María Rosa Lojo
Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 192 páginas
(Libros de siempre)
María
Rosa Lojo (Buenos Aires, 1954), debido quizás, como en tantos otros casos, a
sus orígenes familiares -hija de padre gallego exiliado tras la Guerra-, forma
parte de esa relación de escritoras y escritores latinoamericanos encuadrables
en el club de los escritores míticos. Sus ficciones están entretejidas con historias que provienen de un pasado mítico, pero a la
vez real e incrustado en la historia. Tramas cuyo contenido aconteció en los
dos últimos siglos y que, a pesar de la disipación del paso de los años, nos
legaron un rico caudal de contenidos imaginarios. Narradores míticos que
conjuran a los antepasados, y que hallan en el mestizaje el manantial preferido para sus fabulaciones.
Porque América, tal como piensa una de las protagonistas de Finisterre, se hizo mezclando sangres y
cuerpos, entrelazando lenguas.
Esta
fusión entre dos culturas que se pone de manifiesto desde las primeras secuencias,
será la base temática de la novela de
María Rosa Lojo. La autora, muy familiarizada con el convulso siglo XIX
argentino, nos ofrece una novela que recrea ficcionalmente buena parte de esos
acontecimientos como paño de fondo de una búsqueda de respuestas sobre el
enigma de la identidad y de los orígenes de dos mujeres afincadas una en el
Londres burgués y que ignora sus orígenes, y la otra en Fisterra, a la vez
irlandesa y gallega, y con una vida rota entre los verdes montes gallegos y la
desértica planicie de la pampa argentina, donde vivió prisionera de los indios
ranqueles que la capturaron en un “malón”, y cuya cultura y formas de vida
acabó asumiendo.
Finisterre sirve sobre todo de puente, a la vez histórico
y mítico para entender lo que aconteció en la pampa argentina durante el siglo
XIX. Una pluralidad de mundos y de culturas, encartados unos dentro de los otros
y que nos son revelados a través de una acción que transcurre en Londres en el
año 1874. Allí vive Elizabeth Armstrong, junto con su padre, un hombre
adinerado que había residido muchos años en Argentina y que se muestra remiso a
hablarle a su hija de aquella experiencia. Hasta que un día Elizabeth comienza
a recibir desde Fisterra cartas de Rosalind, irlandesa oriunda de Galicia, que
había vivido igualmente en Argentina junto con sus progenitores. Las cartas
dejan de ser tales y se convierten en un relato fragmentado aunque continuo
que, poco a poco, va revelando el enigma del origen de Elizabeth a través de la
historia de otra persona, de la propia Rosalind.
El
epistolario empieza narrando la travesía desde Buenos Aires a Córdoba en una
“galera” que es atacada por un grupo de
indios ranqueles que convierten a los viajeros en sus esclavos. La novela se
transforma entonces en un relato de cautivos, relato fundador dentro de la
literatura argentina, que ya aparecía a comienzos del siglo XVII formando parte
de los mitos del origen que acostumbran invertir los acontecimientos, puesto
que las primeras cautivas fueron mujeres aborígenes y no españolas. Sin
embargo, no es ese el caso del relato de María Rosa Lojo. El manuscrito de la
esclavizada Rosalind desvelará el enigma del origen de la mujer inglesa, y al
mismo tiempo el de la propia identidad de la remitente, puesto que las cartas
que Rosalind le escribe a Elizabeth, en realidad también las redacta para sí
misma.
María
Rosa Lojo se muestra en esta novela como una brillante contadora de historias,
con un buen dominio del acto narrativo, levantando una correcta estructura en
la que se tejen con habilidad dos discursos: el epistolario de la dama del
Fin del Mundo y el relato, en tercera persona y muy próximo a la novela
victoriana, de la protagonista inglesa. Domina además la autora el arte de
hacer convivir personajes de ficción con otros tomados de la realidad
histórica, sin que esta inserción de la ficción en la realidad anule la
historia, si bien queda sometida a las leyes de la ficción. Abundan en el
relato descripciones vivas y vigorosas de las tolderías pampeñas y de los
poblados indígenas, rebosantes de brutalidad y de miseria, pero también de amor
y de ternura. Escenas que se alternan con retratos de los ambientes de la alta
burguesía londinense. Pero sobre todo, la novela es una verdadera encrucijada
cultural, tal como era la pampa en el siglo XIX: españoles, ingleses, gallegos (“indios
de España”), irlandeses (“indios de Gran
Bretaña”). Ellos eran los que andaban por la pampa en el siglo XIX. Todos ellos
recuperan la memoria en esta novela.
Fragmentos
“Hay quienes
realizan sus destinos en un circuito modesto de distancias: una aldea, una
ciudad, un puñado de acres en la tierra solariega: ése es el límite que se les
ha marcado para dibujar, en apariencia sin mayores trabajos, la trayectoria
plena de una vida. Otros, en cambio, nos demoramos en el diseño de una imagen
complicada y tardía.
Yo tuve que
cruzar el océano, adquirir otra lengua, cambiar de trajes como si fueran los
disfraces de un teatro o las caras desconocidas que aparecen en las
transformaciones del sueño, para completar el camino. Pero creo que todos
nosotros, Elizabeth, tanto el que no ha salido jamás de su casa y de su pueblo,
como los que nos hemos perdido primero en los laberintos del espacio, todos,
tarde o temprano, alguna vez llegamos a Finisterre. Al Finis Terrae: al límite
del mundo familiar, de la realidad que creemos conocer, por dentro o por fuera
de nosotros mismos. Como Decio Junio, el capitán romano que hace tantos siglos
arribó al cabo más extremo de Occidente en la Costa da Morte, sobre el mar de
Galicia, quedamos deslumbrados y casi cegados por la luz de un sol que cae a
pico sobre las aguas desmesuradas, sobre las rocas mudas del fin de la tierra.
Y acaso como él también, doblemos las rodillas y bajemos los ojos, sin
atrevernos a seguir más allá, a dar el gran salto sobre el abismo de la Mar
Océana.
Así comenzaba
la última de las cartas que Elizabeth Armstrong estuvo recibiendo regularmente
durante meses, cuando aún no había cumplido los veinte años. Con ellas inició
su propio camino de Finisterre hasta alcanzar los bordes del mundo seguro y
acotado que conocía. Se asomó al lado ciego de su vida, a la memoria negada de
los que la precedieron.”
…..
“Después de
aquella noche muchas noches pasaron, pero yo no supe de ellas. Mi primer
recuerdo de la vuelta a la vida es un olor. Tenía los ojos cerrados y me negaba
a abrirlos. Sin embargo el olor del cuero crudo, fuerte como una luz, me
quemaba por dentro de los párpados, despertaba las entrañas que había creído
muertas, llamaba y unía en un solo conjuro las partes rotas de mi cuerpo, como
deben unirse los huesos de los muertos en el día de su resurrección. El cuero y
un aroma espeso de hierbas se trababan entre sí como una red, y esa red me
levantaba desde el fondo de una profundidad en la que estuve sumergida durante
días sin huellas.
Abrí los ojos. El mundo era un techo de cuero, una bolsa, una cavidad, una extraña cuna de maderas cruzadas donde yo latía, mecida entre mantas, a salvo de la intemperie. En ese mundo, en el arca que me había rescatado de la catástrofe, había también un repertorio de seres y de cosas: ramilletes o haces de plumas, grises o azuladas, ropas de lana, y sobre todo sacos pequeños de donde salía el olor vegetal que impregnaba los cueros. Colgaban de las vigas del techo y de las estacas de esa especie de cama, se adosaban a las paredes, siguiendo, seguramente, un orden que yo no era capaz de comprender.
Cuando intenté moverme me persiguió el recuerdo lejano de un dolor. Me palpé el vientre y bajo la camisa de lana que reemplazaba mis ropas antiguas, de la otra vida (¿la vida verdadera?), encontré una cicatriz. Los bordes de carne, gruesos como labios, me hablaban de un tiempo irremediablemente sajado y dividido. En el toldo que me rodeaba también había fisuras, hendijas por donde se filtraba el día, por donde corría el viento del llano con un rumor oscuro. Tenía que levantarme, pensé. Salir como fuese, en busca de los que me habían acompañado hasta el lugar más extranjero. Llegué, vacilante, hasta la abertura central de aquella casa hecha de pieles, casi viva, pero la claridad exterior (o mi propia debilidad) me cegó y me derribó. Jadeaba como si hubiera corrido, boca abajo, la cara contra el piso de tierra, hasta que dos manos me levantaron, me acostaron de nuevo entre las mantas, y una voz comenzó a hablar.”
Abrí los ojos. El mundo era un techo de cuero, una bolsa, una cavidad, una extraña cuna de maderas cruzadas donde yo latía, mecida entre mantas, a salvo de la intemperie. En ese mundo, en el arca que me había rescatado de la catástrofe, había también un repertorio de seres y de cosas: ramilletes o haces de plumas, grises o azuladas, ropas de lana, y sobre todo sacos pequeños de donde salía el olor vegetal que impregnaba los cueros. Colgaban de las vigas del techo y de las estacas de esa especie de cama, se adosaban a las paredes, siguiendo, seguramente, un orden que yo no era capaz de comprender.
Cuando intenté moverme me persiguió el recuerdo lejano de un dolor. Me palpé el vientre y bajo la camisa de lana que reemplazaba mis ropas antiguas, de la otra vida (¿la vida verdadera?), encontré una cicatriz. Los bordes de carne, gruesos como labios, me hablaban de un tiempo irremediablemente sajado y dividido. En el toldo que me rodeaba también había fisuras, hendijas por donde se filtraba el día, por donde corría el viento del llano con un rumor oscuro. Tenía que levantarme, pensé. Salir como fuese, en busca de los que me habían acompañado hasta el lugar más extranjero. Llegué, vacilante, hasta la abertura central de aquella casa hecha de pieles, casi viva, pero la claridad exterior (o mi propia debilidad) me cegó y me derribó. Jadeaba como si hubiera corrido, boca abajo, la cara contra el piso de tierra, hasta que dos manos me levantaron, me acostaron de nuevo entre las mantas, y una voz comenzó a hablar.”
(María Rosa Lojo, Finisterre)
Excelente resumen ...
ResponderEliminarGracias
Mark de Zabaleta