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viernes, 21 de septiembre de 2018

LA ATEOLOGÍA DE BERTRAND RUSSELL


Por qué no soy cristiano
Bertrand Russell
Traducción de Josefina Martínez
Edhasa, Barcelona, 384 páginas.

 

     

   En esta obra Bertrand Russel (1872-1970) reúne catorce ensayos escritos entre 1899 y 1954. Son el fruto del ingenio de un pensador de primera línea, un icono del pensamiento racional para muchas generaciones. Seguramente el filósofo más influyente del siglo XX, al menos en los países de habla inglesa. También uno de los grandes agnósticos o ateólogos de la modernidad. Pienso que son más apropiados estos apelativos que el de hereje en moral y en religión, empleado por Paul Edwards, el compilador de los escritos de Russell sobre temas religiosos. El mismo pensador, aunque pensaba que la religión poco más era que una superstición, en 1949 manifestaba en un discurso las dificultades sobre el hecho de llamarse a sí mismo ateo o agnóstico. Ante una audiencia filosófica, comenta, tendría la obligación de describirme como agnóstico, pero ante la gente común de la calle, debería decir que soy ateo, “porque cuando no puedo probar que no existe Dios, debería igualmente agregar que no puedo probar que no existen los dioses homéricos” (Collected Papers, vol. 11, página 91).
   En el libro en el que se distribuyó el discurso de Bertrand Russell, para algunos analistas un ejemplo del “estragador poder de la fría lógica”, expone y desarrolla los motivos de su agnosticismo, discute la validez de los distintos argumentos a favor de la existencia de Dios. El de la causa primera, un argumento muy antiguo, con precedentes en Aristóteles y Avicena, mas formulado como tal por Tomás de Aquino, es para Russell una falacia. Al de la ley natural, favorito de Newton, lo rechaza porque para la ciencia actual no existen leyes naturales, sino simples medidas estadísticas que surgen al azar. Por otro lado, la idea de que las leyes naturales implican un legislador se debe a la confusión entre leyes naturales y leyes humanas. El argumento del plan (“todo en el mundo está hecho para que podamos vivir en él, y si el mundo variase un poco no podríamos vivir”) se descalifica solamente con acudir a la parodia de la que hablaba Voltaire: la nariz se diseñó para sostener las lentes!
   De forma semejante rechaza Russell los argumentos morales, en especial en el que se presenta en la formulación kantiana, y el argumento del remedio de las injusticias. Con todo, en su  discurso, Russell pasa por alto el argumento ontológico que, en sus años de estudiante, le parecía coherente.
   Debido a que en alguno de los ensayos efectúa Russell una discriminación de los elementos esenciales y diferenciadores del cristianismo y uno de ellos es la creencia en Cristo como ser divino, o al menos como el mejor y el más sabio de los seres humanos, el pensador efectúa así mismo una lectura, basada en la hermenéutica de la razón, de los evangelios, y concluye que ciertas máximas o preceptos de Cristo ni son novedosos ni parecen proceder de una persona muy sabia y bondadosa. Además, algunos de ellos, como el anuncio de sus segunda venida, no llegaron a cumplirse. Cristo además no puede ser el mejor y el más sabio de los hombres puesto que creía en el infierno. Una persona profundamente humana no puede creer en un castigo eterno. Así mismo, la figura de Cristo que describen los evangelios, es la de un ser reiteradamente vengativo y cruel. Su doctrina sobre el castigo por haber pecado es cruel y además originó y sostuvo la crueldad en el mundo a lo largo de los siglos.
   La conclusión que extrae Russell, es que la gente acepta la religión, no en base a argumentos, sino por razones emocionales. “La gente no cree en Dios debido a argumentos intelectuales, sino porque se les enseñó a hacerlo desde su más tierna infancia”
   Anoto una conclusión de Russell que no se ajusta del todo a la verdad. El pensador acusa a la Iglesia católica de haber declarado como dogma que la existencia de Dios pude probarse mediante la razón, sin ninguna ayuda. Es verdad que el Concilio Vaticano I anatematizó justamente contra los librepensadores, a todos aquellos que defendiesen que Dios no puede ser conocido con certeza, con la luz de la razón, mediante las cosas que fueron hechas. Sin embargo, el mismo Concilio afirmó que la revelación divina resulta moralmente necesaria en el estado actual de la naturaleza caída del hombre. Así pues, el tema de la existencia de Dios es algo que pertenece al campo de la fe y no al de la razón. A pesar de ello, los textos de Betrand Russell muestran la clarividencia de un intelectual eximio, su fina ironía, la inteligencia de un hombre cuyo lenguaje es fácilmente comprensible, pero que no se amedrenta en afirmar, por ejemplo, que cuanto más intensa fue la religión en cualquier periodo de la historia y más profunda la creencia dogmática, mayor ha sido la crueldad y peores las atrocidades.



Bertrand Russell


Fragmentos

“Luego hay otra forma muy curiosa de argumento moral que es la siguiente: se dice que la existencia de Dios es necesaria para traer la justicia al mundo. En la parte del universo que conocemos hay gran injusticia, y con frecuencia sufre el bueno, prospera el malo, y apenas se sabe qué es lo más enojoso de todo esto; pero si se va a tener justicia en el universo en general, hay que suponer una vida futura para compensar la vida de la tierra. Por lo tanto, dicen que tiene que haber un Dios, y que tiene que haber un cielo y un infierno con el fin de que a la larga haya justicia. Ese es un argumento muy curioso. Si se mira el asunto desde un punto de vista científico, se diría: «Después de todo, yo sólo conozco este mundo. No conozco el resto del universo, pero, basándome en probabilidades, puedo decir que este mundo es un buen ejemplo, y que si hay injusticia aquí, lo probable es que también haya injusticia en otra parte». Supongamos que se tiene un cajón de naranjas, y al abrirlas la capa superior resulta mala; uno no dice: «Las de abajo estarán buenas en compensación». Se diría: «Probablemente todas son malas»; y eso es realmente lo que una persona científica diría del universo. Diría así: «En este mundo hay gran cantidad de injusticia y esto es una razón para suponer que la justicia no rige el mundo; y en este caso proporciona argumentos morales contra la deidad, no en su favor». Claro que yo sé que la clase de argumentos intelectuales de que he hablado no son realmente los que mueven a la gente. Lo que realmente hace que la gente crea en Dios no son los argumentos intelectuales. La mayoría de la gente cree en Dios porque les han enseñado a creer desde su infancia, y esa es la razón principal. Luego, creo que la razón más poderosa e inmediata después de ésta es el deseo de seguridad, la sensación de que hay un hermano mayor que cuidará de uno. Esto desempeña un papel muy profundo en provocar el deseo de la gente de creer en Dios.”

…..

“Concediendo la excelencia de estas máximas, llego a ciertos puntos en los cuales no creo que uno pueda ver la superlativa virtud ni la superlativa bondad de Cristo, como son pintadas en los Evangelios; y aquí puedo decir que no se trata de la cuestión histórica. Históricamente, es muy dudoso el que Cristo existiera, y, si existió, no sabemos nada acerca de Él, por lo cual no me ocupo de la cuestión histórica que es muy difícil. Me ocupo de Cristo tal como aparece en los Evangelios, aceptando la narración como es, y allí hay cosas que no parecen muy sabias. Una de ellas es que Él pensaba que Su segunda venida se produciría, en medio de nubes de gloria, antes que la muerte de la gente que vivía en aquella época. Hay muchos textos que prueban eso. Dice, por ejemplo: «No acabaréis de pasar por las ciudades de Israel antes que venga el Hijo del hombre». Luego dice: «En verdad os digo que hay aquí algunos que no han de morir antes que vean al Hijo del hombre aparecer en el esplendor de su reino»; y hay muchos lugares donde está muy claro que Él creía que su segundo advenimiento ocurriría durante la vida de muchos que vivían entonces. Tal fue la creencia de sus primeros discípulos, y fue la base de una gran parte de su enseñanza moral. Cuando dijo: «No andéis, pues, acongojados por el día de mañana» y cosas semejantes, lo hizo en gran parte porque creía que su segunda venida iba a ser muy pronto, y que los asuntos mundanos ordinarios carecían de importancia. En realidad, yo he conocido a algunos cristianos que creían que la segunda venida era inminente. Yo conocí a un sacerdote que aterró a su congregación diciendo que la segunda venida era inminente, pero todos quedaron muy consolados al ver que estaba plantando árboles en su jardín. Los primeros cristianos lo creían realmente, y se abstuvieron de cosas como la plantación de árboles en sus jardines, porque aceptaron de Cristo la creencia de que la segunda venida era inminente. En tal respecto, evidentemente, no era tan sabio como han sido otros, y desde luego, no fue superlativamente sabio.”

…..

“Luego, se llega a las cuestiones morales. Para mí, hay un defecto muy serio en el carácter moral de Cristo, y es que creía en el infierno. Yo no creo que ninguna persona profundamente humana pueda creer en un castigo eterno. Cristo, tal como lo pintan los Evangelios, sí creía en el castigo eterno, y uno halla repetidamente una furia vengativa contra los que no escuchaban sus sermones, actitud común en los predicadores y que dista mucho de la excelencia superlativa. No se halla, por ejemplo, esa actitud en Sócrates. Es amable con la gente que no le escucha; y eso es, a mi entender, más digno de un sabio que la indignación. Probablemente todos recuerdan las cosas que dijo Sócrates al morir y lo que decía generalmente a la gente que no estaba de acuerdo con él.
Se hallará en el Evangelio que Cristo dijo: «¡Serpientes, raza de víboras! ¿Cómo será posible que evitéis el ser condenados al fuego del infierno?» Se lo decía a la gente que no escuchaba sus sermones. A mi entender este no es realmente el mejor tono, y hay muchas cosas como éstas acerca del infierno. Hay, claro está, el conocido texto acerca del pecado contra el Espíritu Santo: «Pero quien hablase contra el Espíritu Santo, despreciando su gracia, no se le perdonará ni en esta vida ni en la otra». Ese texto ha causado una indecible cantidad de miseria en el mundo, pues las más diversas personas han imaginado que han cometido pecados contra el Espíritu Santo y pensado que no serían perdonadas en este mundo ni en el otro. No creo que ninguna persona un poco misericordiosa ponga en el mundo miedos y terrores de esta clase.”

(Bertrand Russell, Por qué no soy cristiano)

miércoles, 19 de septiembre de 2018

EL ENIGMA DE LA IDENTIDAD


Finisterre
María Rosa Lojo
Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 192 páginas
(Libros de siempre)

    

   

   María Rosa Lojo (Buenos Aires, 1954), debido quizás, como en tantos otros casos, a sus orígenes familiares -hija de padre gallego exiliado tras la Guerra-, forma parte de esa relación de escritoras y escritores latinoamericanos encuadrables en el club de los escritores míticos. Sus ficciones  están entretejidas con historias  que provienen de un pasado mítico, pero a la vez real e incrustado en la historia. Tramas cuyo contenido aconteció en los dos últimos siglos y que, a pesar de la disipación del paso de los años, nos legaron un rico caudal de contenidos imaginarios. Narradores míticos que conjuran a los antepasados, y que hallan en el mestizaje  el manantial preferido para sus fabulaciones. Porque América, tal como piensa una de las protagonistas de Finisterre, se hizo mezclando sangres y cuerpos, entrelazando lenguas.
   Esta fusión entre dos culturas que se pone de manifiesto desde las primeras secuencias, será  la base temática de la novela de María Rosa Lojo. La autora, muy familiarizada con el convulso siglo XIX argentino, nos ofrece una novela que recrea ficcionalmente buena parte de esos acontecimientos como paño de fondo de una búsqueda de respuestas sobre el enigma de la identidad y de los orígenes de dos mujeres afincadas una en el Londres burgués y que ignora sus orígenes, y la otra en Fisterra, a la vez irlandesa y gallega, y con una vida rota entre los verdes montes gallegos y la desértica planicie de la pampa argentina, donde vivió prisionera de los indios ranqueles que la capturaron en un “malón”, y cuya cultura y formas de vida acabó asumiendo.
   Finisterre  sirve sobre todo de puente, a la vez histórico y mítico para entender lo que aconteció en la pampa argentina durante el siglo XIX. Una pluralidad de mundos y de culturas, encartados unos dentro de los otros y que nos son revelados a través de una acción que transcurre en Londres en el año 1874. Allí vive Elizabeth Armstrong, junto con su padre, un hombre adinerado que había residido muchos años en Argentina y que se muestra remiso a hablarle a su hija de aquella experiencia. Hasta que un día Elizabeth comienza a recibir desde Fisterra cartas de Rosalind, irlandesa oriunda de Galicia, que había vivido igualmente en Argentina junto con sus progenitores. Las cartas dejan de ser tales y se convierten en un relato fragmentado aunque continuo que, poco a poco, va revelando el enigma del origen de Elizabeth a través de la historia de otra persona, de la propia Rosalind.
   El epistolario empieza narrando la travesía desde Buenos Aires a Córdoba en una “galera” que es atacada por  un grupo de indios ranqueles que convierten a los viajeros en sus esclavos. La novela se transforma entonces en un relato de cautivos, relato fundador dentro de la literatura argentina, que ya aparecía a comienzos del siglo XVII formando parte de los mitos del origen que acostumbran invertir los acontecimientos, puesto que las primeras cautivas fueron mujeres aborígenes y no españolas. Sin embargo, no es ese el caso del relato de María Rosa Lojo. El manuscrito de la esclavizada Rosalind desvelará el enigma del origen de la mujer inglesa, y al mismo tiempo el de la propia identidad de la remitente, puesto que las cartas que Rosalind le escribe a Elizabeth, en realidad también las redacta para sí misma.
   María Rosa Lojo se muestra en esta novela como una brillante contadora de historias, con un buen dominio del acto narrativo, levantando una correcta estructura en la que se tejen  con habilidad  dos discursos: el epistolario de la dama del Fin del Mundo y el relato, en tercera persona y muy próximo a la novela victoriana, de la protagonista inglesa. Domina además la autora el arte de hacer convivir personajes de ficción con otros tomados de la realidad histórica, sin que esta inserción de la ficción en la realidad anule la historia, si bien queda sometida a las leyes de la ficción. Abundan en el relato descripciones vivas y vigorosas de las tolderías pampeñas y de los poblados indígenas, rebosantes de brutalidad y de miseria, pero también de amor y de ternura. Escenas que se alternan con retratos de los ambientes de la alta burguesía londinense. Pero sobre todo, la novela es una verdadera encrucijada cultural, tal como era la pampa en el siglo XIX: españoles, ingleses, gallegos (“indios  de España”), irlandeses (“indios de Gran Bretaña”). Ellos eran los que andaban por la pampa en el siglo XIX. Todos ellos recuperan la memoria en esta novela.


                                                   
María Rosa Lojo


Fragmentos

“Hay quienes realizan sus destinos en un circuito modesto de distancias: una aldea, una ciudad, un puñado de acres en la tierra solariega: ése es el límite que se les ha marcado para dibujar, en apariencia sin mayores trabajos, la trayectoria plena de una vida. Otros, en cambio, nos demoramos en el diseño de una imagen complicada y tardía.
Yo tuve que cruzar el océano, adquirir otra lengua, cambiar de trajes como si fueran los disfraces de un teatro o las caras desconocidas que aparecen en las transformaciones del sueño, para completar el camino. Pero creo que todos nosotros, Elizabeth, tanto el que no ha salido jamás de su casa y de su pueblo, como los que nos hemos perdido primero en los laberintos del espacio, todos, tarde o temprano, alguna vez llegamos a Finisterre. Al Finis Terrae: al límite del mundo familiar, de la realidad que creemos conocer, por dentro o por fuera de nosotros mismos. Como Decio Junio, el capitán romano que hace tantos siglos arribó al cabo más extremo de Occidente en la Costa da Morte, sobre el mar de Galicia, quedamos deslumbrados y casi cegados por la luz de un sol que cae a pico sobre las aguas desmesuradas, sobre las rocas mudas del fin de la tierra. Y acaso como él también, doblemos las rodillas y bajemos los ojos, sin atrevernos a seguir más allá, a dar el gran salto sobre el abismo de la Mar Océana.
Así comenzaba la última de las cartas que Elizabeth Armstrong estuvo recibiendo regularmente durante meses, cuando aún no había cumplido los veinte años. Con ellas inició su propio camino de Finisterre hasta alcanzar los bordes del mundo seguro y acotado que conocía. Se asomó al lado ciego de su vida, a la memoria negada de los que la precedieron.”

…..

“Después de aquella noche muchas noches pasaron, pero yo no supe de ellas. Mi primer recuerdo de la vuelta a la vida es un olor. Tenía los ojos cerrados y me negaba a abrirlos. Sin embargo el olor del cuero crudo, fuerte como una luz, me quemaba por dentro de los párpados, despertaba las entrañas que había creído muertas, llamaba y unía en un solo conjuro las partes rotas de mi cuerpo, como deben unirse los huesos de los muertos en el día de su resurrección. El cuero y un aroma espeso de hierbas se trababan entre sí como una red, y esa red me levantaba desde el fondo de una profundidad en la que estuve sumergida durante días sin huellas.
Abrí los ojos. El mundo era un techo de cuero, una bolsa, una cavidad, una extraña cuna de maderas cruzadas donde yo latía, mecida entre mantas, a salvo de la intemperie. En ese mundo, en el arca que me había rescatado de la catástrofe, había también un repertorio de seres y de cosas: ramilletes o haces de plumas, grises o azuladas, ropas de lana, y sobre todo sacos pequeños de donde salía el olor vegetal que impregnaba los cueros. Colgaban de las vigas del techo y de las estacas de esa especie de cama, se adosaban a las paredes, siguiendo, seguramente, un orden que yo no era capaz de comprender.
Cuando intenté moverme me persiguió el recuerdo lejano de un dolor. Me palpé el vientre y bajo la camisa de lana que reemplazaba mis ropas antiguas, de la otra vida (¿la vida verdadera?), encontré una cicatriz. Los bordes de carne, gruesos como labios, me hablaban de un tiempo irremediablemente sajado y dividido. En el toldo que me rodeaba también había fisuras, hendijas por donde se filtraba el día, por donde corría el viento del llano con un rumor oscuro. Tenía que levantarme, pensé. Salir como fuese, en busca de los que me habían acompañado hasta el lugar más extranjero. Llegué, vacilante, hasta la abertura central de aquella casa hecha de pieles, casi viva, pero la claridad exterior (o mi propia debilidad) me cegó y me derribó. Jadeaba como si hubiera corrido, boca abajo, la cara contra el piso de tierra, hasta que dos manos me levantaron, me acostaron de nuevo entre las mantas, y una voz comenzó a hablar.”

(María Rosa Lojo, Finisterre)

miércoles, 12 de septiembre de 2018

LÚDICO Y BRILLANTE EJERCICIO DE IMAGINACIÓN


El pelo de Van’t Hoff
Unai Elorriaga
Editorial Alfaguara, Madrid, 211 páginas
(Libros de siempre)

    

   
   El pelo  de Van’t Hoff  (Van’t Hoffen ilea en el original en euskera) es la segunda novela de Unai Elorriaga (Bilbao, 1969), una pieza narrativa que le confirma como uno de los pilares de la literatura  experimental y renovadora escrita en euskera. Si su primera novela, Un tranvía en SP, Premio Nacional de Literatura en el año 2002, despertó amplias expectativas en la línea mencionada, El pelo de Van’t Hoff permitió confirmarlas con total seguridad, especialmente en el campo de la sintaxis narrativa. Como afirmó el escritor Julen Gaviria en la presentación del original vasco en San Sebastián, Unai Elorriaga rompe con esta obra los clichés de la literatura, porque, en efecto, la novela es un sorprendente y excepcional ejercicio de imaginación, una ruptura sin paliativos de los cánones literarios. Elorriaga conoce la tradición pero no la sigue, la rasga, se ríe de ella. Recibe las influencias de los escritores del realismo mágico, en especial de Cortázar y de Rulfo, y las del surrealismo kafkiano, y con ellas elabora un universo absolutamente original que nos asombra por estar descrito de una forma fascinante y con un gran poder imaginativo.
   La novela, aunque con muchos recovecos y sinuosidades, cuenta el periplo de Matías Malanda, un funcionario de un Ministerio enviado a la villa de Idus para poner en marcha un proyecto muy peculiar: reunir vidas especiales, vidas raras sin saber muy bien con qué fin. El relato comienza con la llegada de Matías a la villa con grabadora en la mano para entrevistar a varios informantes, seleccionados previamente por el Ministerio. Se aloja en una pensión regentada por Matilde, e inicia su trabajo. Pero tendrá además que resolver un enigma que intriga al Ministerio, el misterio de un italiano, vendedor de enciclopedias que, años atrás, logró que el 88% de las casas de Idus le comprasen un ejemplar. Sin embargo, lo que de verdad preocupa a los moradores de Idus es otro misterio: en el museo de la población, el cuadro más importante aparece cubierto por una gran cantidad de bichos sin que nadie sea capaz de expulsar a los intrusos.
   La historia avanza pues entre hormigas, escarabajos, abejas, personajes estrafalarios y un amor naciente. Un avance repleto de recovecos, de originales observaciones y menudencias domésticas. Pero detrás de una trama, aparentemente de investigación e intriga, se esconde la reivindicación de los aspectos lúdicos en la edad adulta. El prometedor funcionario actúa como hilo conductor de una ristra de historias, de biografías raras y especiales que ponen en duda la legitimidad de cualquier autoridad coartadora. Así, el objetivo último de la narración será la denuncia, por medio de la mofa y del humor. De cualquier tipo de transcendencia o solemnidad. La literatura, pues, nace de las palabras, de la lengua, antes que de experiencias reales. Y además se nos muestra como un juego. Juega el protagonista principal y la mayoría de las historias que le cuentan los habitantes de la villa, vienen cargadas con gestos y singularidades lúdicas.
  La concepción del acto creador como un juego es una de las contribuciones más interesantes de Unai Elorriaga a la narrativa actual. Las historias absurdas, situadas a propósito más allá de lo verosímil, tienen además la virtud que las hace creíbles: sus protagonistas ojean con la limpieza de la mirada infantil, una mirada sin prejuicios, abierta al gozo y a la sorpresa del mundo.
   
                                               
Unai Elorriaga
  
   Una trama de tal naturaleza demandaba una construcción y un estilo muy especiales, un estilo un poco raro y extraño, tal como confesaba el propio autor. Unai Elorriaga, en efecto, huye del realismo, destroza la lengua, construye metáforas extravagantes, nos regala percepciones insólitas, desarticula la visión de las cosas, se rebela contra las convenciones, un hecho reflejado en el mismo título de la novela, El pelo de Van’t Hoff que alude a la fotografía oficial de este Premio Nobel de Química en la que el científico aparece peinado de forma estrafalaria. Elorriaga escribe tal como piensan las personas que se comunican sin emplear estructuras sintácticas perfectas. Hace pausas y interrupciones  para darles entrada a divertimientos lúdicos, rotula los capítulos de la novela de forma críptica, llena la novela de referencias intertextuales (Faulkner, Derrida, Tabucchi y sobre todo su escritor ideal, E.H Beregor, un autor de ficción). Todo esto y las alusiones a políticos, personajes históricos y científicos -reales o imaginarios- que intrigan por su rareza, demandan un lector activo. Un lector Google, como expresó el mismo escritor, capaz de disfrutar con este conjunto de historias absurdas que Unai Elorriaga escribe con absoluta libertad, sin barreras, sin parámetros, sin falsos pudores, como si desde su pluma estuviese inventando este viejo oficio de hacer arte con palabras.

domingo, 2 de septiembre de 2018

SOLEDADES QUE SE ENTRECRUZAN



El fin de la soledad

Benedict Wells

Traducción de Beatriz Galán Echeverría

Malpaso Ediciones, Barcelona, 2018, 283 páginas



   

  En pocas ocasiones un texto promocional ha estado tan acertado y ha sido tan fiel a la trama novelesca como el que Malpaso Ediciones elaboró para este libro. En efecto, Benedict Wells maneja el argumento de esta novela cargada de elementos dramáticos que a veces nos hieren el alma “sin caer en la grandilocuencia o el alarde sentimental”. Fue este precisamente uno de los méritos que catapultaron a El fin de la soledad a ganar el Premio de Literatura de la Unión Europea en 1916. Novela ciertamente fascinante, conmovedora y doliente, y al mismo tiempo reflexiva, y que no deja al lector apesadumbrado. Es la tercera obra de ficción que publica Benedict Wells (Munich, 1984), basada posiblemente en experiencias personales, ya que el autor realizó sus estudios en tres internados  y como Jules, el narrador y principal protagonista, renuncio a los estudios universitarios para dedicarse al incierto oficio de la escritura.

   Una novela cuyo tema central es sin duda las posibilidades que nos ofrece la vida para superar la soledad. El precipicio de la soledad, como nos alerta una frase de F. Scott Fitzgerald que el autor coloca en el íncipit de la narración. “Hace tiempo que conozco a la muerte, pero ahora ella también me conoce  a mí”.

   El libro cuenta la vida de tres hermanos ingresados en un internado tras la muerte de sus padres en accidente automovilístico. La narra Jules Moreau, el hermano menor. Él será también el principal protagonista. Tras una prolepsis en la que Jules se presenta a sí mismo desde la cama de un hospital ya que un accidente de moto ha estado a punto de costarle la vida, se siente constreñido  a reconstruir su vida. Es así como la trama retrocede a 1980 cuando Jules tiene siete años y, con su familia, pasa el verano en Francia. Mientras los hermanos se divierten, los padres montan en un Renault. Serán arrollados por un Toyota. Una terrible casualidad trunca sus vidas. Los huérfanos son ingresados en un internado público en Munich. Allí vivirán en un mundo paralelo, un duro aprendizaje de la vida, solamente dulcificado cuando Alva, una niña de la edad de Jules, se sienta a su lado y se convierten en inseparables. Durante dos años, sus respectivas soledades se entrecruzan, se persiguen, saben que están enamorados pero son incapaces de declararse y de vivir su amor. Mientras tanto, la vida de los otros dos hermanos se debate entre la dedicación al estudio o el inicio del camino de las drogas duras. Mas la vida no se detiene y suceden múltiples cosas: hermosas, horrorosas, impredecibles, inexplicables. Jules huye de Alva al verla acostada con otro hombre. Será así como deje atrás la juventud.

   Es la segunda parte donde se produce el camino de vuelta: el reencuentro con Alva, casada con el escritor ruso Romanov al que los dos admiran. El futuro será de ellos, si bien son conscientes de que la vida es un juego que tiene que acabar en cero, aunque más tarde rectifica: la vida no tiene que ajustar cuentas, las cosas suceden sin más. A veces es justa y todo tiene sentido. A veces es tan injusta que uno duda de todo. Con la pareja, con esa niña de pueblo que se acerca a un niño de ciudad, los dos huérfanos de todo menos de soledad, la vida no será justa: un cáncer imparable destruye la vida de Alva.

   Es en esta segunda parte donde Benedict Wells muestra un delicada habilidad para llevar el dramatismo a los ojos y al corazón de los lectores; lo hace, no obstante, sin truculencias sentimentaloides, con maestría y tacto exquisito, visibilizando los sentimientos reales que provoca una enfermedad invasora que una vez más genera soledad y orfandad.

   Similar maestría muestra el autor a la hora de formular preguntas cruciales que indagan en el sentido de la vida y nos aproximan a grandes temas existenciales: el amor por la vida, las diferentes vertientes de las relaciones amorosas, la pasión por el arte de la escritura. La misma habilidad a la hora de elaborar una sólida estructura, amalgamando el tema de la soledad de los huérfanos, la psicología de numerosos personajes secundarios, el sentido de la escritura, el trabajo del escritor, sin que falten pequeñas reflexiones metaliterarias.

   Novela dura, pero tan real como humana, hecha de colores otoñales, de la melancolía de los recuerdos. Un estilo de prosa fluido y preciso, detallado, capaz de bucear en lo más profundo del alma de los personajes para extraer de ellos lo más feo y lo más hermoso, y sobre todo alimentarlos con la seguridad de que siempre se puede superar la soledad.





                                                   
Benedict Wells



Fragmentos



“Los ojos de gata de Alva eran verdes. No del verde pálido y oscuro de los billetes de un dólar, sino de un verde claro, brillante, que contrastaba de un modo fascinante con su pelo rojo. Pero su mirada resultaba algo ausente, casi fría. No era la mirada de una chica de diecinueve años, sino la de una mujer indiferente que había dejado de ser joven. «Todo es posible», repitió, pero algo cambió en su mirada y el frío se volvió calidez.

Una gota cayó sobre el brazo de Alva y ambos miramos al cielo. Unas nubes enormes ocultaban el sol u un trueno muy fuerte emergió de la nada. Unos segundos después, llovía torrencialmente sobre nuestra cabeza.”



…..



“Durante unos segundos me cuesta mantener la compostura. «Piensa en otra cosa, piensa en otra cosa.» Los pensamientos se mezclan en mi cabeza e inesperadamente me remonto a mis años en Berlín. Pienso en los momentos de soledad en los que bailé solo en mi habitación, dominado por una idiotez desesperada. Pienso en el sótano de Suiza y en los paquetes con las armas de fogueo. Pienso en el momento en que volví a escribir. Las imágenes se acumulan cada vez más deprisa en mi interior, y de pronto vuelvo a ver lo que me sucedió antes de mi accidente. El abismo me mira a los ojos.

Y yo miro hacia atrás.”



…..



“La última vez que abrió los ojos fue a primera hora de la tarde. Me miró, y cuando vio que yo lloraba en silencio, abrió más los ojos  como si quisiera pedirme perdón. Entonces volvió apretarme la mano y luego cerró los ojos. Yo pude sentir sus pensamientos corriendo por la habitación, abarcando todo el tiempo y el espacio, buscando un último momento al que asirse antes de partir. Quizá pensó en los niños y en mí, o quizá en sus padres y hermana. Quizá pensó en el pasado y en el futuro. Quizá todo a la vez. Un último cúmulo de pensamientos y sentimientos, de temor confuso y de confianza, mientras se marchaba de aquí, sorprendentemente rápido e infinitamente lejos.”



(Benedict Wells, El fin de la soledad, paginas 76, 119, 257)