Nuria Labari
Círculo de Tiza, Madrid, 2016, 213 páginas
Lo dice Nuria Labari en la nota preliminar a
este libro auroral: “Es mentira: la realidad no supera la ficción. Necesitamos
la ficción para superar la realidad”. Por eso mismo no tengo la menor duda de
que un acontecimiento que el 11 de marzo de 2004 originó la mayor tragedia y el
mayor shock que sufrió este país desde la Guerra Civil, precisaba ser
ficcionalizado, literaturizado. Como aconteció
siempre con los grandes sucesos apocalípticos. Como ocurrió con el 11-S, que
generó docenas de libros que analizaron los hechos y los interrogantes desde la
investigación erudita, pero también desde miradas literarias, ficcionalizando
historias patrióticas, vivencias de la catástrofe, dramas familiares. Todo eso
es inevitable. En primer lugar porque la literatura lo aprovecha todo, porque
esos trágicos sucesos suelen estar acompañados de imágenes simbólicas; y, sobre
todo, por el efecto terapéutico y superador de la ficción que no diluye en
leyendas y falsas o maravillosas
fabulaciones sucesos desoladores y dolorosos, sino que los convierte en arte.
No olvidemos que una de las consecuencias del 11-S fue el adelanto de la
entrega del “Praemium Imperiale” a
Arthur Miller. Cuando finalmente lo recibió el 3 de septiembre de 2002, el
autor de La muerte de un viajante
pronunció en un breve discurso estas palabras: “Las artes pueden hacer por
mantener la paz más que las guerras, los armamentos, las amenazas de los
políticos.
No sé si Nuria Labari actuó, al escribir
este libro, a impulsos de la receta de Arthur Miller, pero ella a sus
veinticuatro años, poco menos que en su debut como periodista, estaba allí, el 11 de marzo de 2004, a los
pocos minutos de que las bombas estallasen y los cuerpos de cientos de seres
humanos o pedazos de sus carnes saltasen por los aires. En los días siguientes,
lo recorrió todo, las calles, los hospitales, la morgue, entrevistó a la madre de
uno de los autores materiales de los estragos. Y el frío heló su alma. Por eso
mismo, como ella dice, “necesitaba regresar desde la ficción a la quiebra de
sentido que fue el 11 de marzo para mí” (página 13). Como un ineludible
ejercicio de superación que aportara profunda empatía con las víctimas de esas
realidades trágicas, con esos sucesos que nos socaban los cimientos del alma.
Nuria Labari, sin alterar la realidad de lo
acontecido el 11-M, retorna pues desde la ficción a las tragedias de aquellos días,
y lo hace desde la perspectiva de tres personajes, frágiles, malheridos por
síntomas de desamor que incluso les impide saber quiénes son. Tres miembros de
una familia que no carecen de nada, pero que, como dice la mujer periodista
protagonista, “se puede tener todo y tener también una vida que no sea
suficiente” (página 151. A través de sus miradas, especialmente de la de Eva -alter ego de la propia autora en el ejercicio de su profesión- y de su
desamparo, visionamos los acontecimientos trágicos y a la vez preñados de
humanidad de aquellos días. Diez días en los que Nuria Labari distribuye una
trama que amalgama la experiencia vital de la pareja y la literalidad de Eva,
la mujer, que es periodista y cubre este espantoso atentado para su periódico:
las primeras fotos de la tragedia que se abstiene de comprar, el relato de los
supervivientes, de los que no oyen nada, de los que intentan repeler el horror de sus retinas; observa los objetos
de los fallecidos que quizás tengan huellas de su tiempo y de sus experiencias,
pero ningún consuelo; por respeto y pudor no recoge el testimonio de los
familiares, pero mira sus ojos, los escucha; relata la masiva manifestación,
con decenas de miles de personas asustadas, amenazadas, exhibiendo muchos
lemas, pero es el silencio el que más suena. Entrevista a Aicha Achaab, la madre de Jamal Zougan, uno
de los autores materiales de los atentados. Lo contempla todo como hiperreal,
mas, en su frenesí profesional, siente las heridas de la realidad.
Y desde muy lejos, desde Alemania, Eric, su
marido y su hija Clara huidos de vacaciones improvisadas a Berlín. Es el gran
contrapunto y a la vez el gran complemento, el correlato que la autora
precisaba para levantar su arquitectura novelística. Para que tuviera sentido y
no fuera un frio y desnudo reportaje, ni un melodrama. Otro tipo de horror: el del
extrañamiento familiar, como apunta la autora. El padre y marido, incapaz de
pensar algo sin meterlo en una lista de excell. Ella, la hija, una adolescente
inmadura, imposibilitada para sentir el dolor ajeno, pero que evoluciona a
marchas forzadas en la experiencia de los días berlineses, especialmente cuando
entra en contacto con el Holocausto. Una familia rota normal, como le
escuchamos decir a la madre en el
desenlace de la novela, aunque no se precisara ninguna verbalización expresa.
La comunicación entre la pareja, durante la mayoría de esos diez días, por correo
electrónico, es sobradamente elocuente. Ni siquiera haría falta que se hirieran, ni sus mutuos
reproches.
La autora nos sorprende con una estructura muy inteligente, que nos
permite ver la tragedia del 11-M y la inminente posible rotura de una pareja
desde distintos enfoques. Para ello alterna y hace convivir las experiencias
dramáticas de una mujer frágil, testigo del dolor madrileño, y las miradas
berlinesas del marido y de la hija, que rememoran, desde la mole de acero sin
ventanas del museo de los judíos y su aire carcelario, desde el campo de
concentración de Sachsenhausen, los territorios del dramatismo y de la muerte.
O que, en el nuevo edificio, empapelado de espejos y con una frágil cúpula de
cristal del Reichstag, perciben una
metáfora de la representación democrática.
Nos regala así mismo la interactuación de
tres personajes que lo que pudieran tener de planos, lo pierden en diez días.
Todos ellos, especialmente el padre y la hija, evolucionan a toda prisa. El
padre que en el desenlace, abierto e irrevelable por mi parte, ya no traduce a
números su propia vida. La hija que busca certezas, asustada de sus propios
miedos, y retorna de la Ítaca berlinesa crecida como persona al visitar
espacios de gran dramatismo. La madre y esposa que no confiesa su fragilidad,
pero le gusta la imagen de una rama a la que agarrarse. Y por eso permite ese
final abierto de la novela.
Nuria Labari acaba de escribir una novela de
“aventuras de verdad”. Todo es real, abundantemente documentado. Solamente
falla una cosa: la aventura no es ni gozosa, ni entretenida, de resultado
incierto pero con un final feliz. Es un drama teñido de sangre, sembrado de
cuerpos rotos. Y lo ha hecho como cabría esperar de alguien que ejerce el
periodismo: con una prosa ágil, períodos cortos, cargados de acentos trágicos y
afectivos, y no pocos latigazos muy efectivos, como el que transcribo: “La
muerte puede verse hoy atravesando el alma de todas las cosas” (página 47).
Concluyo esta inmersión en la primera novela
de Nuria Labari rompiendo una tradición en mis reseñas. Hace unos días, una
presentadora muy mediática de la televisión le decía a otro personaje
igualmente mediático: “Cómprate antes de que termine la tarde la primera novela
de Nuria Labari en Círculo de Tiza, sensacional novela”. Hago mías las palabras
de Mercedes Milá: lean Cosas que brillan
cuando están rotas. Es un libro extraordinariamente bueno, una historia muy
dura, pero muy interesante.
Francisco
Martínez Bouzas
Fragmentos
“Miro
a toda esta gente y casi me atrevo a desearles que no abandonen su actual
estado de shock. Porque no puedo imaginar qué harán después. Qué haremos todos
nosotros después de hoy. De qué manera volveremos a nuestras vidas para seguir
haciendo todas las cosas que normalmente hacemos como si no pasara nada, como
si fuéramos el centro del mundo y el núcleo mismo de su sentido. Tomaremos
vitamina C cuando llegue el invierno, daremos besos con lengua algunas noches,
votaremos en las elecciones, celebraremos cumpleaños, ahorraremos para las
vacaciones…Tendríamos que ser héroes o tontos para soportar una vida así. Pero,
a la hora de la verdad, los héroes y los tontos son menos comunes de lo que
solemos creer.”
…..
“¿Estás
muerto, Eric? ¿Hace cuánto desapareciste? Te fuiste un día y yo me quedé
abrazada a una lista preguntándome qué hacer, por dónde empezar. Llenando la
nevera, haciendo paquetes brillantes, trabajando, llevando a Clara al colegio,
celebrando cumpleaños, pagando clases de inglés, comprando pollos troceados en
Carrefour, haciendo el amor…Haciendo todas las cosas que hacen para ser felices
las personas normales. ¿Y sabes dónde están ahora todas las personas normales?
Están muertas, Eric. Se han muerto de verdad. Y seré yo quien escriba sus
obituarios.”
…..
“-¿Qué
es el Zyklon B? -respondo sin bajar la voz. Sé que es algo que el profesor nos
ha contado y que mi padre se sabe. Este tipo de cosas le hacen sentir bien. La
barriga me duele cada vez más.
-Es
el gas que los nazis utilizaban para matar en este campo de concentración y en
la mayoría de los campos de exterminio.
-¿Y
qué tiene de especial?
-Sólo
sé curiosidades. Antes se había usado para la fumigación. En primer lugar,
produce una especie de parálisis interna. Hace que los músculos no funcionen
como es debido, así que lo primero que hacían los prisioneros al inhalar el gas
era orinar.
-¿Se
meaban desnudas delante de las demás antes de morir? -pregunto. Es la
información más dramática que he recibido desde que entramos.
-Necesariamente
debió de ser así -responde. Creo que intenta suavizar la escena. Como si fuera
necesario pero no obligatorio.
-¿Los
hijos de puta las mataban con un gas que las hacía mearse desnudas delante de
otras antes de morir?
-Sí,
pero me temo que lo grave no es lo de mearse sino lo de morir.
-No,
lo de mearse desnuda es lo que cambia todo. Esa clase de muerte -digo. Tengo
una bola en el estómago. Una bola que está hecha del pelo de las vitrinas.”
…..
“En
el tapón de gente que subió a mi vagón encontré un hombre magrebí. Y me aparté,
preferí no mezclarme con él. Otra clase de terror. No soporto la idea de acabar
bajo tierra con mis asesinos. Y mis asesinos, los que últimamente quieren
matarme, son como él, de origen magrebí. Es una idea que me repugna. Yo no soy
-¿no era?- así. Pero el miedo… Le he vigilado hasta que en la estación de
Tribunal ha suido al vagón una pareja. Jóvenes, novios, ninguno de ellos pasaba
de los veinticinco. Ella llevaba el yihab enmarcando unos ojos marrón oscuro
con los que parecía atrapar el mundo suburbano a cada paso. Atenta, callada. El
chaval a su lado refulgía. Todo en él brillaba: el pelo cepillado con algún gel
efecto mojado (…) El cuerpo de ella reposaba plácido en el asiento de plástico
del vagón, indiferente a los demás, como si estuviera recostada en una hamaca
en el centro de un bosque. Llevaba unos vaqueros anchos y unos zapatos negros
de los que sólo se venden en supermercados. El baile de sus cuerpos era
discreto pero evidente. Los dos con la mano derecha sobre la pierna de de él.
El instante en que ella le ha subido un poco la cremallera.
Mirándolos
el miedo se ha apagado. Y asusta reconocer que yo también estoy llena de
prejuicios. Eso es lo que hace el miedo.”
(Nuria Labari, Cosas que brillan cuando están rotas, páginas
35, 114, 153-154, 202)
Interesante valoración...
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