Margeuerite Yourcenar
Traducción de Manuel Pereira
Editorial Aguilar (Penguin Randon House), Madrid,
79 páginas.
(Libros de siempre)
Ana, soror, la novela breve de Marguerite Yourcenar, al
margen de su valía interna, encierra ciertas connotaciones paraliterarias que
la misma autora se encarga de hacérnoslas saber en el epílogo de la obra
escrito en octubre de 1981. El texto de la novela de la gran escritora en
lengua francesa, Marguerite Yourcenar, la primera mujer que formó parte de la
Academia del país vecino, es una obra de juventud. Un relato escrito en 1925
cuando la autora acaba de cumplir veintidós años, y que formaba parte de un
proyecto oceánico en el que ya están presentes los gérmenes de una buena parte
de sus obras futuras. En 1935, Ana, soror
vio la luz junto con otros tres relatos bajo el título Como el agua que fluye. La versión definitiva, con algunos retoques,
tanto en la forma como en el fondo,
la firmó la escritora en 1981, sintiéndose absolutamente cómoda con el relato,
“como si la idea de haberlo escrito, me hubiera surgido esta mañana.”
El tema
que se esconde bajo el título de las primeras palabras del epitafio que la
protagonista femenina compuso para la tumba de su hermano, no es otro que el
del incesto, un amor entre dos hermanos que deriva en un acto carnal
voluntariamente asumido. Un tema considerado abominable. Un acto lujurioso,
lúbrico que produce escalofríos, náuseas y asco en casi todo el mundo, hasta el
punto de haber sido elevado a la categoría de tabú, en paradigma de los
comportamientos antinaturales.
Desde el
campo de la antropología se han ofrecido distintos enfoques y soluciones a este
verdadero enigma del comportamiento humano, echando mano de teorías
antropológicas materialitas y de otras que se pueden encuadrar dentro de la
sociobiología americana. Se suele olvidar, sin embargo, la respuesta de C. Lévi-Strauss,
quizás la que más se acerca a la realidad de los hechos. La prohibición del
incesto sería según el pensador estructuralista francés, una regla básica de
ese lenguaje que son las relaciones de parentesco, que pertenecen tanto al
orden natural como al cultural. Ya que es prácticamente universal, pero al
mismo tiempo con un contenido concreto que varía según las diferentes
sociedades, el tabú del incesto se convierte en la puerta giratoria entre
naturaleza y cultura.
En la
literaturización de un asunto, a la vez tan escabroso y complejo, Marguerite
Yourcenar se siente heredera de una larga tradición de poetas, narradores y
dramaturgos que van desde Byron, John Ford, Montesquieu, Chatubriand, Goethe
hasta Thomas Mann o Martin de Gard. En Ana,
soror en efecto revientan algunas de las modulaciones plasmadas en la
mayoría de los textos literarios sobre el incesto, especialmente la unión
sexual de dos seres emparejados por la sangre y que viven en un relativo
aislamiento, sobre todo tras la muerte de la figura materna. El amor crece
entre estos dos hermanos impregnados de la piedad desoladora de la
Contrarreforma, en un Nápoles rebosante de vitalidad, pero también de iglesias
sombrías y doradas que les recuerdan constantemente la terrible transgresión
pecaminosa de la que son a la vez actores y víctimas. Mas su pasión es tan
fuerte que convierte en realidad sus impulsos,
a pesar del largo combate interior que precede al pecado vivido por los
hermanos como un momento de felicidad indescriptible. La muerte del
protagonista masculino en una galera del rey, en la que se había alistado
voluntariamente, será el precio pactado de antemano por ese estado de
exaltación y de felicidad. Ana, la hermana incestuosa, sufrirá durante el resto
de su vida, pero no por los remordimientos, sino por el dolor inconsolable de
la pérdida del amor irrecuperable de su hermano.
La
narración que le permitió a Marguerite Yourcenar disfrutar por primeva vez del
privilegio de ser novelista, de dejarse poseer por los personajes, se sumerge
en una zona febril de tinieblas y equívocos, donde el amor, la pasión, la
inocencia, la sensualidad y el terror de la culpa intercambian de forma
turbadora sus posiciones. En el texto no existe violencia, sino sensualidad,
ternura. Y sobre todo el impulso del deseo que brota entre la pareja de
hermanos en el marco incomparable de una ciudad polícroma, iluminada por una
luz caravavaggesca, repleta de rayos, de tinieblas y de tormentas. Y como
contrapunto, el oscuro ventanal de la Contrarreforma con el predominio de la
religiosidad, representada en la narración por el ciclo de Semana Santa y sus
lamentos, momento en el que los protagonistas consuman sus deseos. En la noche
de un Viernes Santo, cuando el cielo parecía resplandecer de llagas, sitúa la
autora el acto nefando, relatado con la sobriedad de dos palabras: “se
abrazaron estrechamente.”
Una breve
pero hermosa novela de contrastes -forma parte de la técnica narrativa de la
autora- en la que ya encontramos el genio vivo de Marguerite Yourcenar, ajena
al vaivén de modas y cenáculos literarios, y anclada en la solidez de un mundo
personal hecho de la cultura clásica. Uno de los grandes aciertos compositivos
de la novela es que la escritora describe sobre todo el proceso de incubación
del deseo hasta llegar a su consumación: cómo se les va desvelando a los
protagonistas, cómo arraiga y crece en sus cuerpos. Y en paralelo a todo ello,
las obsesiones del hermano, las angustias de la hermana. Las luchas internas de
Miguel que pretende combatir con largas galopadas a caballo por las laderas de
los montes de la Basilicata.
En
definitiva, una construcción ficcional de amor, sensualidad, percepción de los
prohibido, sensación de un terrible pecado, pero sin remordimientos y
desarrollada con elegancia y naturalidad. Si me viera en la tesitura de
calificar esta pieza narrativa con una sola expresión, no dudaría de echar manos
del discurso de respuesta de Jean D’Ormesson en la Academia francesa: Yourcenar
o el saber, la naturalidad, la serenidad y, sobre todo, la altura, la elevación.
Es interesante ...
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