Yasmina Khadra
Traducción de Wnceslao-Carlos Lozano
Ediciones Destino, Colección Áncora y Delfín,
Barcelona 2013, 378 páginas.
Es quizás la novela más grande jamás escrita
sobre la Argelia colonial. Así califica el escritor argelino Yasmina Khadra
(Mohammed Moulessehoul es su verdadero nombre) su última novela, Les anges meurent de nos blessures, editada
casi a la par en Francia y en España. El autor, Yasmina Khadra (Sáhara
argelino, 1955) es un escritor reconocido en todo el mundo, con muchas de sus
obras traducidas en más de cuarenta países. A los pocos años de sus anterior
novela, Lo que el día debe a la noche,
2008), adaptada recientemente a la gran pantalla, Yasmina Khadra sumerge a los
lectores en la Argelina colonial de entre guerras (años veinte y treinta del
pasado siglo). Es un regreso del escritor a sus orígenes con una gran historia
de amor y aventuras, pero sobre todo de superación. El relato del incansable
tesón de un hombre que busca el amor y la dignidad en el contexto de una época
y de un ambiente social que el escritor retrata con maestría: la reconstrucción
de un mundo devastado por la Gran Guerra, el choque cultural, religioso, de
mentalidades distintas en la ciudad argelina más europea: Orán.
En las paradojas y contrastes grises y
brumosos de ese período de entre guerras, recién salidos de las monstruosidades
bélicas, se inspira Yasmina Khadra. Y entre las arenas movedizas de ese
período, coloca el escritor a su protagonista, Turambo, al que hace hablar en
primera persona desde la cárcel y en espera de subir al patíbulo y ser
guillotinado.
La novela, en efecto, echa a andar en un
presidio de la Argelia colonial. El joven Turambo aguarda la hora de su
ajusticiamiento como castigo por un crimen cuya naturaleza no revela el autor.
Son semanas que actúan como maléfico presagio de la fatalidad que guía la
existencia del protagonista. Lo que le sobra es el tiempo y Turambo hace hablar
a su memoria y rememora su biografía desde el momento en que en su infancia un
corrimiento de tierras borra del mapa el pueblo de su nacimiento, dejando a su
familia sumida en la miseria. A los once años, “que me sabían a once cadenas
perpetuas”, Turambo se marcha a vivir a
Graba, un lugar donde la gente se limita
a ser pobres, nadie paga por sus crímenes y sus habitantes lo comparten
todo excepto las desdichas. Rodeado de perdedores, niños convertidos en
matones, homosexuales que el puritanismo de la época les obliga a esconder su
condición, prestamistas que violan para cobrar deudas.
Turambo no se resigna a ser uno más. Él se
ha propuesto gobernar su propio destino y por eso se traslada a Orán, en
búsqueda de una vida mejor. Y lo hará iniciándose en el boxeo tras una pelea
callejera y con el propósito de convertirse en una estrella del ring, así poder
vivir como un europeo y dejar de ser un paria en una sociedad controlada por
inmigrantes racistas provenientes de Europa, que trata a los musulmanes como
basura social.
La novela se divide en tres grandes
secciones, rotuladas con nombres de
mujer: Nora Aïda e Irène. Ellas forman el esqueleto del libro y nos permiten
conocer los avatares sentimentales, profesionales y sobre todo vitales del protagonista.
Esas tres mujeres dejan sus huellas, y también sus heridas, en el corazón del
protagonista. Heridas sangrantes, mucho más aún que las del boxeo, porque a
través de amores complejos, inconvenientes o incondicionales, Turambo busca el
sentido a una vida que ya no se contenta con gloria y dinero. Su gran trofeo
será el amor de una mujer.
Son muchas las virtudes de este libro.
Yasmina Khadra convierte su historia en un viaje iniciático, en el que la
superación y el amor son la gran fuerza que impulsa en el recorrido. El
escritor sigue además la senda de las narraciones clásicas: el libro, por eso
mismo, es un gran mosaico de vidas, de personajes, pergeñados y dibujados con
gran maestría. Con un argumento al estilo de las grandes historias, tejido con
una prosa de excelente calidad y luminosa plasticidad literaria. Considero
oportuna así mismo la narración en primera persona, desde el punto de vista del
protagonista que, en mi opinión no le resta verosimilitud a la novela y mucho
menos cuando el héroe de la misma nos deja entrever sus heridas, sus
desgracias, las lacras que lo convierten en antihéroe. No es mérito menor el
realismo con el que Yasmina Khadra describe los ambientes sin adulterarlos y la
veracidad con la que da voz a los
excluidos sin caer en ningún género de literatura panfletaria ni maniquea. En
resumen, una excelente novela recomendable para aquellos lectores que todavía
andan a la caza de grandes historias.
Francisco
Martínez Bouzas
Yasmina Khadra |
Fragmentos
“En
Graba, la noche no llegaba ni caía, sino que se vertía desde el cielo sobre
nosotros como una gigantesca caldera de alquitrán fresco, elástica y espesa,
tragándose las colinas y los bosques, mientras impregnaba las mentes con su
negrura. La gente callaba repentinamente, como senderistas sorprendidos por una
avalancha. No se oía el menor ruido, el menor crujido en la espesura del monte bajo.
Luego, poco a poco, sonaba el chasquido de un correaje, el chirrido de una
verja, el vagido de un bebé, una riña entre chiquillos. La vida regresaba por
sus fueros y las angustias nocturnas emergían como termitas, royendo las tinieblas.
Y, justo cuando se apagaban las velas para dormir, los aterradores berridos de
los borrachos sonaban a coro, y los rezagados se apresuraban en regresar a sus
casas, no fueran sus cuerpos a aparecer de madrugada encharcados en sangre.”
…..
“Los
ogros no son sino los frutos alucinógenos y las coartadas de nuestras
supersticiones, de modo que apenas valemos más que ellos, pues, siendo a la vez
falsos testigos y jueces expeditivos, solemos condenar antes de deliberar.
El
ogro Graba no era tan monstruoso.
Viéndola
desde el mirador de mi colina, esa gente me parecía apestada y sus chabolas
trampas mortales. Estaba equivocado. Bien pensado, el gueto era llevadero. Sin
duda parecía un purgatorio, pero no lo era. En Graba, nadie pagaba por sus crímenes
ni por sus pecados; nos limitábamos a ser pobres.”
…..
“Aída
clavó un codo en la almohada, apoyó la mejilla en la palma de la mano y se quedó
viendo como me vestía. La satinada sábana destacaba la armoniosa curva de su
cadera. Estaba espléndida en su pose de ninfa exhausta de amor a punto de
dormirse. Su larga cabellera negra se desparramaba sobre sus hombros y sus
pechos, que aún llevaban la huella de mis abrazos y parecían dos frutos
sagrados. ¿Qué edad tendría? Parecía tan joven, tan frágil. Cuando la abrazaba,
cuidaba de no apretar demasiado su cuerpo de porcelana. Hacía ya dos meses que
acudía con regularidad a recuperarme en su aromatizada estancia, y cada vez mi
corazón latía con más fuerza por ella. Creo que la amaba. Procedía de la alta
cuna beduina de la Hamada. La habían casado a los trece años con el hijo de un
cadí en alguna parte de las Altas Mesetas. Al año su marido la había repudiado
por infecunda, y su propia familia, para la cual aquello supuso una afrenta, le
dio de lado. Marcada por el estigma de la esterilidad, ningún primo se dignó
tomarla por esposa. Una mañana, echó a andar sin mirar atrás. Unos nómadas la
dejaron en la entrada de un pueblo colonial, donde la acogió una familia
cristiana. Bien entrada la noche, y por su turno, los hijos de sus empleadores
acudían a abusar de ella en el sótano donde, entre telarañas y trastos
arrumbados, se alojaba. Cuando a sus violadores les dio por convertirse en
verdugos, Aïda se vio obligada a huir hasta que, al cabo de unas semanas, la
detuvieron por vagabundeo. Luego pasó de manos de un chulo a las de una alcahueta, como si fuera mercancía
de contrabando, antes de ir aparar al
club de madame Camelia.”
(Yasmina Khadra, Los
ángeles mueren por nuestras heridas, páginas 25, 35, 230-231)
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