Lecturas y lugares
José Luis García Martín
Ediciones Traspies, Granada, 2011, 61 páginas.
El sello Vagamundos de la pequeña editorial granadina Traspies suele agasajar a sus lectores con libros de paginación corta pero que encierran verdaderas joyas literarias, tanto por sus textos como por sus paratextos. La excelente edición nos ofrece un continente que cautiva la sensibilidad del lector desde la primera aproximación. Libros minúsculos, que huelen a libro, con la delicada textura del papel y excelentes portadas e ilustraciones que nos permiten viajar con sumo placer por su interior.
Hoy he recalado en uno de sus más recientes puertos de acogida, porque también la metáfora del puerto puede servir para definir un libro. En el libro nos refugiamos, en él descansamos cuando las tormentas de la vida o los trajines diarios rompen la calma de nuestro mar vital.
José Luis García Martín, profesor, poeta y crítico literario, es sobre todo viajero. No un turista que se desplaza con sus rutinas de perpetuo fin de semana. Un viajero de geografías literarias. Viaja en las páginas de Lecturas y lugares por ciudades emblemáticas, con escudo e impronta literaria y por las que transitaron grandes escritores. Las fotografías, tomadas por el propio autor, actúan como guías para la narración de las vivencias.
La ruta da comienzo en Nápoles, ese “paraíso habitado por diablos” del dicho popular, donde recaló Leopardi para morir en una ciudad devastada por el cólera. Hoy en la memoria del viajante la “Gomorra camorrista” se estremece con las estrofas de Leopardi, las erudiciones de Benedetto Croce o los versos de Garcilaso. En Coimbra el viajero se emborracha, y nos emborracha, de melancolía. Coimbra donde Eça de Queirós se encontró con el mismísimo demonio en el atrio de la Sé Velha y donde el adolescente enamorado Eugenio de Andrade halló el lenguaje de la felicidad. Coimbra en la que no estuvo Fernando Pessoa, pero donde tuvo lugar el comienzo de su gloria, porque un grupo de estudiantes supo ver en él al Gran Maestre de la masonería de la modernidad. La derrota lleva al viajero a una villa medieval de la Costa Azul, Èze, un buen lugar para topar y para leer a Nietzsche, porque en el camino que baja hasta la playa -hoy bautizado con el nombre “Chemin Frederic Nietzsche”- escuchó el autor de Aurora la voz que le iba dictando toda su filosofía lírica. El camino lleva al viandante a Roma y lo introduce en el Cementerio Acatólico, más allá de Porta San Paolo, que tanto amó Axel Munthe, el médico sueco. Un herético oasis con gatos que guían por el laberinto de muertos ilustres y “anónimas desdichas”. En la puritana Ginebra se encuentra el viajero con Amiel, el profesor rutinario y oscuro que, pasados los sesenta años, fascinó póstumamente al mundo con su diario y que, como Pessoa vivió de todas las maneras -también como Casanova-, pero solo en la fantasía. Y un día recala el viajero en Nueva York. Nueva York con sus fantasmas, con el fantasma de Constancia de la Mora, la nieta de Antonio Maura, que rompió con su propia clase para ponerse al servicio de la causa popular. Constancia de la Mora, intensamente amiga de Eleanor Roosvelt. En el periplo no podía faltar Lisboa. En el mirador de San Pedro de Alcántara, un monumento a la melancolía, lee el caminante la historia sobre los orígenes del fado: el viento del sur hizo tañer las diez mil guitarras abandonadas después de la derrota del rey Dom Sebastián. Su eco de dolor, tristeza y muerte llegaría hasta la costa de Portugal
José Luis García Martín |
A Venecia llega el viajero siguiendo los pasos de Henry James, pero, a través del gondolero literato, con quien se encuentra es con Cortázar, el Julio Cortázar de los años cincuenta, cuando aún no era un escritor famoso. En Venecia, una ciudad en la que nunca se está de paso, la ciudad donde Freud no quiso psicoanalizar a Thomas Mann (“para un artista no hay mejor terapia que el propio arte”, página 55), el viajero se imbuye con la historia del Conde Cini, su matrimonio con Lyda Barelli y sus amores con la condesa Dal Pozzo.
El último descubrimiento de García Martín se llama Cáparra, muy cerca de su pueblo natal, un día, hace veinte siglos, bulliciosa ciudad romana. Bastó la mano del tiempo para arrasarlo todo. El peso de los siglos no pudo, sin embargo, con el orgulloso arco que queda ahí, en solitario, en el entrecruce de caminos del mundo.
Un libro humilde pero bello, escrito con los fulgores de una prosa intensamente poética, que nos ofrece los frugales placeres de la memoria viajera amalgamada con la memoria literaria. Libro de evocaciones de un viajero que es también poeta y cierra su periplo con el retorno a la Ítaca natal, que le convierte en ciudadano del mundo, sabedor de que cualquier punto de llegada es así mismo punto de partida.
Fragmentos
“(…) Fue en Coimbra donde Antero de Quental un día de tormenta subió a una colina, sacó su reloj y con voz firme dijo: «Dios, si existes, te doy cinco minutos para que me lo demuestres enviando un rayo que me destruya». Pasaron cinco minutos y no pasó nada. Dios, desdeñoso, no quiso tomarse la molestia de hacer lo que el propio Antero haría de un pistoletazo poco tiempo después.
Fue en Coimbra donde un adolescente enamorado, Eugenio de Andrade, encontró el leguaje de la felicidad: «solo tus manos traen los frutos».
Si, yo también estuve en Coimbra y probé de esos frutos. Algo de su sabor me queda todavía en la boca.
Anochece en la colina de la Universidad. Poco a poco ha ido cesando el bullicio estudiantil y ya solo hay lugar para los fantasmas. He subido la escalera monumental y me he detenido frente a la estatua del rey Dom Dinis, un mamotreto que no parece adecuado para quien escribió: «Ai flores, ai flores de verde pino, / si sabedes novas do meu amigo? / Ai Deus , e eu é?» (…)
Sí, todo el mundo estuvo en Coimbra, salvo Fernando Pessoa, aunque fue precisamente aquí donde tuvo lugar el comienzo de su gloria. Cuando no era más que un borroso oficinista que perdía su tiempo en los cafés lisboetas, un grupo de inquietos estudiantes supo ver en él al Maestro con mayúsculas, al Gran Maestre de la masonería de la modernidad”.
(José Luis García Martín, Lecturas y lugares, páginas 11-12)