Unai Elorriaga
Editorial Alfaguara, Madrid, 154 páginas
(Libros de fondo)
SPrako tranbia (Elkar, 2001)
fue Premio Nacional de Literatura en el año 2002. Un galardón concedido a una
“opera prima”, la primera novela del filólogo vasco Unai Elorriaga (Algorta, Getxo, 1973).
Recibida con el aplauso unánime de la crítica vasca, lengua en la que vio la
luz, batió en su día marcas de venta y fue traducida a varias lenguas tanto
peninsulares como europeas. Y en su momento convirtió a Unai Elorriaga en un
serio competidor de Bernardo Atxaga. La concesión del Premio Nacional de
Literatura a Un tranvía en SP no dejó de causar controversias, hoy olvidadas.
“Despertó las iras de sectores alérgicos bien al euskera, bien a lo nuevo”. La
polémica surgió porque ciertos grupos, de forma interesada y con connotaciones
políticas, como precisó Josefina Aldecoa, miembro del jurado, consideraban que
el jurado había votado a favor de SPrako
tranbia habiendo leído únicamente una mínima parte de la misma.
Concuerdo, sin embargo, con la valoración de
Josefina Aldecoa. Un tranvía en PS es
una de las mejores novelas aparecidas
a inicios del siglo XXI. Así lo confirma el número de ediciones con las que
cuenta el libro en su versión original, así como las traducciones a todas las
lenguas peninsulares y a otros idiomas europeos. Es, sin embargo, una novela
tan rica como compleja que nos llegó con la complejidad que otros escritores están aportando:
elementos renovadores y novedosos a las narrativas españolas. Unai Elorriaga se
situó, sin duda alguna, al escribir esta novela, en la línea de la literatura
experimental. Los únicos elementos realistas que están presentes en la novela
no pasan de ser los nombres de los personajes y los de aquellas cumbres
montañosas que entran en la categoría de los ocho miles.
El tema central de la novela no es otro que
las pesadillas, los sueños y las aspiraciones del protagonista principal, un
hombre de edad avanzada que es víctima de un proceso degenerativo y vive en un
territorio en el que confunde lo real con lo imaginado. La obsesión por subir
al Shisha Pangana, una de las cimas que superan los ocho mil metros, los recuerdos
de su esposa, fallecida hace diecisiete
años, y las relaciones que establece con un joven que “okupa” con absoluta
normalidad su casa, forman una estructura simbólica de la que se sirve el autor para
patentizar la complejidad de las relaciones humanas, la conciencia de la contingencia
y la desdramatización de la angustia de la muerte.
Lucas, el protagonista principal, habita en
esa línea difusa que separa la cordura del desatino, cuando el día comienza a
ser más noche que día, y su vida se
encoje con el paso del tiempo. Tiene
absorbidos los ojos, pero está tranquilo porque es consciente de cuál es su
obligación: enfermar poco a poco y morir. Mas, cada día que pasa, recuerda más
y más cosas. Se acuerda de su mujer, se da cuenta de que los anuncios de los
detergentes que vemos en la televisión, van a seguir y sin embargo nosotros,
no. Y sobre todo, en este su abatimiento, brota en él la obsesión de pisar el
Shisha Pangana, aunque en ese intento pierda la vida. He aquí, en mi opinión,
la clave de esta novela simbólica, clave que hallamos en las páginas finales de
la obra. Ese tranvía del que el protagonista escucha hablar y que hace el viaje
hasta el Shisha Pangana… un tranvía negro, elegante. Vacío.
Un
tranvía en SP e una novela muy ambiciosa, mas también muy dura y compleja.
Un verdadero experimento narrativo, una “acrobacia estructural” que demanda un
lector cómplice, capaz de leer el libro de forma activa y dinámica para llenar
los huecos vacíos que el fragmentarismo narrativo con el que Unai Elorriaga
construye su novela. En muy pocos libros como este se podrá constatar aquello
que sabemos desde Rayuela: cada libro
puede contener muchos libros en su interior, y cada lector puede jugar a
inventar su propia lectura siempre que en estos textos brote la
fragmentariedad.
Esta fragmentariedad es la que persigue el
autor con una novela aparentemente caótica en cuanto a su estructura, mas
perfectamente vertebrada en una congruencia interior que el lector terminará
por percibir. Una sensación acrecentada por el empleo de estructuras
lingüísticas muchas veces rotas, un cierto minimalismo expresivo y un estilo de
prosa seco, gélido, sin una sola concesión al lirismo, y con ciertas secuencias
que parecen absurdas e incongruentes. Así pues, un producto narrativo que, a
pesar del paso de los años, sigue manteniéndose fresco, original y
modernizador, poco apto, sin embargo, para aquellos lectores que se contentan
con una escritura basada en la intranscendencia y en la levedad.
Fragmentos
"-Tienes para elegir: pastillas verdes,
amarillas, rojiblancas -le dijo la enfermera.
-Verdes -eligió Lucas-, cien
gramos; sin hueso.
La enfermera le dio otras, las que
ella quiso. Las enfermeras visten de blanco en los hospitales.
El compañero de habitación de
Lucas estaba dormido y la silla de las visitas vacía. Lucas tenía la impresión
de que la silla se estaba riendo de él. La silla era pura maldad. Cuando se fue
la enfermera, Lucas empezó a hablar con la silla: «Ya verás, va a venir; si no
es hoy, el día de San Nicolás, si no es el día de San Nicolás... pero vendrá, y
se sentará encima de ti y estaremos hablando hasta la noche, y después de la
noche también, y después cogeremos el autobús, a casa».
Entonces escuchó un tranvía, de
los antiguos.
Miró hacia la izquierda y en
primer plano vio el suero tac-tac y en segundo a Anas, dormido. Era más joven
que él. Setenta y siete. Y dormía; y parecía que iba a dormir hasta
desintegrarse, y hacía ruidos peculiares.”
…..
"Ahora por lo menos tengo
esa opción: pasar todo el día en casa sin sacar la guitarra de la funda. Leer,
comer, leer, mirar por la ventana, leer. Hasta la noche. Pero esa especie de
vacación tiene un inconveniente; inmenso, no obstante: se me enfrían los pies.
Y parece un problema insulso a primera vista, pero puede llegar a ser un
enfriamiento de hasta diez horas. Y puedo estar leyendo la mejor literatura que
se haya hecho nunca y no disfrutar, porque tengo los pies fríos.
Entonces no me queda otro remedio que tomar sopa. Pero hay veces que falla, que no llega hasta los pies, y me acobardo. Hay, sin embargo, otra forma de calentar los pies: leer la Biblia. Es la mejor forma, además, aunque haya una tercera posibilidad: el desenfreno. El desenfreno conmigo mismo o el desenfreno con Roma. Esta tercera forma es, con todo, la más imperfecta de todas, porque, además de los pies, también calienta la cara y el pecho, y no deja casi tiempo para leer literatura ni nada que tenga más de tres palabras seguidas.
Lucas está cada vez peor. Por una parte es bonito ver la enfermedad de Lucas, pero, aun así, me gustaría verle como para hacer cualquier cosa; me gustaría ver un Lucas de mi edad, por ejemplo. De todas formas, Lucas está más tranquilo desde que Roma viene más a menudo a casa. Le cambiamos los pañales Roma y yo. Y eso puede parecer dramático (si se es una persona dramática, como los notarios). Pero nosotros nos reímos de los pañales y de lo que significa tener que ponerse pañales. Porque somos igual de niños que Lucas, o igual de niños que los mismos pañales, o igual de niños que los adhesivos de los pañales, que a veces, sin previo aviso, dejan de adherir. No porque tengan una razón seria y contundente, sino porque se les ha metido entre ceja y ceja que no quieren adherir, y lloran y berrean, antes de cumplir su función y cerrar el pañal de forma impecable e higiénica. Y tanto a Roma como a mí nos parece bien ser igual de niños que los adhesivos de los pañales; si no podemos ser—por ejemplo— escritores o directores de cine, lo mejor que podemos hacer es ser igual de niños que un adhesivo de un pañal, que a veces adhiere y que otras veces no le da la gana de adherir.
Roma quiere ir a Lisboa. No tengo dinero. "
Entonces no me queda otro remedio que tomar sopa. Pero hay veces que falla, que no llega hasta los pies, y me acobardo. Hay, sin embargo, otra forma de calentar los pies: leer la Biblia. Es la mejor forma, además, aunque haya una tercera posibilidad: el desenfreno. El desenfreno conmigo mismo o el desenfreno con Roma. Esta tercera forma es, con todo, la más imperfecta de todas, porque, además de los pies, también calienta la cara y el pecho, y no deja casi tiempo para leer literatura ni nada que tenga más de tres palabras seguidas.
Lucas está cada vez peor. Por una parte es bonito ver la enfermedad de Lucas, pero, aun así, me gustaría verle como para hacer cualquier cosa; me gustaría ver un Lucas de mi edad, por ejemplo. De todas formas, Lucas está más tranquilo desde que Roma viene más a menudo a casa. Le cambiamos los pañales Roma y yo. Y eso puede parecer dramático (si se es una persona dramática, como los notarios). Pero nosotros nos reímos de los pañales y de lo que significa tener que ponerse pañales. Porque somos igual de niños que Lucas, o igual de niños que los mismos pañales, o igual de niños que los adhesivos de los pañales, que a veces, sin previo aviso, dejan de adherir. No porque tengan una razón seria y contundente, sino porque se les ha metido entre ceja y ceja que no quieren adherir, y lloran y berrean, antes de cumplir su función y cerrar el pañal de forma impecable e higiénica. Y tanto a Roma como a mí nos parece bien ser igual de niños que los adhesivos de los pañales; si no podemos ser—por ejemplo— escritores o directores de cine, lo mejor que podemos hacer es ser igual de niños que un adhesivo de un pañal, que a veces adhiere y que otras veces no le da la gana de adherir.
Roma quiere ir a Lisboa. No tengo dinero. "
(Unai Elorriaga, Un tranvía en
SP)
Toda una reflexión ...
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