El escritor francés Emmanuel Carrère acaba de ser proclamado ganador del Premio Princesa de Asturias de las Letras 2021 El escritor galo es conocido sobre todo por su novelas no ficcionales, cercanas al reportaje novelesco, aunque en su inicios, escribía ficción. En este Cuaderno de crítica literaria he reseñado y valorado varias de su obras, la última Yoga, pero también, Bravura, El bigote, Una semana en la nieve, Limonov. Con motivo del galardón publico de nuevo aquí la primera novela de Emmanuel Carrère que me impresionó, hasta el punto de conmocionarme De vidas ajenas, reseñada en esta bitácora el 8 de septiembre de 2011.
De vidas ajenas
Emmanuel Carrère
Traducción de Jaime Zulaika
Editorial Anagrama, Barcelona, 2011, 260 páginas.
En pocas ocasiones como en esta se hace preciso un acercamiento a la génesis de esta novela, De vidas ajenas. Lo demanda la naturaleza non ficcional de la misma y las profundas raíces de dolor real que la generaron y de las que Emmanuel Carrère fue testigo. El mismo escritor francés, que se consagró como narrador, acercándonos la figura criminal de Jean-Claude Romand en su novela El adversario, reconoce que en De vidas ajenas narra experiencias vitales de gran dureza, pero que las encaró con cierto confort psicológico porque le amparaba la legitimidad. Todo lo que aquí narra Carrère es absolutamente verídico. La certeza y la claridad de la vida frente a la brutalidad de la muerte transformaron al escritor hasta permitirle narrar a corazón abierto todo aquello que contempló: dos dolorosas muertes.
Emmanuel Carrère es escritor, guionista y realizador de cine y televisión. (Con el título D’autres vies que la mienne y dirigida por Philippe Lioret acaba de adaptar su novela al cine). En el año 2004 se encontraba de vacaciones con su esposa en Sri Lanka. El matrimonio hacía aguas, pero allí fueron testigos del brutal desbordamiento de otras aguas: las del tsunami que arrasó el Sudeste Asiático. Ellos estaban a salvo en su hotel, pero vieron de forma muy directa la hecatombe y la desgracia de una pareja de compatriotas cuya hija de cinco años había sido tragada por la ola. Y les acompañaron en su recorrido por las diferentes morgues del país para encontrar el cadáver. A los pocos meses, ya de regreso en Francia, otra ola: Juliette, la hermana de su mujer fallece víctima de un cáncer. En esos momentos, un familiar le propone relatar esas historias, pero le pareció “obsceno y fuera de lugar”. Sin embargo visitó a un juez Étienne, amigo de su cuñada, que en su juventud también había padecido un cáncer que le provocó la amputación de una pierna. El juez le habló de su amistad con su cuñada, del trabajo en común y de las experiencias de la enfermedad y le convenció de que todas esas experiencias extremas debían ser contadas.
Fue Susan Sontag quien postuló el requisito de la necesidad para la literatura. De vidas ajenas cumple con esa exigencia más allá del cien por cien y en todos sus polos o centros de interés narrativo. Y cumple porque todo eso aconteció y Emmanuel Carrère lo cuenta de forma objetiva y honesta.
La catástrofe natural, el gigantesco tsunami en Sri Lanka fue algo que pasó. La ola arrastrándolo todo, la pareja francesa que presencia la desaparición de su hija entre miles de muertos. Sin poder hacer nada. Y el escritor y su esposa Hélène, sintiéndose débil ante una experiencia que les unirá: “Estuvimos un largo rato frente a frente, bajo el débil chorro de agua. Sentíamos frágiles nuestros cuerpos. Yo miraba el de Hélène, tan hermoso, tan aplastado por la fatiga y el pavor. Yo no sentía deseo, sino una piedad desgarradora, una necesidad de cuidarla, de protegerla, de conservarla. Pensaba: hoy podría estar muerta. Hélène me es preciosa. Preciosísima. Quisiera que un día sea vieja, que su piel sea vieja y desvastada y seguir queriéndola” (página 58).
Pero la mayor parte del libro está consagrado, a través de los testimonios de las personas próximas, a recuperar a su cuñada y su especial relación profesional y amical con un colega, con Étienne. Ambos jueces, ambos compartiendo una cojera secuela de sendos cánceres sufridos en sus juventudes, ambos apasionados por la justicia, una pasión nada revolucionaria. Simplemente luchaban a favor de la gente con problemas de crédito y sobreendeudamiento, para construir una sociedad un poco más justa. Hasta que surge otra vez la catástrofe. Esta vez una catástrofe íntima: el cáncer que de nuevo hace que Juliette, con poco más de treinta años y madre de tres niñas que todavía no habían alcanzado la adolescencia, comience a morirse.
Emmanuel Carrère narra este veloz deslizamiento hacia la muerte no como una historia triste, aunque no aporte esperanzas ni existan referencias a la fe religiosa. Pero su escritura, a la vez que supone un estremecedor acercamiento antropológico a la manera occidental de asumir la muerte, ensalza la vida que late con fuerza por debajo de ese río imparable que es el morir. Por eso al concluir la lectura de este texto, sentimos el confort y la alegría ante la parte de felicidad de la que nos hemos podido apropiar, sin dejarla escapar.
Al leer la relación profesional y de amistad entre la pareja de jueces, una relación no amorosa, exclusivamente amical y su pasión “no revolucionaria” por la justicia, me resulta imposible impedir que en mi memoria surjan las palabras con las de Jorge Herralde, director y editor de Anagrama, definió a estos dos jueces: “santos laicos”. Es aquí donde la novela cobra una indudable dimensión social y política. La pasión de ambos jueces por la justicia, vinculada quizás a las injusticias que ellos habían sufrido y a la constatación de cómo las grandes entidades crediticias engañaban a la gente sencilla. Por eso los dos eran capaces de consagrar decenas de horas para demostrar que los intereses y penalizaciones practicadas por algunos bancos sobrepasaban el límite de la usura y que aquella manera de sangrar a la gente no solo era inmoral, sino también ilegal. Y todo ello sin ser nada extravagantes ni jueces estrella. Simplemente aspiraban a un mundo en el que se tenga derecho a violar la ley y a hacerla respetar como jueces. Absoluto liberalismo, como comenta Étienne.
De vidas ajenas no es una novela siniestra, pero si espeluznante y al mismo tiempo estimulante. Un libro sobrecogedor que profundiza en la tragedia y en el dolor pero huye de la sensiblería y de los recursos lacrimógenos. De la lectura de este texto non-fiction, desnudo y sin efectivismos, pero escrito con gran vitalidad narrativa y que se sirve de los más eficaces recursos ficcionales para contar hechos reales, brota la misma experiencia que el psicoanalista y “canceroso” Pierre Cazenave extrajo de su arte: “una solidariedad incondicional con la congoja insondable que entraña la condición humana”
Francisco Martínez Bouzas
Emmanuel Carrère
Fragmentos
“(…) Hombres, mujeres, niños, ancianos, nativos y occidentales, con el rostro enmarcado, deteriorado, tumefacto y los ojos abiertos o cerrados, desfilaron decenas, la pantalla dedicaba unos segundos a cada foto y después, automáticamente, pasaba la siguiente, y por fin apareció la de Juliette. Hélène estaba al lado de Jérôme. Le vio mirar la foto de su hijita muerta. Vio cómo la miraba. Cuando otra foto sustituyó a la de Juliette, Jérôme enloqueció. Se precipitó sobre el ordenador, pidió a gritos que volviese atrás. El empleado pulsó el ratón y consultó la ficha que acompañaba a la foto: Juliette ya no estaba allí, la habían trasladado la víspera a Colombo. Su foto fue reemplazada de nuevo y Jérôrome sucumbió de nuevo al pánico y le pidió que volviera atrás: no conseguía separarse de la pantalla ni aceptar que Juliette desapareciera. El empleado pulsó varias veces seguidas para detener el desfile automático. Jérôme miraba ávidamente la cara de su hija, sus cabellos rubios, los tirantes del vestido rojo sobre los hombros redondos y bronceados. Cada vez que aparecía una nueva foto suplicaba: again! Again, again”.
…..
“(…) Habló de la justicia, de la manera como Juliette y él administraban justicia. En el tribunal de Vienne se ocupaban sobre todo del derecho al sobreendeudamiento y del derecho a la vivienda, es decir, de asuntos en los que existen pudientes y desposeídos, débiles y fuertes, aunque a menudo es más complicado (…) Étienne decía que a Juliette no le habría gustado que dijeran que estaba del lado de los desheredados: sería demasiado simple, demasiado romántico, sobre todo no sería jurídico, y ella se obstinaba en ser jurista. Ella habría dicho que estaba en el bando del derecho, pero llegó a ser, los dos llegaron a ser virtuosos en el arte de aplicarlo realmente. Para ello eran capaces de consagrar decenas de horas al estudio de un plan de reembolso, a descubrir una directiva en la que otros nunca habrían pensado, capaces de apelar al Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas (…) Sus sentencias fueron publicadas, discutidas, violentamente atacadas”.
…..
“(…) Le pidió que le llevara en coche a casa de Aurélie, que también vivía en Sceaux, y que pasara a recogerle más tarde. Salía con Aurélie desde hacía dos años y habían tenido juntos su primera experiencia sexual. Ella era muy bonita, muy fina, y él todavía piensa hoy que muy bien podrían haberse casado. Se acostaron en la cama y él le dijo: el lunes van a cortarme la pierna, y por fin rompió a llorar. Mientras iba anocheciendo, se quedaron horas abrazados, o más bien él permaneció en los brazos de ella, que le estrechaba con todas sus fuerzas y le acariciaba el pelo, la cara, el cuerpo entero, quizá hasta la pierna que pronto ya no existiría. Ella le decía en voz baja palabras tiernas, pero cuando él le preguntó si le seguiría queriendo con una sola pierna, ella fue honesta: no lo sé”
…..
“(…) Hubo aún otro silencio y luego Juliette dijo que no quería que la desposeyeran de su enfermedad, como habían hecho a los dieciséis años. Sus padres habían puesto todo su amor, toda su energía, toda su ciencia para protegerla, si hubieran podido habrían sufrido el cáncer en su lugar, pero ella ya no quería que otros sufrieran por ella. Quería vivirlo plenamente, hasta la muerte, si es lo que la esperaba al final, como parecía probable, y contaba con Étienne para que la ayudase”
(Emmanuel Carrère, De vidas ajenas, páginas 46-47, 88, 110, 214)
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