Martin Amis
Traducción de
Jesús Zulaika
Editorial
Anagrama, Barcelona, 2008, 264 páginas
(Libros de
fondo)
No hace mucho tiempo, y sobre todo en
geografías anglófonas, se hablaba de él, de Martin Amis, siempre con frases muy
elogiosas: “Me encantaban sus libros”, “Amis era tan buen escritor”. En efecto,
el enfant terrible de las letras británicas, hijo de otro famoso escritor,
Kingsley Amis, descubierto en la primera hornada de la revista Granta, tiene en
su haber algunas de las más importantes obras de la ficción contemporánea.
Libros versátiles y repletos de talento, como Money (1984), The Information
(1995), Yellow Dogs (2004); junto
con libros autobiográficos como Experience
(2002) y otros productos híbridos entre el ensayo y el relato ficcional, como Koba the Dread o The Second Plane (2008). Algunos analistas consideran que Martin
Amis es oscuro y desagradable; otros por el contrario opinan que es uno de los
más ingeniosos escritores satíricos contemporáneos.
House of Meetings, editada en
español por Anagrama como La casa de los
encuentros, ha recibido no pocos juicios elogiosos, pero también
valoraciones muy negativas. No falta quien considera La casa de los encuentros como la mejor novela de Amis. Una novela
que supedita el gusto por la pirotecnia posmoderna a las exigencias de la historia; un texto tan fascinante como denso,
con fuerte tufillo a violencia y a gotas
de intriga, sin olvidar un cierto adorno pasional. Para otros críticos, los
elementos ficcionales de la novela son muy tenues. En el inicio de la obra se
dejan sentir repetidos presagios de que está en camino un buen cuento chino.
Pero no: el tema de fondo que finalmente aparece, es la clásica rivalidad
amisiana entre dos hermanos, y un largo dietario de los actuales intereses y
obsesiones de Martin Amis, sazonadas con ciertas dosis de imaginación, agudeza
y hermosas florituras verbales. Porque ningún escritor inglés actual -podemos
citar a Barnes, McEvan o Rushdie- es capaz de someter el idioma como Amis. Sin
embargo, en esta ocasión, Amis machaca al lector con el empleo de un
pretencioso registro lingüístico. Y además lo sumerge en una historia extraída
del cajón de sastre de sus actuales obsesiones. Amis dejó de escribir buenos
libros satíricos para convertirse en un indiscutible perseguidor de
atrocidades. Ofertas inabarcables como los asesinos en serie, el Holocausto, el
Gulag o el 11 de Setiembre, los errores o excesos de la revolución feminista… ¡Como
si el hecho de escribir sobre acontecimientos realmente perversos o
catastróficos convirtiera a un autor en un buen escritor!
Para el comentarista La casa de
los encuentros es una buena introducción al archipiélago Gulag para
aquellos lectores que nada saben del mismo. El recorrido que Amis hace por los
males de la sociedad soviética después de la Segunda Guerra Mundial, nos llega
servido a través de un triángulo amoroso-sexual entre dos hermanos, los dos
presos políticos en un gulag siberiano, y la mujer a la que ambos aman, que
acude a visitarlos. Un narrador innominado, uno de los hermanos presos, más
tarde ex preso, le cuenta a Venus, su hijastra americana, sus experiencias en
el campo de trabajo siberiano y más tarde fuera de él. Había participado en la
Segunda Gran Guerra, había sido herido y condecorado y así mismo había tomado
parte en las violaciones masivas del
ejército soviético al invadir Alemania. Más tarde cae en desgracia y, junto con
su hermano, es enviado al campo de trabajo, donde estarán retenidos durante
diez años. Allí reciben la visita de Zoya que atraviesa medio continente para
poder pasar una noche en la “casa de los encuentros” En 1954 habían comenzado
efectivamente las visitas conyugales a los campos de trabajo soviéticos. Para
los hombres estos vis a vis eran sinónimo de rapado de la cabeza, desinfección,
duchas prolongadas con una manguera de incendios. Para las mujeres que acudían
a la casa, el encuentro constituía por sí mismo una verdadera categorización:
las transformaba sin más en esposas de los enemigos del pueblo.
El prolongado monólogo del protagonista relator se convierte en una
reflexión, no solo sobre sus propias experiencias vitales, sino también acerca
del destino de Rusia y de las diferencias entre dos paraísos (el comunista y el
capitalista), entre los que conocen el lado obscuro de la historia y los que
todavía ignoran tales horrores. Así pues, una reflexión sobre el mal, sobre el
terror que jamás será borrado del todo. El narrador le advierte a la destinataria
de sus misivas que nunca existe un cierre definitivo para personas como él, que
nadie se recupera jamás de nada ni es capaz de pasar página.
La casa de los encuentros
desmiente a aquellos que piensan que los lectores de Amis siempre se ven
sorprendidos, porque el escritor retoma en la novela el tema de la Unión
Soviética, ya tratado en sus alegaciones antistalinistas de Koba the Dread: la atrocidades del Gulag.
Sin embargo, la novela es todo aquello que no llegó a ser el libro sobre Stalin.
Sin dejar de ser un libro político, por mucho que Amis reitere que su ideología
es la no ideología, La casa de los encuentros
es fundamentalmente ficción. Ficción sobre las pesadillas de la sociedad soviética
stalinista. Ficción sobre esa condición predadora de los seres humanos que con tanta
exactitud había reflejado la metáfora de Hobbes.
Francisco Martínez Bouzas
Fragmentos
“Estoy
a punto de describir a una jovencita extraordinariamente atractiva, y la
experiencia me dice que no va a gustarte, porque eso es lo que tú eres también.
Estoy seguro de que piensas que has evolucionado y te has librado de ello -de
la envidia-. Pero la evolución no es cosa de una tarde. Y la experiencia me
dice también que una mujer atractiva no quiere ni oír hablar de otra mujer
atractiva. Y aún te va a resultar más problemático, quizá, por el hecho de que
va a despertar en ti un ánimo protector hacia tu madre, lo cual es natural. Así
que te invito a ponerte en la piel de cualquier fémina contemporánea de Zoya.
Tenía diecinueve años, y, ya desde el principio, su reputación era francamente
terrible. Seguro que eso te anima. Y, aun así, las otras chicas la veían como
un ser excepcional. Instintivamente la disculpaban, pues veían en ella una
figura de vanguardia -l’esprit fort-. Vivía más que ellas, pero también sufría
más que ellas; y les mostraba posibilidades.
Solía decirse que Moscú era el pueblo más grande de Rusia. En los arrabales, en invierno, había pequeños senderos en la nieve que comunicaban cada casa con las paradas de tranvía y las tiendas de comida (Leche, decían los letreros), y la gente andaba de un lado para otro arrastrando los pies como rústicos, con sus abrigos cortos de piel de borrego, y parecía que en cualquier momento ibas a ver un mamut o un iceberg. Pero es un recuerdo de la niñez (hoy día no hay leche). El panorama cambió: una maraña primitiva en la que se habían incrustado varios altos hornos y fundiciones y fábricas de gas y curtidurías en medio de las casitas y los empedrados. Teníamos un pueblo dentro del pueblo (el distrito del sureste conocido como El Codo), y cuando Zoya entró en él, en enero de 1946, cayó como un rapapolvo contra las condiciones imperantes, la falta de comida y combustible, la falta de libros, ropa, cristal, bombillas, velas, cerillas, papel, goma, pasta de dientes, cuerda, sal, jabón. No, más: era como un acto de desobediencia civil. Zoya era temerariamente llamativa, y judía -un blanco natural para la denuncia y la detención-. Porque así era como se resolvían en mi país desde hacía siglos los resentimientos y las envidias. Así era como podía resolverse de forma maravillosamente simple, por ejemplo, un «triángulo amoroso.»
Solía decirse que Moscú era el pueblo más grande de Rusia. En los arrabales, en invierno, había pequeños senderos en la nieve que comunicaban cada casa con las paradas de tranvía y las tiendas de comida (Leche, decían los letreros), y la gente andaba de un lado para otro arrastrando los pies como rústicos, con sus abrigos cortos de piel de borrego, y parecía que en cualquier momento ibas a ver un mamut o un iceberg. Pero es un recuerdo de la niñez (hoy día no hay leche). El panorama cambió: una maraña primitiva en la que se habían incrustado varios altos hornos y fundiciones y fábricas de gas y curtidurías en medio de las casitas y los empedrados. Teníamos un pueblo dentro del pueblo (el distrito del sureste conocido como El Codo), y cuando Zoya entró en él, en enero de 1946, cayó como un rapapolvo contra las condiciones imperantes, la falta de comida y combustible, la falta de libros, ropa, cristal, bombillas, velas, cerillas, papel, goma, pasta de dientes, cuerda, sal, jabón. No, más: era como un acto de desobediencia civil. Zoya era temerariamente llamativa, y judía -un blanco natural para la denuncia y la detención-. Porque así era como se resolvían en mi país desde hacía siglos los resentimientos y las envidias. Así era como podía resolverse de forma maravillosamente simple, por ejemplo, un «triángulo amoroso.»
…..
“Teniendo en cuenta la variedad e
intensidad del sufrimiento que casi siempre causaba, me dejaba perplejo cuán
anhelada y perseguida seguía siendo aquella casita de la colina. Yo fui un
estudioso atento de aquel rito de paso (aunque bastante irreflexivo, he de
admitir, sobre todo al principio). Para los maridos, la visita conyugal
significaba el afeitado de cabeza, la desinfección, el largo chorro con la
manguera de incendios. Salían de las duchas irreconociblemente restregados,
escocidos, alertados, con ropas tiesas no por la suciedad sino por el efecto de
los detergentes feroces. Luego, como la viva estampa del apetito y el brío,
flanqueados por una pequeña escolta, se encaminaban con prisa hacia La Casa de
los Encuentros. Y al día siguiente, viéndolos bajar uno por uno, tambaleantes,
hechos auténticas ruinas o apariciones, yo solía sorprenderme pensando: lo
pedíais a gritos, luchamos por ello, ¿qué os pasa ahora?”
(Martin Amis,
La casa de los encuentros)
Muy interesante...
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