Pedro Juan Gutiérrez
Editorial Anagrama, Barcelona, 2015, 235 páginas
Retorna a la narrativa el
escritor cubano Pedro Juan Gutiérrez (Matanzas, 1950), conocido como el
Bukowski caribeño, aunque él confiesa que nada tiene del excéntrico escritor
norteamericano, nacido en Alemania. Celebrado
sobre todo por su Trilogía sucia de La
Habana. Le debemos al escritor cubano una escritura frenética, descarnada,
con varias válvulas de escape, el alcohol y el sexo entre ellas, y de las que
habla sin eufemismos ni tapujos. Una constante que se repite en esta novela con
relación a la política y a la situación social cubana, no a esa La Habana que se
cae a pedazos, sino a la homofobia revolucionaria en la ciudad de Matanzas.
Pedro Juan Gutiérrez es el creador de una suerte de antihéroe de los bajos
fondos, su homónimo Pedro Juan, un corrosivo hedonista que a veces destila
gotas de romanticismo.
Y regresa el escritor matancero con una
historia que amalgama ficción y hechos reales, y cimentada fundamentalmente en
dos vidas paralelas, dos personajes: el Pedro Juan, fiel protagonista de buena
parte de las novelas del escritor y Fabián, hijo tardío de un matrimonio
español emigrado a la Isla en los años 20 del pasado siglo. Dos personajes antitéticos aunque
sometidos igualmente a tensiones. Uno es Pedro Juan, atlético, rebelde, vividor
hedonista, compulsivamente aficionado al sexo. El otro es el Fabián del título:
un chico enclenque, temeroso, aficionado a la música y homosexual. Su gran
pasión: interpretar a Wagner en el piano. Ambos personajes son amigos o
conocidos desde la infancia y representan las dos formas contrapuestas de vivir
la Cuba revolucionaria. La novela es el fiel testimonio de un tortuoso y precoz
desmoronamiento de un joven y talentoso músico cubano que ve truncada su
vocación en la Cuba castrista debido a que sus inclinaciones sexuales no se
ajustan a las consignas del régimen.
Es Fabián, aunque la novela no se inicia con
su presentación o con el relato de sus peripecias, sino con las de sus
ancestros: sus abuelos y sobre todo sus padres, tanto en España como en Cuba a donde habían emigrado en los años 20.
La pareja progenitora es una copia difícilmente superable de la candidez (ella)
y de la picardía y afán ahorrativo (él). El hijo, concebido por un error de cálculo
del padre y por la ingenuidad de la madre. Así nació Fabián, después de haber
escuchado machaconamente en su vida fetal la vacilante música de piano
interpretada por la madre. En la familia todo marcha sobre ruedas hasta que la
vorágine de la Revolución se tragó la tienda del padre y sus ahorros. Es el año
1961. Con un párrafo rotundo, sin concesiones, resume el escritor lo
acontecido: “En ese momento todos los cubanos, seis millones de personas, quedaron
igualados por lo bajo (…) En un instante dejaron de existir la clase alta, la
media y la baja (…) Ahora todos eran pobres de verdad” (página 51.
En la siguiente secuencia, escuchamos la voz
de Pedro Juan, en pleno inicio de una juventud que segrega mucha testosterona,
y camina por senderos tortuosos, con un proyecto de vida consistente en vivir
con intensidad y desorden total. La narración dibuja con fuerza, casi con
furia, la vitalidad hedonista de este personaje: el placer de la desobediencia
de un jodedor caótico, como se autodefine. El personaje nos cuenta su vida y
sus peripecias para evitar ser un robot en un país donde todo comienza a estar
prohibido, donde la expresión
“desviación ideológica” se pone de moda. Y en su devenir, nos encontramos con
su asistencia a la escuela secundaria, su relación con Fabián, tan flaquito que
parecía un microbio y al que “se le veía por arriba de la ropa que era maricón”
(página 74). El descubrimiento del sexo con Regina sin las barreras de los
traumas de la virginidad, con una esclavitud de lujuria desesperada. Después,
con incontables mujeres. Un diablo lujurioso
implacable que se acerca a las hembras para templar, y punto.
En la tercera parte la narración regresa a
Fabián: el choque con su padre, su obsesión por el piano, los encuentros
homosexuales en secreto. Pero será parametrado de forma negativa para la
cultura, debido a sus gustos sexuales, y enviado a trabajar a una fábrica de
carne enlatada, donde se reencuentra con Pedro Juan. La fábrica es un lugar
caótico, verdadero microcosmos de lo que fue la Revolución en aquellos años:
confusión, caos, crispación generalizada. Y en esa Cuba caótica, la vida les
reservará destinos dispares a ambos protagonistas. Mas ambos encarnan la
fisonomía humana y social de un país convulsionado y que Pedro Juan Gutiérrez
retrata, no desde el exilio de Miami, sino desde dentro, sin ocultar nada,
honestamente. Explorando y visibilizando la disidencia pulsional, la
marginación social y las torturas psicológicas que sufrieron los homosexuales,
víctimas de la homofobia revolucionaria imperante en Cuba desde los años
setenta hasta principios de los ochenta.
El escritor, sin citar nombres, nos transmite
una corrosiva carga crítica de la política cubana y de los entresijos de la
Cuba real de aquellos años: “una obra de teatro del absurdo”, repleta de
miserables oportunistas con unos comportamientos ajenos al comunismo descrito
por los libros. Nos sentimos aturdidos con una escritura frecuentemente brutal,
como cuando relata las escenas, reproducida en el último fragmento, en las que
los cerdos son sacrificados de una forma
horrorosamente sádica. En definitiva, un estilo de prosa feroz que parece haber
bebido de esa música furiosa que Fabián aporrea en el piano poco antes del
desenlace. Una sinfonía rabiosa en una Cuba caótica.
Francisco
Martínez Bouzas
Pedro Juan Gutiérrez |
Fragmentos
“Ahora
Veneno era un tigre. Nos pusimos de moda. La vida era un juego sensual y
agradable para nosotros. No tenía tiempo para los sellos ni para la lectura.
Seguía visitando el cine, sobre todo los fines de semana. Pero ahora siempre
iba acompañado por alguna noviecita. Para besarnos y calentar. Me hacían una
paja. Era normal, no había que rogarles, se daba por sentado. Ellas no se
dejaban tocar más que las téticas. Abajo ni pensarlo. Todas eran vírgenes. Y
todas guardaban la virginidad para la noche de bodas. Y todas se tomaban
aquello en serio. Todas, sin excepción, querían noviar unos años, con seriedad,
con permiso de los padres, y al fin casarnos cuando tuviéramos diecinueve o
veinte años. ¡Todas! Qué trauma con las bodas y el matrimonio y los bebés y el
aburrimiento. Carencia de imaginación y de sentido del humor. Carencia de todo.
La conspiración de las vírgenes astutas. Bueno, para ser justos, tenían que ser
astutas. Si perdían la virginidad les iba a ser muy difícil conseguir un hombre
que se casara con ellas. Era algo cavernícola pero real.”
…..
“Un
policía que estaba sentado por allí dijo en voz alta:
-¿Son
los maricones que cogieron en la playa? Si yo fuera juez les meto veinte años
por lo menos. Uhhh, como no. Veinte años. En Agüica trabajando al sol para que
se hagan hombres. O se hacen hombres o se mueren.”
…..
“Me
enviaron a la construcción de una enorme fábrica de carne enlatada, junto al
mar, en las afueras de Matanzas. En esa época no se andaban por las ramas. O
trabajabas o te detenían por «lacra
social» o algo así y
te mandaban para las UMAP, Unidades Militares de Ayuda a la producción. A
trabajar como un burro. Estabas preso pero al mismo tiempo estabas en un limbo
legal, porque no te habían hecho un juicio. No había acusación ni condena. Si
eras vago, maricón o religioso, te encerraban allí para que te rehabilitaras a
través del trabajo. Trabajo y clases de marxismo durante unos cuantos años.
Hasta que firmaras un papel asegurando que ya habías cambiado y por tanto no
serías de nuevo vago. O maricón o religioso, según por lo que te hubieran
encerrado. Parece un poco ingenuo, pero era así.”
…..
“Cada
día mataban cientos de cerdos. No sé cuántos. Los traían en camiones desde las
granjas y los metían en unos corrales enormes. Por la mañana temprano los
hacían pasar en grupos de diez a un corral más pequeño, al fondo de la nave
principal. Entonces un tipo agarraba un trozo de cabilla de acero, bien gruesa,
se metía dentro del corral, y asestaba un solo golpe brutal en el cráneo del
cerdo que estuviera más cerca. Al animal le brotaba la masa encefálica
gelatinosa y una cantidad enorme de sangre por aquella herida, metía un berrido
horrible y caía al piso temblando, con los estertores de la muerte. ¡Pánico!
Los cerdos restantes se aterraban. Reculaban hacia el fondo del corral, se
encaramaban chillando unos sobre otros. Y se cagaban y meaban de miedo. Era
todo un espectáculo. Sadismo puro. Se les salía toda la mierda y se cagaban
unos encima de los otros, chillando sin parar. El verdugo ahora debía cuidarse
porque los animales se defendían adentelladas, furiosos. Y les atacaban. Pero
el hombre era hábil y seguía matando rápido, uno tras otro. Les partía el
cráneo de un solo golpe. Era un experto en asesinar cerdos. Los últimos
intentaban esconderse detrás de los muertos, cagando y meando más.”
(Pedro Juan Gutiérrez, Fabián y el caos, páginas 81-82, 141, 153,
155)
Interesante apreciación...
ResponderEliminarUna obra que refleja el caos de aquellos tiempos en una Cuba que nunca curará sus heridas. Muy bueno, gracias por compartir, tu reseña siempre hermosa, un abrazo.
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