Rafael Chirbes
Editorial Anagrama, Colección “Nuevos Cuadernos
Anagrama”, Barcelona, 2017, 48 páginas.
Tras su publicación en el año
2003, en una edición reducida y poco menos que testimonial, en el número 24 de
Cuadernos de Mangana, Anagrama reedita ahora esta pequeña joya narrativa de
Rafael Chirbes (1949-2015), en la colección recientemente renacida “Nuevos
Cuadernos Anagrama”. Un texto autobiográfico, El año que nevó en Valencia, que estuvo a punto de ser repescado
hace tiempo pero que el fallecimiento de Chirbes en el año 2015 dejó en
suspenso. Un libro hiperbreve que nos
permite adentrarnos en otra faceta del escritor, del que se ha dicho que fue
testigo de su tiempo, el Galdós del siglo XX.
La trama argumental no es otra cosa que un
maravilloso ejercicio memorístico y a la vez nostálgico de las vivencias
infantiles circunvaladas por una Guerra
que todavía no había concluido del todo. Esos recuerdos se agolpan en un día en
que, siendo un niño, asistía con otros familiares al cumpleaños del hermano del
padre difunto. Una fecha invernal de 1956 en la que nevó en Valencia durante
varios días hasta el punto de parecer una ciudad nórdica. Una celebración
especial -solamente se celebraban los cumpleaños de los niños, no los de los
mayores- en la que parecía que iba a ocurrir algo: el último día de un encuentro familia. La definitiva despedida
de la familia, porque a los pocos meses tendrá que llamar tío al nuevo marido
de su madre, abandona la ciudad levantina y comprende que ya no era de ningún
sitio y que ya no formaba parte de la familia.
Una historia vivida y sufrida con ojos y
mentalidad de niño, pero que dejó un imborrable recuerdo en su memoria.
Recuerda, sin inventarse nada, cómo la nieve cubría las calles de Valencia. Una
nieve que no se derretía. Revive los olores: el olor a albañal de las noches
calurosas, las heridas de la Guerra: las casas en ruinas, las tapias amarillas
llenas de carteles, los edificios en los que aparecía la palabra REFUGIO. Es la
ciudad destartalada, como destartalada le parece París a la que llega varios
años más tarde en un viaje en autostop. El duro aprendizaje de París que no le
parece la ciudad de la luz, sino oscura, húmeda y gris.
El
niño vive, y no en diferido, las consecuencias de la Guerra que él identifica
con el sufrimiento, la irregularidad y que comprueba cuando la familia escondía
víveres, traídos del pueblo, para que no se los requisasen los empleados de
consumos. Recuperación de las mil
experiencias infantiles, incluida la diglosia -la gente del pueblo habla
valenciano y la de la ciudad castellano-, y especialmente, un recorrido
nostálgico por los miembros de la familia. La tía abuela Margarita que le riñe
al tío Juan por haberse acercado con su mujer a la Malvarrosa “para contemplar
la playa nevada y ver las olas moviéndose por encima de la nieve.”; el padre
ausente para siempre, la madre viuda pero que en esta celebración viste de
alivio; el tío Antonio que en el pueblo lo llevaba a pescar. En fin, las
personas mayores que, en la óptica infantil, no entendía nada, eran hirientes.
También de este breve texto se puede decir
aquello que Rafael Chirbes tenía como lema: “Yo hago literatura de lo que veo.”.
En este caso de lo que vieron, escucharon, olieron y palparon los sentidos
infantiles, reproducido todo con fidelidad detallista, aunque quizás es más
relevante lo que el autor solamente deja entrever. Un relato concentrado, pero
no carente de intensidad; escrito con la misma calidad de página que la de
algunas de sus novelas que marcaron cumbres y fronteras. Prosa sencilla,
natural e intimista, ciertamente galdosiana porque crea una historia, en este
caso el fluir de una infancia, imaginándola alrededor de unos personajes y de
los acontecimientos de un momento histórico: una Guerra y una Posguerra
igualmente hiriente que dejaron huellas amargas en la conciencia infantil.
Rafael Chirbes |
Fragmentos
“Yo
creo que fue en el invierno del cincuenta y seis cuando estuvo nevando durante
varios días y Valencia parecía una ciudad nórdica. Recuerdo la nieve en las
barandillas de los viejos balcones, cayendo con un ruido sordo desde lo alto de
los tejados, cubriendo las aceras. No me lo invento ahora. Fue tal como lo
cuento.
Aunque
parezca mentira, en las calles de Valencia había montones de nieve, y los
barrenderos y los propietarios de las tiendas del centro no daban abasto a
quitarla con las palas. Porque es que, además, no se derretía, ya que hacía un
frío tremendo. Me gustaría encontrar algún periódico de entonces para saber qué temperaturas se
alcanzaron por aquellos días. Ver de nuevo las fotografías de las calles y las
gentes de la ciudad en algún viejo periódico sería sin duda un buen ejercicio
de memoria.”
…..
“A
mí me parecía que aquella guerra de la que hablaban aún no había concluido del
todo, especialmente cuando preparábamos las cestas en el pueblo y las
llenábamos de verduras, y hasta escondíamos algún conejo y algún pollo que
había que procurar que no descubrieran unos señores que asomaban la cabeza
desde el interior de una caseta de madera a la puerta de la estación. Eran los
empleados de consumos. Para mí, aquel sigilo con que pasábamos las provisiones,
las conversaciones en las que se hablaba de la necesidad y aquellos hombres a
los que temíamos -«coge tú la
cesta y pasa delante», me decía mi
madre al bajar del tren- eran la prueba de que la guerra continuaba.”
…..
“Estoy
convencido de que, para entonces, yo había ya empezado a saber que no éramos de
ningún sitio, y que, ahora, como le pasaba a la tía Luisa, ni siquiera
formábamos parte de la familia. El perro. Por cierto que, mientras mi madre
estaba fuera, y el Canario se había ido al bar, pidiéndome que guardara los
bultos, bajó del tren que llegaba de Xátiva (uno de esos trenes cuyos vagones
llevaban arriba jardineras) cierto hombre que me pareció el tío Juan, por su
elegancia. Vestía un traje blanco y un panamá y caminaba con paso medido.
Emocionado, corrí hacia él, y salté para abrazarlo. Solo en el último momento
me di cuenta de que se trataba de un desconocido. Él se quedó mirando con
extrañeza a aquel niño que se le venía encima, y yo me quedé mudo, inmóvil, sin
atreverme a levantar la vista. Tenía miedo de que aquel Canario hubiera contemplado
la escena, hubiese advertido mi emoción y se diera cuenta de que yo quería seguir
perteneciendo a todo aquello.”
(Rafael Chirbes. El
año que nevó en Valencia, páginas 7-8, 14-15, 47-48)