David Leavitt
Traducción de Jesús Zulaika
Editorial Anagrama, Barcelona, 2015, 302 páginas.
David Leavitt es una de las figuras más
aclamadas de la actual narrativa norteamericana. Desde mediados de los ochenta
ha publicado literatura de temática gay de buena calidad, sin caer en la
tentación de la ficción “hetero”, en la que lo gay no pasa de ser una pincelada
de fondo. Pero, como ya demostró, en obras anteriores (El contable hindú y sobre todo Mientras
Inglaterra duerme), Leavitt sabe ubicarse, gracias a un buen estudio de las
fuentes documentales, en los derroteros del subgénero histórico en el que
inserta atrayentes tramas humanas. La lectura de estas fuentes -memorias,
diarios, obras especializadas, cartas y novelas- le han permitido retratar con gran
verosimilitud la atmósfera del verano de la Lisboa de 1940, período temporal en
el que se desarrolla la historia. Todo ello, unido a una intriga bien urdida,
hace de Los dos hoteles Francfort una
novela interesante, puesto que la Lisboa de aquellos meses retratada por la
novela, es una ciudad donde el tiempo parece haberse detenido, provinciana,
dormida, ensimismada en los ejes sociales y políticos de una dictadura cerrada.
Pero es, sin embargo el lugar en el que se dan cita multitud de extranjeros,
tanto espías como mujeres y hombres que intentan huir del avance imparable de
los nazis que acaban de tomar París y conquistar gran parte de Francia. Un escenario
muy apropiado para encuentros extraños e intrigas de todo tipo.
Junio de 1940, dos parejas de
norteamericanos que han vivido buena parte de sus vidas en Francia, llegan a
Lisboa. Las dos están a la espera de un barco que los lleve a Nueva York. Son
el matrimonio formado por Peter Winter y
su esposa Julia, judía, dato que mantiene en secreto, y la pareja Freleng. Acaban de conocerse por azar en el
Café Suiça. Residen en dos hoteles bautizados
con el mismo nombre Francfort, donde como otros muchos norteamericanos y
europeos, se encuentran varados. Es el punto de arranque de una relación
cercana, compleja, cada vez más intrincada y extraña entre ambas parejas.
Porque, al poco tiempo de conocerse, comienza
a aflorar una doble vida entre tres miembros de este cuarteto, con no
pocos secretos, traiciones, celos, pulsiones sexuales. Y el irrefrenable deseo
de autodestrucción en el otro miembro del grupo, Julia, la mujer de Peter
Winter, ignorante sin embargo de los laberínticos engaños que su marido y la
pareja Freleng llevan a cabo a sus
espaldas, y que, como en las tragedias griegas, van anunciando el dramático clímax,
cuando el Manhattan, el navío
norteamericano se prepara para rescatarlos.
Los Freleng son nómadas, sofisticados,
ricos, esclavos de una vieja perra, escritores de novelas policíacas de éxito
que firman con un heterónimo. Forman una pareja dispar y muy peculiar, de
costumbres sexuales pactadas muy poco convencionales. Iris, la esposa, no le prohíbe
a su marido Edward sus aventuras homosexuales, pero las sabe manejar. Este por
su parte envía hombres a la cama de Iris para castigarla y para compensarla,
para acercarla y para alejarla (página 190). Y aunque la novela no pivota en la
homosexualidad, muy pronto tras el conocimiento, se inicia una tórrida historia
gay entre los dos maridos. Llega un momento en el que los tres, Iris, su marido
y Peter, interpretan una engañosa representación para un involuntario auditorio
de un solo espectador: Julia. Mas como todo lo que hacemos suele acarrear
consecuencias, en las pocas semanas previas al embarque, cambiarán muchas cosas
en la existencia de ambos matrimonios. El final melodramático con el suicidio
presentido de Julia, con un gran interrogante cerniéndose sobre sus
motivaciones, pone fin a esta novela en la que no faltan guiños metaliterarios
e incluso una novela dentro de la novela.
Elevador Santa Justa, lugar de gran importancia en esta novela |
Narrada en primera persona por uno de los
protagonistas, la novela refleja sobre todo un tiempo convulso, perfecto caldo
de cultivo para ambigüedades
conductuales, como si en los tiempos de crisis los seres humanos tuviésemos
derecho a un cierto desorden moral. Novela bien construida, sin grandes alardes
estilísticos, mas con un estilo de prosa que envuelve al lector sin que este se
dé cuenta. Poblada por personajes banales, estereotipados, perfectamente
delineados, sobre todo a través de su evolución en las pocas semanas de su
estancia lisboeta. Y una excelente delineación del contexto. David Leavitt no solamente
dibuja un buen fresco de la Lisboa de 1940, con sus barrios, plazas, calles,
restaurantes, sus edificios históricos con fachadas en tonos azules, rosas y
verdes, sus elevadores y burdeles, sino que sabe transmitir el ambiente de
aquellos días en una ciudad que es un avispero de espías y burócratas, y en la
que innumerables extranjeros han depositado sus últimas esperanzas de salvación
de la barbarie nazi. Y, a pesar de las relaciones cada vez más extrañas y
complejas entre los principales personajes, el equilibrio narrativo y el ritmo
del enredo nunca decaen. Novela pues de una ciudad, protagonista en buena
medida, en tiempos convulsos en la que el autor ha sabido inserir en perfecta mesura
las perturbaciones de los protagonistas.
Francisco
Martínez Bouzas
Fragmentos
“-Mírales
–dijo Edward-. Recoged capullos de rosa mientras podáis y todo eso. Es el final
de Europa; por eso bailan, y por supuesto Lisboa es también el final de Europa.
La punta del dedo de Europa. Y todo lo que Europa es y significa está
condensado en esa punta. Demasiado. Es una cisterna llena a rebosar…, y cada
vez que un barco zarpa el nivel del agua baja un poco. Pero no lo suficiente. Y
mientras tanto las compuertas siguen abiertas.
-Un
momento. Según lo que acabas de decir, Lisboa es una cisterna…
-Exacto.
-Y
los refugiados son agua…
-Correcto
-Pero
eso significa que, cuando embarquen, el barco llevará una carga de agua. Llevará
como carga el mismísimo elemento sobre el que navega.”
…..
“-¿Adónde
vas? -le pregunté a Edward, que había recogido su ropa y se dirigía hacia las
dunas.
Tampoco
ahora me contestó. Quizá no me había oído. Recogí mi ropa y le seguí, y
llegamos al bosquecillo de pinos. De la arena brotaban aquí y allá matas de
barrón. Edward dejó su ropa en la arena y vino hacia mí.
Con
mucha delicadeza, me quitó las gafas de la cara, las plegó y las dejó encima
del montón de ropa.
-Por
qué has hecho eso? -dije.
Y él
dijo:
-Para
que puedas decir sin mentir que no viste lo que iba a pasar.”
…..
“Una
extraña apatía marcó nuestros últimos días en Lisboa, como si, después de
semanas de nadar contracorriente, de pronto hubiéramos caído en una de esas
balsas de agua salada caliente que salpican la costa portuguesa, y que ciertos
enfermos buscan con fines terapéuticos. ¿Qué era aquella ciudad para nosotros,
después de todo? Un embarcadero, una senda aérea de espera, una estación
intermedia. Lo único que habíamos hecho en ella era esperar. Y ahora la espera
llegaba a su fin, y yo no quería que fuera así. Cada mañana despertaba deseoso
de que hiciera mal tiempo, de que se desencadenara una tormenta…cualquier cosa
que retrasara la partida del Manhattan. Porque, con la muerte de Julia, los días se habían vaciado de tensión,
y había dejado atrás un malestar que se percibía casi como grato.”
(David Leavitt,
Los dos hoteles Frankfort, páginas 109-110, 114-115, 285-286)
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