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miércoles, 19 de septiembre de 2018

EL ENIGMA DE LA IDENTIDAD


Finisterre
María Rosa Lojo
Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 192 páginas
(Libros de siempre)

    

   

   María Rosa Lojo (Buenos Aires, 1954), debido quizás, como en tantos otros casos, a sus orígenes familiares -hija de padre gallego exiliado tras la Guerra-, forma parte de esa relación de escritoras y escritores latinoamericanos encuadrables en el club de los escritores míticos. Sus ficciones  están entretejidas con historias  que provienen de un pasado mítico, pero a la vez real e incrustado en la historia. Tramas cuyo contenido aconteció en los dos últimos siglos y que, a pesar de la disipación del paso de los años, nos legaron un rico caudal de contenidos imaginarios. Narradores míticos que conjuran a los antepasados, y que hallan en el mestizaje  el manantial preferido para sus fabulaciones. Porque América, tal como piensa una de las protagonistas de Finisterre, se hizo mezclando sangres y cuerpos, entrelazando lenguas.
   Esta fusión entre dos culturas que se pone de manifiesto desde las primeras secuencias, será  la base temática de la novela de María Rosa Lojo. La autora, muy familiarizada con el convulso siglo XIX argentino, nos ofrece una novela que recrea ficcionalmente buena parte de esos acontecimientos como paño de fondo de una búsqueda de respuestas sobre el enigma de la identidad y de los orígenes de dos mujeres afincadas una en el Londres burgués y que ignora sus orígenes, y la otra en Fisterra, a la vez irlandesa y gallega, y con una vida rota entre los verdes montes gallegos y la desértica planicie de la pampa argentina, donde vivió prisionera de los indios ranqueles que la capturaron en un “malón”, y cuya cultura y formas de vida acabó asumiendo.
   Finisterre  sirve sobre todo de puente, a la vez histórico y mítico para entender lo que aconteció en la pampa argentina durante el siglo XIX. Una pluralidad de mundos y de culturas, encartados unos dentro de los otros y que nos son revelados a través de una acción que transcurre en Londres en el año 1874. Allí vive Elizabeth Armstrong, junto con su padre, un hombre adinerado que había residido muchos años en Argentina y que se muestra remiso a hablarle a su hija de aquella experiencia. Hasta que un día Elizabeth comienza a recibir desde Fisterra cartas de Rosalind, irlandesa oriunda de Galicia, que había vivido igualmente en Argentina junto con sus progenitores. Las cartas dejan de ser tales y se convierten en un relato fragmentado aunque continuo que, poco a poco, va revelando el enigma del origen de Elizabeth a través de la historia de otra persona, de la propia Rosalind.
   El epistolario empieza narrando la travesía desde Buenos Aires a Córdoba en una “galera” que es atacada por  un grupo de indios ranqueles que convierten a los viajeros en sus esclavos. La novela se transforma entonces en un relato de cautivos, relato fundador dentro de la literatura argentina, que ya aparecía a comienzos del siglo XVII formando parte de los mitos del origen que acostumbran invertir los acontecimientos, puesto que las primeras cautivas fueron mujeres aborígenes y no españolas. Sin embargo, no es ese el caso del relato de María Rosa Lojo. El manuscrito de la esclavizada Rosalind desvelará el enigma del origen de la mujer inglesa, y al mismo tiempo el de la propia identidad de la remitente, puesto que las cartas que Rosalind le escribe a Elizabeth, en realidad también las redacta para sí misma.
   María Rosa Lojo se muestra en esta novela como una brillante contadora de historias, con un buen dominio del acto narrativo, levantando una correcta estructura en la que se tejen  con habilidad  dos discursos: el epistolario de la dama del Fin del Mundo y el relato, en tercera persona y muy próximo a la novela victoriana, de la protagonista inglesa. Domina además la autora el arte de hacer convivir personajes de ficción con otros tomados de la realidad histórica, sin que esta inserción de la ficción en la realidad anule la historia, si bien queda sometida a las leyes de la ficción. Abundan en el relato descripciones vivas y vigorosas de las tolderías pampeñas y de los poblados indígenas, rebosantes de brutalidad y de miseria, pero también de amor y de ternura. Escenas que se alternan con retratos de los ambientes de la alta burguesía londinense. Pero sobre todo, la novela es una verdadera encrucijada cultural, tal como era la pampa en el siglo XIX: españoles, ingleses, gallegos (“indios  de España”), irlandeses (“indios de Gran Bretaña”). Ellos eran los que andaban por la pampa en el siglo XIX. Todos ellos recuperan la memoria en esta novela.


                                                   
María Rosa Lojo


Fragmentos

“Hay quienes realizan sus destinos en un circuito modesto de distancias: una aldea, una ciudad, un puñado de acres en la tierra solariega: ése es el límite que se les ha marcado para dibujar, en apariencia sin mayores trabajos, la trayectoria plena de una vida. Otros, en cambio, nos demoramos en el diseño de una imagen complicada y tardía.
Yo tuve que cruzar el océano, adquirir otra lengua, cambiar de trajes como si fueran los disfraces de un teatro o las caras desconocidas que aparecen en las transformaciones del sueño, para completar el camino. Pero creo que todos nosotros, Elizabeth, tanto el que no ha salido jamás de su casa y de su pueblo, como los que nos hemos perdido primero en los laberintos del espacio, todos, tarde o temprano, alguna vez llegamos a Finisterre. Al Finis Terrae: al límite del mundo familiar, de la realidad que creemos conocer, por dentro o por fuera de nosotros mismos. Como Decio Junio, el capitán romano que hace tantos siglos arribó al cabo más extremo de Occidente en la Costa da Morte, sobre el mar de Galicia, quedamos deslumbrados y casi cegados por la luz de un sol que cae a pico sobre las aguas desmesuradas, sobre las rocas mudas del fin de la tierra. Y acaso como él también, doblemos las rodillas y bajemos los ojos, sin atrevernos a seguir más allá, a dar el gran salto sobre el abismo de la Mar Océana.
Así comenzaba la última de las cartas que Elizabeth Armstrong estuvo recibiendo regularmente durante meses, cuando aún no había cumplido los veinte años. Con ellas inició su propio camino de Finisterre hasta alcanzar los bordes del mundo seguro y acotado que conocía. Se asomó al lado ciego de su vida, a la memoria negada de los que la precedieron.”

…..

“Después de aquella noche muchas noches pasaron, pero yo no supe de ellas. Mi primer recuerdo de la vuelta a la vida es un olor. Tenía los ojos cerrados y me negaba a abrirlos. Sin embargo el olor del cuero crudo, fuerte como una luz, me quemaba por dentro de los párpados, despertaba las entrañas que había creído muertas, llamaba y unía en un solo conjuro las partes rotas de mi cuerpo, como deben unirse los huesos de los muertos en el día de su resurrección. El cuero y un aroma espeso de hierbas se trababan entre sí como una red, y esa red me levantaba desde el fondo de una profundidad en la que estuve sumergida durante días sin huellas.
Abrí los ojos. El mundo era un techo de cuero, una bolsa, una cavidad, una extraña cuna de maderas cruzadas donde yo latía, mecida entre mantas, a salvo de la intemperie. En ese mundo, en el arca que me había rescatado de la catástrofe, había también un repertorio de seres y de cosas: ramilletes o haces de plumas, grises o azuladas, ropas de lana, y sobre todo sacos pequeños de donde salía el olor vegetal que impregnaba los cueros. Colgaban de las vigas del techo y de las estacas de esa especie de cama, se adosaban a las paredes, siguiendo, seguramente, un orden que yo no era capaz de comprender.
Cuando intenté moverme me persiguió el recuerdo lejano de un dolor. Me palpé el vientre y bajo la camisa de lana que reemplazaba mis ropas antiguas, de la otra vida (¿la vida verdadera?), encontré una cicatriz. Los bordes de carne, gruesos como labios, me hablaban de un tiempo irremediablemente sajado y dividido. En el toldo que me rodeaba también había fisuras, hendijas por donde se filtraba el día, por donde corría el viento del llano con un rumor oscuro. Tenía que levantarme, pensé. Salir como fuese, en busca de los que me habían acompañado hasta el lugar más extranjero. Llegué, vacilante, hasta la abertura central de aquella casa hecha de pieles, casi viva, pero la claridad exterior (o mi propia debilidad) me cegó y me derribó. Jadeaba como si hubiera corrido, boca abajo, la cara contra el piso de tierra, hasta que dos manos me levantaron, me acostaron de nuevo entre las mantas, y una voz comenzó a hablar.”

(María Rosa Lojo, Finisterre)

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