”, subtitulado “Divertimento alfanumérico”. Otro “divertimento”,
esta vez “napolitano”, es el que aprovecha el autor para encuadrar la trama de
esta breve novela. El término “divertimento” se suele aplicar en literatura a
los microrrelatos o a una serie de textos, de diversa naturaleza, en los que la
brevedad, la ironía y el humor navegan a sus anchas. En efecto, en Apoteosis de las perchas, cobran una
cierta primacía, si bien sin excluir otras dimensiones, la del thriller por
ejemplo, situaciones y tonalidades aparentemente humorísticas y absurdas que a
veces llegan al esperpento.
Apoteosis
de las perchas es una novela corta cuyo principal protagonista, Tommaso
Bonnano, cuenta la historia del mendigo
Tommaso Bonnano que arrastra su existencia por los barrios napolitanos. Los
vecinos lo consideran inofensivo; jamás había intentado hacerle mal a nadie.
Pero un buen día, le propina una descomunal paliza a un desconocido. Los carabinieri le esposan sin que oponga resistencia y, en el
interrogatorio, desmiente que esté muerto como pensaban los agentes, porque
“desaparecer y estar muerto son cosas muy distintas” (página 18). Bajo otra identidad,
la de Ernesto Basile, había trabajado un lujoso crucero del que había desaparecido sin
dejar rastro, instalándose en Via dei
Tribunale, donde vive a cuerpo de rey debido al buen trato que le
proporcionan los vecinos. En un interrogatorio, en el que es él quien lleva la
batuta y el ritmo, descubre su pasado a bordo del Spirit of the Seas en el que realiza diversos trabajos hasta llegar
a ser camarero del salón de primera clase. Su máxima callar, observar y obedecer le había
permitido alcanzar ese puesto. En primera clase, se impone sobre otros olores,
el del dinero.
En una de las travesías, en marzo de 2009,
descubre las “odiosas perchas”: los nuevos ricos, míseras perchas sin otra
substancia que el vacio material que sostiene lujosos vestidos y joyas. Tommaso
parece poseer un sexto sentido para descubrir esas falsas apariencias, las
dobles identidades (“patatas que quieren parecer piñas”), de las que se venga:
en un primer momento con laxantes, detergentes y escupitajos como especial
aderezo para los cócteles que prepara.
Sobresalen por encima de las demás cuatro
perchas que lo que quieren es estar juntas; maniobran para tener sexo hasta
desplegar la gran apoteosis triunfal: la ceremonia que, rememorando a los
antiguos romanos, las consagre al nivel de los dioses o héroes del dinero.
En ese mismo viaje, unos operarios descubren
en el barco los cadáveres de cuatro pasajeros. Y que un camarero, Tommaso Bonnano,
alias Ernesto Basile, se encuentra en paradero desconocido. Los asesinatos y su
desaparición lo convierten en sospechoso ante los ojos de los carabinieri. Mas la narración, en un
giro radical, descubre que las apariencias engañan y, desde ese momento,
adquiere el marchamo de un thriller cuyo desenlace descubre el lector en las
páginas finales.
Xesús Constela ofrece al lector una historia
sencilla con un final imprevisto que logra las metas propias del divertimento:
recrear mediante una trama sin grandes complejidades pero que, con humor e
ironía, descubre y deshilvana las falsas identidades, la hipocresía social, las
engañosas y ostentosas apariencias. Y lo hace mediante la confesión de un tipo
que se escapa de la casa familiar siciliana porque no soporta, ni el olor ni
las escamas, ni las tripas del pescado. Inventa un nombre con el que cruza
Italia y acaba como camarero en el salón más lujoso de un barco de crucero.
Desde esa atalaya privilegiada, clasifica a los personajes como personas de
verdad o como perchas. Crítica despiadada, en definitiva, de las aparentes
identidades, del barniz que puede proporcionar el dinero, pero también de los
cruceros de lujo, de la explotación laboral de los empleados que en ellos
trabajan, de los salarios en negro… Todo ello dosificando el autor la confesión
del protagonista que rompe los esquemas y las premisas de la policía. Al lector
le resta la satisfacción de descubrir que el camarero y el mafioso asesino
coinciden en la descripción de las perchas.
Francisco
Martínez Bouzas
Fragmentos
“Fue
el frutero, don Giusseppe Montanari, quien, nervioso a más no poder, llamó por
teléfono a los carabinieri. Vengan rápido, por favor. Nunca he visto una
desgracia tan grande. Un mendigo que lleva varios meses viviendo en el soportal
junto a mi negocio, aquí en Via dei Tribunali, acaba de darle una paliza
monumental a un hombre. (…) Sí. Está tumbado en la calle en medio de un charco
de sangre enorme. (…) No, por supuesto que no. (…) Nadie se ha atrevido a
tocarle, lo único que hicimos fue alejarlo del mendigo. No tuvimos tiempo de
hacer nada. ¡Vengan pronto, por lo que más quieran! (…) No les puedo contar
mucho más, porque no vi lo que pasó, que estaba descargando unas cajas de fruta
que había traído en la furgoneta cuando escuché los gritos de mi señora
llamando por mí. ¡Giusseppe!, ¡Giusseppe!, ¡corre, ven! Parecía aterrorizada.
Me di la vuelta para saber lo que estaba sucediendo y no daba crédito a lo que
veía. El mendigo le estaba pegando a un tipo que pasaba por la calle, un hombre
con un abrigo negro muy largo, con una barra de hierro que uso yo para bajas la
persiana de la frutería. Y menuda forma de atizarle.”
…..
“La
primera vez que vi una percha fue hace alrededor de cuatro años, puede que
cinco. El Spirit of te Seas acababa de partir de la Terminal Crociere del
puerto de Génova y, para mi horror, vi entrar en mi salón a la pasajera más
espantosa que puedan concebir. Llevaba una peluca rubia y los labios pintados
de un rojo chillón y verdaderamente nada elegante. ¡Parecía un semáforo
diciendo peligro, peligro! Viajaba acompañada de otra percha que a todas luces
no estaba en el lugar que le correspondía y se hacía pasar por su pareja. ¡Por
favor! ¡Si ni siquiera sabía desenvolverse con los cubiertos en la mesa!
Fíjense: la primera vez que les vi cenar fue precisamente mientras el Spirit of
the Seas viajaba de Génova hacia esta ciudad de Nápoles para la primera escala,
¿y saben lo que pasó? Pues que cuando acabaron la cena él pidió que le llevase
un palillo. Madonna mia! ¡Un palillo! ¡Pretendía limpiarse la dentadura allí
mismo, en mi salón, delante de todos los demás pasajeros! ¡Qué vergüenza!”
…..
“Un
día me montó una escena absolutamente intolerable delante de la barra de
cócteles del salón. ¡Este brebaje repugnante que me ha servido en la copa no
tiene nada que ver con lo que ponía en la carta! ¡Hágame otro de inmediato!
Gritaba como un loco enfurecido. Le pido mil disculpas, caballero, le contesté.
No hay motivo para preocuparse, le dije con la mejor cara de buena persona que
pude poner. Ahora mismo le preparo una especialidad mía que a buen seguro será
de su agrado. Fue lo único que se me pasó por la cabeza para contestar a tamaña
grosería. Lo agasajé con una de mis mejores sonrisas, le retiré la copa, me di
la vuelta para darle la espalda y comencé a echar en la coctelera los
ingredientes para hacerle una nueva combinación. Le preparé un cóctel delicioso
inventado por mí para casos como este, que gracias a Dios no eran abundantes:
dos medidas de vodka, un tercio de menta blanca, un cuarto de curasao rojo y,
lo más importante, un más que generoso chorro de jabón de fregar los platos y
un buen escupitajo de producción propia. Aquí tiene, caballero, e insisto en
reiterarle mis disculpas. ¡Le encantó! ¡Se relamió de gusto! Incluso se acercó
a la barra para pedirme otro que yo le hice con mucho placer. Mi cóctel había
desactivado completamente la detonación de furia del muy gandul. No se imaginan
ustedes la cantidad de veces que se lo volví a servir en todos los días que
duró el crucero. Copo de Nieve bebió más detergente lavaplatos que el propio fregadero
donde yo ponía las copas que tenía que lavar. ¡Todavía no puedo entender cómo no
echaba burbujas por la boca al hablar!”
(Xesús Constela, Apoteosis
de las perchas, páginas 13, 37, 50-51)