Nélida Piñón
Traducción de Elkin Obregon Sanín
Editorial Alfaguara, Madrid, 768 páginas
(Libros de fondo)
Fue su singular teoría del
mestizaje, configurada por varias tradiciones literarias y cimentada en la
realidad, en la memoria y en la fantasía onírica, lo que valoró el jurado a la
hora de otorgarle a Nélida Piñón (Río de Janeiro, 1934) el Premio Príncipe de
Asturias de las Letras en el año 2005. Nélida Piñón tiene así mismo en su haber
otros importantes galardones como el Juan Rulfo (1995) o el XVII Premio Internacional Menéndez Pelayo (2003). Esta
hija de gallegos emigrantes a Brasil se suma así a una relación de escritores
de primer orden ganadores del Premio Príncipe de Asturias, especialmente desde
su universalización más allá del ámbito iberoamericano. En venturosa
coincidencia con el otorgamiento del Premio, su magna obra más conocida y
cumbre de la obra narrativa de la escritora brasileña, A república dos sonhos fue traducida y editada en las principales
lenguas peninsulares.
Nélida Piñón forma parte de la nómina de
escritores latinoamericanos que conforman el club de los escritores míticos.
Sus ficciones están tejidas con historias que provienen de un pasado mítico
pero real, historias que se disiparon en el siglo pasado, legando no obstante
un rico y caudaloso depósito de contenidos imaginarios que nutrirán la
creatividad de muchos escritores y escritoras de la otra orilla del Océano. El
legado de la memoria, tan importante en la obra de una mujer que conjura a la
estirpe, a los antepasados y los sienta en nuestra mesa para que nos fascinen
con los manjares de sus historias. Sus contribuciones más importantes, desde
esta vertiente mítico-memorialista, son sin duda A doce canção de Caetana,
Aprendiz de Homero y, de una forma muy
especial, esta saga monumental A
república dos sonhos, con la que la escritora nos transmite su visión
fundacional de la literatura y pone en evidencia que Galicia fecundó desde
siempre su imaginario.
Esta grandiosa fábula es una búsqueda y
examen de los antepasados gallegos que emigraron a Brasil, el país donde le
dieron forma a sus sueños, tras una llegada y una acogida no fáciles,
alimentada con pan duro y reseco en el
duro catre de una pensión barata. Fue la capacidad de resistencia de un pueblo
acostumbrado a mil diásporas.
El lector halla en la novela el micromundo de una sociedad completa, con
sus leyendas y sus mitos. Y dos raíces: la gallega y la brasileña. Mas no la
dulce Galicia de los trovadores medievales, sino la Galicia rural, patria de la miseria. Y al
otro lado del mar, Brasil, América, fuente que cura todos los males y los conjuros
de los demonios.
En Vigo, en el año 1913, dos adolescentes
embarcan hacia Brasil Se trata del triunfador Madruga y del soñador Venancio.
Echan ancla en el litoral brasileño y allí inician la búsqueda de su república
de sueños. A partir de un humilde empleo, la existencia de Madruga describe una
trayectoria de éxitos y de fracasos que ponen a prueba sus ideales de libertad
y de felicidad. Varias décadas más tarde, será su nieta la que recopila los
fragmentos de una existencia transterrada, reconstruyendo así la historia de la
familia que se confunde con la del Brasil.
Coexisten en la novela dos voces que evocan
el pasado en primera persona: la de Madruga y la de su nieta Breta (forma
regresiva de Bretanha); así como fragmentos paródicos de Venancio, otro
emigrante, y una omnisciente tercera persona que lo amalgama todo de forma
mágica en un juego de añoranzas personales e históricas. En ágiles pinceladas
describe Nélida Piñón la identidad fragmentada de sus héroes. En cuanto a su
estructura, la novela se configura como una emergencia de voces híbridas, y
arrastra hasta la superficie textual fragmentos de eventos y de vidas,
mezclados con ecos de historias y leyendas transmitidas a lo largo de
generaciones. Domina la autora una gran variedad de registros y se caracteriza
por su rigor a la hora de respetar los datos históricos. Así como por el empleo de un lenguaje poético
capaz de multiplicar los acontecimientos a través de la metaforización, mostrando
un gran amor por la palabra, no como forma gramatical, sino como forma de sentir,
de pensar y de rebelarse.
Nélida Piñón |
Fragmento
"En el cementerio, pronunció
una oración fúnebre.
El Brasil -dijo- pierde hoy uno de sus más ilustres hombres —y añadió, con tono misterioso—: Para no mencionar su actuación en la guerra del Paraguay, de donde vino cargado de medallas. Todos tenemos motivos para lamentar su pérdida.
Miguel desestimaba las poses belicosas de su hermano. Bastante tenía con Esperanza, una guerrera dispuesta siempre a derribarlo, a hacerlo caer al suelo. De donde Miguel se levantaba con la ilusión de tomarse la revancha al día siguiente. Ambos trataban de esquivar a Bento, negándole incluso el derecho de tomar partido a favor de alguno de los dos. No querían que se apropiara de sus tácticas, ni comprendiera sus impulsos. Sólo a ellos cabía respetar la tristeza del otro, cuando se reconocía vencido. Por eso, el ganador extendía la mano al caído, ayudándolo a soportar la derrota. Vivían, así, en un continuo balancín de triunfos y rendiciones. Cuando Esperanza ganaba el sitio de arriba, con los muslos delatados por el viento, Miguel, abatido, salía corriendo al cuarto de la madre. La interrumpía así en el momento en que, preocupada por la palidez de Odete, trataba de arrancarle la promesa de acudir al médico.
Odete se resistía. No estaba enferma. Dios le había concedido una salud de hierro, prueba por lo demás de que la miraba con buenos ojos. Eulalia se mostraba en desacuerdo. A veces Dios quería probarnos, ofreciéndonos una salud precaria, para que así pudiésemos apreciar mejor la vida que a Él debíamos. Ciertas dolencias, incluso, nos eran enviadas como aviso, para ayudarnos a derrotar el tormento de la vanidad y de la arrogancia. ¿No era acaso lo único importante saber que estábamos de paso en la tierra, y que todo lo debíamos a Él, que nos había prestado la vida para vivirla en Su Nombre, dando así testimonio de Su existencia, gracias a la cual habíamos sido creados?
Cuando Eulalia hablaba de Dios, Odete la oía con temor y respeto. Pero estas alusiones no eran muy frecuentes. Eulalia las reservaba para momentos cruciales de aflicción o gratitud. Pues pensaba que no se debía abusar de Su Santo Nombre. Muchas veces rezaba sin confesarse a sí misma que lo hacía. Quería evitar la tentación de proclamar un dios nacido de vanas alabanzas.
A pesar de los dolores en la columna, Odete no se permitía una sola queja. Pero su palidez era buena prueba de que algo le pasaba. Si bien se resistía a ser tratada, la alegraba en cambio saber que Eulalia sufría por ella, como si fuese alguien de la familia. Y para aceptar mejor una piedad a la que no quería en modo alguno negarse, entornaba los ojos, con gesto ligeramente lúgubre.
A todas éstas, unos golpes en la puerta anunciaban la presencia de Esperanza. Agitada e impaciente, pedía permiso para salir. Ante aquella adolescencia fogosa, Eulalia dudaba en hacer valer una autoridad que jamás le interesó recalcar. No hallaba la manera de frenar el ímpetu de una hija que, en ocasiones, la interpelaba como si fuese una adversaria. Por lo general, después de una breve negativa, la madre terminaba cediendo. Lo cual hacía sentir a Esperanza que su libertad dependía de un arbitrio falible e inestable. Por ello perdía confianza en los designios de la madre. Aunque comprendiese, también, cuán desagradable era para ésta verse obligada a señalar rumbos a su vida. "
El Brasil -dijo- pierde hoy uno de sus más ilustres hombres —y añadió, con tono misterioso—: Para no mencionar su actuación en la guerra del Paraguay, de donde vino cargado de medallas. Todos tenemos motivos para lamentar su pérdida.
Miguel desestimaba las poses belicosas de su hermano. Bastante tenía con Esperanza, una guerrera dispuesta siempre a derribarlo, a hacerlo caer al suelo. De donde Miguel se levantaba con la ilusión de tomarse la revancha al día siguiente. Ambos trataban de esquivar a Bento, negándole incluso el derecho de tomar partido a favor de alguno de los dos. No querían que se apropiara de sus tácticas, ni comprendiera sus impulsos. Sólo a ellos cabía respetar la tristeza del otro, cuando se reconocía vencido. Por eso, el ganador extendía la mano al caído, ayudándolo a soportar la derrota. Vivían, así, en un continuo balancín de triunfos y rendiciones. Cuando Esperanza ganaba el sitio de arriba, con los muslos delatados por el viento, Miguel, abatido, salía corriendo al cuarto de la madre. La interrumpía así en el momento en que, preocupada por la palidez de Odete, trataba de arrancarle la promesa de acudir al médico.
Odete se resistía. No estaba enferma. Dios le había concedido una salud de hierro, prueba por lo demás de que la miraba con buenos ojos. Eulalia se mostraba en desacuerdo. A veces Dios quería probarnos, ofreciéndonos una salud precaria, para que así pudiésemos apreciar mejor la vida que a Él debíamos. Ciertas dolencias, incluso, nos eran enviadas como aviso, para ayudarnos a derrotar el tormento de la vanidad y de la arrogancia. ¿No era acaso lo único importante saber que estábamos de paso en la tierra, y que todo lo debíamos a Él, que nos había prestado la vida para vivirla en Su Nombre, dando así testimonio de Su existencia, gracias a la cual habíamos sido creados?
Cuando Eulalia hablaba de Dios, Odete la oía con temor y respeto. Pero estas alusiones no eran muy frecuentes. Eulalia las reservaba para momentos cruciales de aflicción o gratitud. Pues pensaba que no se debía abusar de Su Santo Nombre. Muchas veces rezaba sin confesarse a sí misma que lo hacía. Quería evitar la tentación de proclamar un dios nacido de vanas alabanzas.
A pesar de los dolores en la columna, Odete no se permitía una sola queja. Pero su palidez era buena prueba de que algo le pasaba. Si bien se resistía a ser tratada, la alegraba en cambio saber que Eulalia sufría por ella, como si fuese alguien de la familia. Y para aceptar mejor una piedad a la que no quería en modo alguno negarse, entornaba los ojos, con gesto ligeramente lúgubre.
A todas éstas, unos golpes en la puerta anunciaban la presencia de Esperanza. Agitada e impaciente, pedía permiso para salir. Ante aquella adolescencia fogosa, Eulalia dudaba en hacer valer una autoridad que jamás le interesó recalcar. No hallaba la manera de frenar el ímpetu de una hija que, en ocasiones, la interpelaba como si fuese una adversaria. Por lo general, después de una breve negativa, la madre terminaba cediendo. Lo cual hacía sentir a Esperanza que su libertad dependía de un arbitrio falible e inestable. Por ello perdía confianza en los designios de la madre. Aunque comprendiese, también, cuán desagradable era para ésta verse obligada a señalar rumbos a su vida. "
(Nélida Piñón, La república de
los sueños)
Siempre interesante ...
ResponderEliminarLas letras siempre tan amigas de contarnos las historias de la Historia, suelen ser milagrosas en el decir de algún escritor o escritora.
ResponderEliminarSiendo nieta de todos abuelos españoles, y habiendo tratado de hurgar en la historia de dos de ellos, en algún rincón del camino recorrido, alguien me sugirió que podrían haber ido a Brasil antes de instalarse en Argentina. Por eso me parece interesante la novela porque pone de manifiesto, tal como lo dices tú y he leído en su fragmento una forma de contar que no es común, haciendo partícipes a voces que también tienen algo que decir. La mención de la fidelidad a lo sagrado, al punto de no querer reconocerlo ni con el pensamiento, restaura la marca dejada desde el dolor de lo invisible. Todos sabemos lo que la religión es capaz de lograr en el humano como individuo, ya que rara vez libera almas sino que esclaviza el pensamiento y que hay quienes o hubo quienes sometieron así a multitudes.
Es una prosa atractiva y por lo visto toca muchos puntos que tienen que ver con el que se fue de su lugar de origen, y con el que se quedó, estableció su ser en otro lugar tan recóndito e inalcanzable por las buenas, como lo fue en aquellas épocas esta parte de América del sur. Tocar el tema desde lo metafórico es más abarcativo aún.
Un afectuoso saludo .