Mandíbula
Mónica
Ojeda
Editorial
Candaya, Avinyonet del Peneès (Barcelona), 2018, 285 páginas.
A raíz de la publicación de su segunda
novela, Nefando (Editorial Candaya,
2016), Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988) ha sido considerada por algún medio de
comunicación como una de las escritoras representativas del llamado “nuevo boom
de la literatura latinoamericana”. Y a su autora y a su novela se las ha
etiquetado “ad infinitum”. Confieso que yo mismo lo he hecho. “Libro
estomagante”, “un puñetazo, una mala digestión”, “Un descenso a los abismos más
oscuros del ser”, “novela…brutal en su planteamiento…profundamente
perturbadora”, “un navajazo que hace aflorar las profundidades más abyectas del
ser humano, la esencia de la aberración”, “Se aventura en lo revulsivo y logra
articularlo”… Pienso que estas etiquetas, muy elogiosas para el gusto de
determinadas tribus de lectores, son en el fondo un cerco, una demarcación para
una escritora en expansión creadora y en cuya trayectoria, apenas iniciada,
hubo, como en Gabriel García Márquez, un cuento. “Duboc, el director de
escritores”. Etiquetas, así mismo, anticipatorias posiblemente de lo que se
escribirá sobre Mandíbula, una
historia a la vez terrible y fascinante.
En este comentario-reseña, tras reproducir
la breve sinopsis argumental de la casa editora, optaré por hacer visibles
algunas de las razones para leer Mandíbula
“Una adolescente fanática del horror y de
las creepypastas despierta maniatada
en una cabaña en medio del bosque. Su secuestradora no es una desconocida, sino
su nueva profesora de Lengua y Literatura, una mujer joven a quien ella y sus
amigas han atormentado durante meses en un colegio de élite del Opus Dei. Pero
pronto los motivos de ese secuestro se revelarán mucho más oscuros que el bulling a una maestra: un perturbador
amor juvenil, una traición inesperada y algunos ritos secretos e iniciáticos
inspirados en esas historias virales y terroríficas gestadas en Internet.” Una
sinopsis argumental que, como debe ser, apenas dice nada de lo que es la
novela. Pero aún es mucho más escueta la definición de Mandíbula, que, como cruce de obras literarias y cinematográficas,
aporta la autora en una entrevista: “Sería una mezcla de creepypastas con Las chicas de
Emma Cline y El anticristo de Lars
von Trier”
Sin censurar ni alabar, dos operaciones que
según Borges (Pierre Menard, autor del Quijote) nada tienen que ver con la
crítica, intentaré aportar algunas razones para que los lectores que aún no lo
han hecho, se dejen atrapar por el gancho y el hechizo de esta novela.
Primera: No cabe duda de que las
dos novelas de Mónica Ojeda, Nefando y
Mandíbula, se pueden encuadrar en un
extraordinario y rico florecimiento de la literatura escrita últimamente por
mujeres, aunque no solo, en Latinoamérica. Mandíbula
entra pues en la nómina del nuevo boom de la literatura latinoamericana creada
por narradoras menores de cuarenta años. De hecho, Mónica Ojeda fue
seleccionada el pasado año en la lista de Bogotá 39 de Hay Festival. Una
narrativa, sin embargo, que nada tiene que ver con el boom de los años 60. Con
la aclimatización de lo insólito, con el inventario de prodigios (magos
realizadores de maravillas, levitaciones tras tomar una taza de chocolate…), ni
con seres míticos legendarios (niños que nacen con cola de cerdo…). En Mandíbula lo que hallará el lector es un total desplazamiento de la
retórica tropical, una aclimatización de lo espeluznante. Frente a la
imaginería, por ejemplo de Gabo por la que cruzan gallinazos, en la de las
protagonistas alumnas de Mandíbula atraviesan
alacranes. Una estética de la violencia en la que no se mutila a balazos, ni se
rompen puertas a culatazos. Es una violencia mucho más sutil y refinada: la de
un thriller psicológico para acentuar
el rechazo mental, y también físico, que tiene lugar entre alumnas y profesoras,
entre madres e hijas. La estética de lo “femenino-monstruoso”, palabras usadas
reiteradamente por la misma autora, en la que hay secuestros, bulling larvado, pasiones lésbicas,
experiencias peligrosas con el propio cuerpo o con el de la amiga que penetran
en los territorios de la abyección. Y sobre todo, horror y adicciones
intensamente tóxicas.
Segunda: Con sutil y a la vez
veraz realismo, la autora hace de Mandíbula
una novela de desenfreno adolescente, o de “perversión adolescente”, como se la ha definido, que explora las
relaciones de poder entre amigas que asisten a un colegio elitista y son
lideradas por dos de ellas. Son enfants
terribles que se reunen en una guarida antipadres, antiprofes, antinanas.
Allí, un lugar sin adultos ni reglas, exploran lo que pueden hacer, cuentan
historias de terror, leen creepypastas
para inspirarse a la hora de componer sus propias historias de terror. La
relatora de cada una de ellas acepta el rito elegido por sus compañeras. La
primera: levantar la falda y enseñar el culo. Hacen pijamadas cuando los padres están ausentes. Y como
nadie las vigila, se adentran en iniciaciones sangrantes y medio locas como
juegos de estrangulación. Concuerdo pues con el juicio de la primera
presentadora de Mandíbula (Anabel G.
León): novela de formación y deformación. Mas Mandíbula profundiza así mismo en otro tipo de violencia, la que se
produce entre madres e hijas.
Tercera. Llama la atención la
profundidad con la que, en la novela, se tematizan estados anímicos como la ubris, la desmesura, proyectada en forma
de bulling, de canibalismo que unas
alumnas púberes hacen de la autoridad de su profesora. La intensa e inestable
afectividad de las chicas de 5º B convierte sus relaciones en efectivas
historias de terror. Nínfulas turbadoras en cuya crueldad Mónica Ojeda
profundiza acertadamente: no son grotescas ni físicamente violentas como los
chicos, mas, a pesar de su apariencia delicada, ejercen con la profesora de
Literatura una agresividad distinta pero igual de cruel. Su responsabilidad y
obediencia son solo máscaras para atraer a sus presas. “Eran más inteligentes
-como solían serlo quienes tenían que diseñar tácticas para sobrevivir en condiciones
hostiles- y sabían disfrazar su hambre de violencia con ingenuidad fingida” (página
162). Estudian a la profesora “como un juguete en una caja” y, acto seguido, la
única autoridad de la docente es la que aquellas chicas le cedían.
Sibilinas insolentes en grado sumo que
pretenden logar que la profesora transpire anzuelos y llore leche.
Cuarta: Con igual ojo clínico,
se relata en la novela la ansiedad de la
profesora. La ansiedad humana tiende a hacer aparecer como ajeno y peligroso el
mundo circundante. El temor al castigo y la interiorización de la culpabilidad
-real o imaginaria- produce en la profesora Miss Clara angustiosas congojas e incertidumbres. Ella
que llega traumatizada al colegio por una experiencia previa, sabe que sus
alumnas, chicas de la clase alta, son intocables ya que los que tienen el
verdadero poder fuera del colegio son los padres. Por eso siente pavor desde el
inicio de las clases y su ansiedad es somatizada por su cuerpo y, de ese modo,
siempre termina mostrando a sus alumnas sus debilidades, incapaz de poner en
práctica el consejo de su madre: “Tienes que protegerte de tus alumnas,
Becerra” (página 235). Lo hace en el inicio, en el intermedio y en la
conclusión de la novela, con el secuestro de una de las cabecillas.
Quinta: En contadas ocasiones se
ha descrito con tanta verosimilitud la
dinámica de una clase escolar. En el grupo que canibaliza a la profesora, todas
eran inquietas, habladoras, sacaban la lengua, pegaban mocos debajo de los
pupitres, olían a sudor y a menstruación. Hay un grupúsculo dominante (las
amigas), pero sus compañeras de aula pugnaban igualmente por el poder
territorial, “hasta cuando bajaban sus hocicos al suelo” ( página 192).
Sexta: El sexo es una parte
fundamental de esta novela, porque también es uno de los temas primordiales de
la existencia humana, piensa la autora. El sexo entre alumnas en el colegio y
en sus domicilios, hasta el punto de que una de las docentes se pregunta si
eran ratonas hambrientas de deseos. Las dos grandes amigas, que con frecuencia
duermen juntas, no son realmente lesbianas, pero hacen algo sexual
(masturbaciones) que les da vergüenza. Sobresale la crudeza y al mismo tiempo
la pulcritud con las que Mónica Ojeda relata los episodios escabrosos por su
erotismo: sin eufemismos se dice que las chicas flirteaban entre ellas, cómo la
somatización del placer incita a la amiga que duerme a su lado, a iniciarse en
la masturbación; alguna llega a lamer la menstruación de una de las
líderes. Pero todo lo que se narra está
perfectamente cocinado, con frases sucias ciertamente -Mónica Ojeda se empodera del lenguaje vetado
sobre los cuerpos-, mas sin caer en la vulgaridad y en la comicidad
involuntaria; reitero, no obstante, que algunas prácticas sexuales forman parte
de la perversión adolescente de las protagonistas: una de ellas, Fernanda,
llegará a masturbarse con el cepillo de dientes de su madre para vengarse de
ella.
Séptima: Con una oportuna cita
de Lovecraft (“el horror está en la atmósfera”), la autora nos introduce en los
fantasmas que impregnan las actividades de las adolescentes, y que son uno de
los núcleos temáticos fundamentales de la novela. Los relatos sobre la edad
blanca, sobre el horror blanco que se aproximan al horror cósmico de Lovecraft.
En el fondo, las protagonistas adolescentes forman una especie de secta. En sus
reuniones, no solo cuentan horror stories;
en ellas aparecen teofanías espantosas, con apariciones del Dios Blanco, y
entonces comienzan a hacer o a soñar cosas horribles y morbosas. No se trata de
la posesión demoníaca, sino del despertar de la infancia que conecta la
pubertad a una naturaleza que no es benigna ni maligna. Simplemente es, y su
color es blanco como Moby Dick, el Ártico o la Vía Láctea.
Octava: Creo que pocos y pocas
escritores y escritoras pueden presumir de una plasticidad tan prodigiosa en
las descripciones y en la profundización en el psiquismo de las principales
protagonistas. Con breves pinceladas sobre lo que piensan o hacen, hace visible
de forma creíble, por mucho que nos perturbe, la personalidad de Miss Clara,
Annelise y Fernanda. Miss Clara, decente correctora de textos y profesora
indecente, como le dice su madre, atormentada por trastornos de ansiedad y
pánico. Annelise y Fernanda, paradigmas de la crueldad inteligente, usuarias de
vídeos de psicópatas. Una de ellas “en ocasiones descubre una sonrisa oculta,
equinada, retenida en las comisuras de Annelise mientras aparentaba
escucharla”. Difícilmente se puede
revelar tanto en tan pocas palabras.
Novena: La novela tiene la
virtud de relatar la trama haciendo progresar la acción de forma bien
dosificada. Gran habilidad de la escritora para mantener el ritmo e ir
acrecentándolo a medida que avanzan las páginas, hasta llegar al clímax que, en
mi lectura, situaría en el capítulo XX y siguientes, sin que desfallezca hasta
el desenlace. Y junto a ello, una buena selección de algunas características de
la posnarrativa: debilitamiento de las barreras entre los géneros, ya que en Mandíbula hay relato, comunicaciones
verbales, un ensayo en forma epistolar, diálogos con la literatura, con citas
expresas de Lacan, Lovecraft, y referencias a Edgar Allan
Poe, Robert William Chambers, Arthur Machen, Mary Wollstonecraft Shelley o Stphen King.
Y
como considero que Mónica Ojeda también comulga con la idea de que la novela es
el reino de la libertad, me parece coherente que no renuncie a las formas
experimentales de narrar. Novela proteica y abierta que, aunque se sutura en
muchas secuencias con la literatura de género, con el thriller psicológico, rechaza la linealidad narrativa, introduce
saltos en el tiempo, y exige por consiguiente un lector activo. Un estilo de
prosa muy elaborado, un español exuberante y vigoroso, que incorpora algunas
expresiones lingüísticas de Latinoamérica, y múltiples hallazgos expresivos,
abundante metaforización y originales comparaciones (“pubis de gato de calle”,
“temblaba de frío, de hambre y de vulva”…) que, aunque alejadas de la retóricas
tropicales, engalanan el tejido narrativo.
Décima: Finalmente, un título muy pertinente
con lo que es la novela. “Mandíbula” aparece, en una de las primeras veces,
cuando las adolescentes protagonistas hablan de que los cocodrilos guardan a
sus bebes dentro de sus mandíbulas. Pero con la mandíbula que es bella -lo
bello anticipa el horror, se nos dice en la novela- es con lo que se muerde,
como muerde el cocodrilo. Las dos amigas también se muerden, incluso bajo las
axilas, en los pezones, en el clítoris. Y en el desenlace también hay una
mandíbula: la mandíbula volcánica de la profesora que augura quizás la mordida
definitiva, la irreversible entrada en el miedo, el miedo blanco, en el terror
y en el pánico.
Y si
algo hay en esta novela de violencia acumulada y no reprimida, de terror a la
medida de nuestro siglo, pero sin masoquismos, es una trama que se halla
extraordinariamente bien tejida y relatada con prosas primorosas. Palabras,
estas últimas, que no son un cumplido, sino una obvia constatación.
|
Mónica Ojeda (Fotografía de Carlos Bello) |
Fragmentos
“-Hola, mi nombre es Anne y mi Dios es una luciérnaga
escarchada -cantó Annelise menándose con una mano en la cintura-. Dice que es
mi amante y usa tacones altos de aguja. Se pinta los labios para besarme en la
garganta y bailarme una lambada roja cuando estoy triste. Su traje brilla en
las madrugadas: sus uñas arrastran los cadáveres de los insectos estrellados
que sacó de mi cabeza. Si necesitan saberlo, lo conocí una noche sobre el
escenario chico de mi habitación. Cruzó sus piernas y me lamió la axila con sus
pestañas. Su vestido soltaba leche y diamantes negros mientras arañaba los
insectos más profundos de mi cráneo. Me llamó «hija» y yo lo llamé «madre» por
su sonrisa vaginal abierta de ojos. Me dijo: «Sólo las caderas anchas pueden
parir las dimensiones del universo». Sus pestañas levantaron toda la tierra
mojada de mi corazón. «Aprende» dijo. «El padre de la creación es una madre que
usa peluca y huele a Dios».”
…..
“Ninguno de sus padres sabían que desde hacía años usaban
la excusa de la pijamada para beber el vino de la madre de Ximena, tocar la
colección de revólveres del padre de Annelise, fumar los cigarrillos de la
Charo y ver hentai en XVVideos y PornTube. «¿Por qué le echa semen en la
cara?». «¡Qué asco!». «Mi vagina no es así». «¡Cuántas venas!». «¡Eso es un
pezón?». A veces también usaban la escusa de la pijamada para escaparse a
fiestas de universitarios que tenían permiso de conducir y rasgos similares a
actores de Hollywood, pero nunca les contaban nada del edificio ni de lo que
hacían allí.”
…..
“Fernanda escuchaba y veía a Annelise absorber las
palabras bíblicas que utilizaba para perfeccionar su historia: «El Dios Blanco
no tiene rostro ni forma, pero su símbolo es una mandíbula que mastica todos
los miedos», decía en la habitación blanca del edificio. «Quien lo ve y no está
listo para verlo, morirá, pues su aparición es como la muerte: le quita el
color a todas las cosas».
A Fernanda le había gustado protagonizar uno de aquellos
relatos de revelaciones macabras: ser desbordada con la teofanía del Dios
Blanco de Annelise, que el cabello se le blanqueara por el horror de la
aparición y que eso le diera la fuerza que necesitaba para sacarse las esposas
y matar a Miss Clara. Después de todo, si la mataba, nadie la castigaría.”
…..
“Desde siempre he
escuchado cosas terribles respecto a la masturbación. De alguna forma había
llegado a pensar que hacerlo me convertiría en un animal o en una criatura
despreciable. Tenía la intuición de que, si lo hacía, los cambios en mi cuerpo
se cerrarían como en un circulo macabro de forma irreversible. No hice nada esa
noche, pero el deseo de tocarme nació allí, junto a Fernanda apretando sus
músculos bajo su sábana de ponis rojos. La sensación que tuve durante los días
siguientes fue extraña porque, me miraba al espejo, desnuda, primero sentía un
rechazo parecido al odio hacia cada una de las esquinas de mi cara, hacia el
tamaño de mis pezones, hacia mi estatura, mi piel, mis pecas y, luego, un horror
asfixiante hacia ese cuerpo que, a veces, parecía el de otra criatura que quería
sacarme de mí misma.”
(Mónica Ojeda,
Mandíbula, páginas 15, 105-106, 155, 225)