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domingo, 22 de octubre de 2017

LA OBSESIÓN DEL SISHA PANGANA

Un tranvía en SP
Unai Elorriaga
Editorial Alfaguara, Madrid, 154 páginas
(Libros de fondo)

   
   SPrako tranbia (Elkar, 2001) fue Premio Nacional de Literatura en el año 2002. Un galardón concedido a una “opera prima”, la primera novela del filólogo vasco  Unai Elorriaga (Algorta, Getxo, 1973). Recibida con el aplauso unánime de la crítica vasca, lengua en la que vio la luz, batió en su día marcas de venta y fue traducida a varias lenguas tanto peninsulares como europeas. Y en su momento convirtió a Unai Elorriaga en un serio competidor de Bernardo Atxaga. La concesión del Premio Nacional de Literatura  a Un tranvía en SP no dejó de causar controversias, hoy olvidadas. “Despertó las iras de sectores alérgicos bien al euskera, bien a lo nuevo”. La polémica surgió porque ciertos grupos, de forma interesada y con connotaciones políticas, como precisó Josefina Aldecoa, miembro del jurado, consideraban que el jurado había votado a favor de SPrako tranbia habiendo leído únicamente una mínima parte de la misma.
   Concuerdo, sin embargo, con la valoración de Josefina Aldecoa. Un tranvía en PS es una de las mejores novelas aparecidas a inicios del siglo XXI. Así lo confirma el número de ediciones con las que cuenta el libro en su versión original, así como las traducciones a todas las lenguas peninsulares y a otros idiomas europeos. Es, sin embargo, una novela tan rica como compleja que nos llegó con la complejidad  que otros escritores están aportando: elementos renovadores y novedosos a las narrativas españolas. Unai Elorriaga se situó, sin duda alguna, al escribir esta novela, en la línea de la literatura experimental. Los únicos elementos realistas que están presentes en la novela no pasan de ser los nombres de los personajes y los de aquellas cumbres montañosas que entran en la categoría de los ocho miles.
   El tema central de la novela no es otro que las pesadillas, los sueños y las aspiraciones del protagonista principal, un hombre de edad avanzada que es víctima de un proceso degenerativo y vive en un territorio en el que confunde lo real con lo imaginado. La obsesión por subir al Shisha  Pangana, una de las cimas  que superan los ocho mil metros, los recuerdos de su esposa, fallecida  hace diecisiete años, y las relaciones que establece con un joven que “okupa” con absoluta normalidad su casa, forman una estructura  simbólica de la que se sirve el autor para patentizar la complejidad de las relaciones humanas, la conciencia de la contingencia y la desdramatización de la angustia de la muerte.
   Lucas, el protagonista principal, habita en esa línea difusa que separa la cordura del desatino, cuando el día comienza a ser más  noche que día, y su vida se encoje  con el paso del tiempo. Tiene absorbidos los ojos, pero está tranquilo porque es consciente de cuál es su obligación: enfermar poco a poco y morir. Mas, cada día que pasa, recuerda más y más cosas. Se acuerda de su mujer, se da cuenta de que los anuncios de los detergentes que vemos en la televisión, van a seguir y sin embargo nosotros, no. Y sobre todo, en este su abatimiento, brota en él la obsesión de pisar el Shisha Pangana, aunque en ese intento pierda la vida. He aquí, en mi opinión, la clave de esta novela simbólica, clave que hallamos en las páginas finales de la obra. Ese tranvía del que el protagonista escucha hablar y que hace el viaje hasta el Shisha Pangana… un tranvía negro, elegante. Vacío.
   Un tranvía en SP e una novela muy ambiciosa, mas también muy dura y compleja. Un verdadero experimento narrativo, una “acrobacia estructural” que demanda un lector cómplice, capaz de leer el libro de forma activa y dinámica para llenar los huecos vacíos que el fragmentarismo narrativo con el que Unai Elorriaga construye su novela. En muy pocos libros como este se podrá constatar aquello que sabemos desde Rayuela: cada libro puede contener muchos libros en su interior, y cada lector puede jugar a inventar su propia lectura siempre que en estos textos brote la fragmentariedad.
   Esta fragmentariedad es la que persigue el autor con una novela aparentemente caótica en cuanto a su estructura, mas perfectamente vertebrada en una congruencia interior que el lector terminará por percibir. Una sensación acrecentada por el empleo de estructuras lingüísticas muchas veces rotas, un cierto minimalismo expresivo y un estilo de prosa seco, gélido, sin una sola concesión al lirismo, y con ciertas secuencias que parecen absurdas e incongruentes. Así pues, un producto narrativo que, a pesar del paso de los años, sigue manteniéndose fresco, original y modernizador, poco apto, sin embargo, para aquellos lectores que se contentan con una escritura basada en la intranscendencia y en la levedad.




 
Unai Elorriaga (Foto EFE)

Fragmentos

"-Tienes para elegir: pastillas verdes, amarillas, rojiblancas -le dijo la enfermera.
-Verdes -eligió Lucas-, cien gramos; sin hueso.
La enfermera le dio otras, las que ella quiso. Las enfermeras visten de blanco en los hospitales.
El compañero de habitación de Lucas estaba dormido y la silla de las visitas vacía. Lucas tenía la impresión de que la silla se estaba riendo de él. La silla era pura maldad. Cuando se fue la enfermera, Lucas empezó a hablar con la silla: «Ya verás, va a venir; si no es hoy, el día de San Nicolás, si no es el día de San Nicolás... pero vendrá, y se sentará encima de ti y estaremos hablando hasta la noche, y después de la noche también, y después cogeremos el autobús, a casa».
Entonces escuchó un tranvía, de los antiguos.
Miró hacia la izquierda y en primer plano vio el suero tac-tac y en segundo a Anas, dormido. Era más joven que él. Setenta y siete. Y dormía; y parecía que iba a dormir hasta desintegrarse, y hacía ruidos peculiares.”

…..

"Ahora por lo menos tengo esa opción: pasar todo el día en casa sin sacar la guitarra de la funda. Leer, comer, leer, mirar por la ventana, leer. Hasta la noche. Pero esa especie de vacación tiene un inconveniente; inmenso, no obstante: se me enfrían los pies. Y parece un problema insulso a primera vista, pero puede llegar a ser un enfriamiento de hasta diez horas. Y puedo estar leyendo la mejor literatura que se haya hecho nunca y no disfrutar, porque tengo los pies fríos.
Entonces no me queda otro remedio que tomar sopa. Pero hay veces que falla, que no llega hasta los pies, y me acobardo. Hay, sin embargo, otra forma de calentar los pies: leer la Biblia. Es la mejor forma, además, aunque haya una tercera posibilidad: el desenfreno. El desenfreno conmigo mismo o el desenfreno con Roma. Esta tercera forma es, con todo, la más imperfecta de todas, porque, además de los pies, también calienta la cara y el pecho, y no deja casi tiempo para leer literatura ni nada que tenga más de tres palabras seguidas.
Lucas está cada vez peor. Por una parte es bonito ver la enfermedad de Lucas, pero, aun así, me gustaría verle como para hacer cualquier cosa; me gustaría ver un Lucas de mi edad, por ejemplo. De todas formas, Lucas está más tranquilo desde que Roma viene más a menudo a casa. Le cambiamos los pañales Roma y yo. Y eso puede parecer dramático (si se es una persona dramática, como los notarios). Pero nosotros nos reímos de los pañales y de lo que significa tener que ponerse pañales. Porque somos igual de niños que Lucas, o igual de niños que los mismos pañales, o igual de niños que los adhesivos de los pañales, que a veces, sin previo aviso, dejan de adherir. No porque tengan una razón seria y contundente, sino porque se les ha metido entre ceja y ceja que no quieren adherir, y lloran y berrean, antes de cumplir su función y cerrar el pañal de forma impecable e higiénica. Y tanto a Roma como a mí nos parece bien ser igual de niños que los adhesivos de los pañales; si no podemos ser—por ejemplo— escritores o directores de cine, lo mejor que podemos hacer es ser igual de niños que un adhesivo de un pañal, que a veces adhiere y que otras veces no le da la gana de adherir.
Roma quiere ir a Lisboa. No tengo dinero. "


(Unai Elorriaga, Un tranvía en SP)

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