Raymond Carver
Traducciones de Jesús Zulaika y Benito Gómez Ibáñez
Editorial Anagrama, Barcelona 2016, 702 páginas
Cincuenta y ocho relatos publicados en vida
del escritor, más cinco póstumos, hallados a partir de 1999, convierten a
Raymond Carver (1939-1988) en un icono, en el mejor cuentista de América,
quizás el mejor de todos los tiempos junto con Chéjov. Cuentos agrupados en
cinco colecciones: ¿Quieres hacer el
favor de callarte, por favor? (1976),
De qué hablamos cuando hablamos de amor (1981), Catedral (1983), Tres rosas
amarillas (1988) y Si me necesitas, llámame (2001). La
barcelonesa editorial Anagrama, editora de la mayoría de los relatos de Carver
en España, los ofrece ahora agrupados en este amplio volumen de la colección
“Anagrama compendium”, que recoge todos los cuentos de Carver, los publicados
en el estilo extensivo en el que escribía Carver y los reescritos, a partir de
1981, en forma elusiva por su editor Gordon Lish, que cambió párrafos enteros,
reduciendo a la mitad muchas veces los cuentos originales y cambiando los
desenlaces en numerosas ocasiones. No obstante, los cuentos de Carver,
construidos, como afirma Alessandro Baricco, con paisajes de hielo, aunque habitados
y dulcificados por emociones y sentimientos, que en la poda feroz de Gordon
Lish fueron suprimidos, convierten a su autor en uno de los grandes pilares del
realismo sucio. “La voz más genuina de la Norteamérica contemporánea” como de
él dijo la crítica, que nos ofrece, o eso creíamos, una literatura minimalista,
“dependiente de lo omitido” (Harold Bloom).
Suele
considerarse a Hemingway el iniciador de la narrativa minimalista en
EE.UU, pero ese subgénero se asoció por antonomasia con Raymond Carver. Mas es
preciso matizar: los cuentos minimalistas (estructuras únicamente enunciativas:
sujeto, verbo, objeto + silencio; diégesis frugales e incluso insignificantes,
personajes vulgares que habitan en la monotonía, desenlaces inesperados y
frecuentemente terribles…) son el resultado de la reescritura que de los
cuentos carverianos hizo Gordon Lish en
la editorial A. Knopf, sobre todo en ¿De
qué hablamos cuando hablamos de amor? En 2009, tras un largo proceso de
investigación de William L. Stull y Maureen P. Carroll, apareció publicado en
Londres Beginners, la versión
original de esa colección de cuentos de Carver que Gordon Lish había podado de
forma inmisericorde. Y en esa versión podemos comprobar que Carver lo narra
todo, sin concederle oportunidades a la omisión.
La prosa original de Carver tiene, pues,
poco que ver con el juicio que de ella hizo Tim O’Brien: “Utiliza el inglés
como una cuchilla: talla piezas de prosa austeras y exentas de adornos, y para
ello despoja a esta de todo salvo el meollo mismo de la emoción humana". Beginners y ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? muestran de forma
cabal cómo era la prosa original de Carver: sin vacíos, sin silencios, carente
de espacios sin nada para que el lector los llene con lo que guste, sin los finales
fulminantes y helados que parecen no ser una consecuencia lógica de la trama.
En la edición de Todos los cuentos de Carver, encontramos los dos Carver: el puro y
el impuro. La prosa original y la prosa martirizada por su editor. Pero en
ambos casos, prosa realista, con escenarios cotidianos, personajes grises,
retratos de los más oculto de la condición humana, escritos por el autor cuando
era esclavo del alcohol, o cuando, a partir del 2 de junio de 1977, la
experiencia amorosa con la poeta Tess Gallagher le regaló diez años de propina
e hizo posible la escritura de cuentos, poesía y compilaciones.
Textos sobre todo que, a pesar de los
escenarios cotidianos, de la sequedad de su prosa o de su prolijidad, de los
trasfondos desconcertantes, se han convertido en clásicos por la capacidad
de hacernos llegar una fuerza portentosa y gran credibilidad. Es por ello que
los cuentos de Carver nos siguen inquietando, a pesar de que, especialmente los
cuentos que se conservan en su versión original, tienden a veces a la obviedad
y a lo farragoso.
Se ha escrito que los cuentos de Carver
están transidos por “un misterio que le
atormenta” y que el escritor incorpora a sus personajes. Ese misterio fue, sin
duda la convicción de que las relaciones amorosas en pareja, la vida familiar
se convierten en el hábitat más propio del ser humano, del que, a la postre, depende su felicidad. De ahí que
muchas parejas que hallamos en estos cuentos intentan salvar sus matrimonios,
aunque la virulencia de sus heridas hace que finalmente acaben yéndose cada uno
por su lado. Otros relatos como “Desde donde llamo” (Catedral) o “Leña” (Si me
necesitas, llámame) están protagonizados por hombres perdedores, desvalidos
-“el proletariado de la psique”, como se les ha llamado- que intentan empezar
de nuevo tras haber sido presas del alcoholismo. Reescrituras posiblemente de
las propias experiencias vitales del autor: en 1977 en El Paso, Raymond Carver,
empujado por el amor de su segunda pareja, Tess Gallagher, intenta escribir de
nuevo, tras haber pasado diez años víctima del alcohol.
La solidez artística con la que Carver sabía
contar sus historias y que, en estas colecciones de cuentos, explota en mil
direcciones, nos permite sumergirnos en la estética de uno de los grandes escritores
de la segunda mitad del pasado siglo, cuyas historias nos siguen sobrecogiendo
precisamente porque son muy buenas.
Francisco
Martínez Bouzas
Raymond Carver |
Fragmentos
“Cuando
divisaron a las chicas, Jerry y Bill salieron del coche. Y se apoyaron sobre el
paragolpes delantero.
-Recuerda
-dijo Jerry, apartándose del coche-. La morena es mía. Tú te encargas de la
otra.
Las
chicas dejaron las bicicletas en el suelo y tomaron uno de los senderos.
Desaparecieron tras un recodo y volvieron a aparecer un poco más arriba. Ahora
estaban allí, quietas, y miraban hacia abajo.
-¿Para
qué nos seguís, chicos? -gritó la morena.
Jerry
tomó el sendero
Las
chicas se volvieron y se alejaron de nuevo a buen paso.
Bill
fumaba un cigarrillo, y se paraba de vez en cuando para dar una honda chupada.
Cuando llegaron a un recodo, miró hacia atrás y vio el coche.
-¡Muévete!
-dijo Jerry.
-Ya
voy -dijo Bill.
Y
siguieron subiendo. Pero Bill tuvo que recuperar el resuello. Ya no podía ver
el coche. Tampoco la carretera. A su izquierda pudo ver una franja del Naches
que se extendía hacia abajo como una tira de papel de aluminio.
Jerry
dijo:
-Vete
por la derecha y yo iré de frente. Les cortaremos el paso a esas calientapollas.
Bill
asintió con la cabeza. Jadeaba demasiado para poder hablar.
Siguió
subiendo durante un rato; el sendero empezó a descender y a encaminarse hacia
el valle. Bill miró y vio a las chicas. Se habían puesto en cuclillas tras un
saliente del terreno. Tal vez estaban sonriendo .
Bill
sacó un cigarrillo. Pero no pudo encenderlo. Entonces vio a Jerry. Y después de
aquello, ya no importaba.
Lo
que Bill había querido era follar con ellas. O verlas desnudas. Pero tampoco le
habría importado mucho que la cosa no saliera.
Nunca
llegó a saber lo que quería Jerry. Pero todo empezó y acabó con una piedra.
Jerry utilizó la misma piedra con las dos chicas: primero con la que se llamaba
Sharon y luego con la que se suponía que le iba a tocar a Bill.”
(Raymond Carver, “Dile a las mujeres que
nos vamos”, ¿De qué hablamos cuando hablamos
de amor, páginas 266-267)
…..
“El
marido de Sandy llevaba tres meses instalado en el sofá, desde que lo
despidieron. Aquel día, tres meses atrás, volvió a casa pálido y asustado, con
todas las cosas del trabajo en una caja.
-Feliz
día de San Valentín -dijo a Sandy.
En
la mesa de la cocina puso una caja de bombones en forma de corazón y una
botella de Jim Beam. Se quitó la gorra y la dejó también sobre la mesa.
-Hoy
me han despedido. Oye, ¿qué va a ser de nosotros ahora?
Sandy
y su marido se sentaron a la mesa, bebieron whisky y comieron bombones.
Hablaron de lo que podía hacer él en lugar de poner techos en casas nuevas.
Pero no se les ocurrió nada.
-Algo
saldrá -aseguró Sandy.
Quería
animarlo. Pero ella también estaba asustada. Finalmente, el dijo que lo
consultaría con la almohada.
Y lo hizo. Aquella noche se hizo la cama en el
sofá, y allí fue donde durmió todas las noches desde entonces.
Al
día siguiente de su despido había que ocuparse de las prestaciones de la Seguridad
Social. Fue al centro, a la oficina de empleo, a rellenar papeles y buscar otro
trabajo. Pero no había empleos como el suyo ni de ningún otro tipo. Empezó a sudar
mientras intentaba describir a Sandy la multitud de hombres y mujeres apiñados en
la oficina. Aquella noche volvió a echarse en el sofá. Empezó a pasarse allí todo
el tiempo, como si, pensaba ella, eso fuese lo que debía hacer ahora que ya no tenía
trabajo.”
(Raymond Carver “Conversación”, Catedral, página 367)