Joseph Roth
Traducción de Carmen Gauger
Editorial Pasos Perdidos, Madrid, 2013, 250 páginas
Joseph Roth (1894-1939) es con
Herman Broch y Robert Musil uno de los grandes escritores de aquel país “imperial
y real”, la “Kakania de El hombre sin
atributos de Musil, el Imperio austrohúngaro. Aunque Roth es originario de
la Galitzia oriental ya que nació en Brody, una aldea ucraniana. Judio rural,
con el traslado a la ciudad,pierde la conciencia del judaísmo, algo tan
accidental para él como su bigote rubio que con el mismo grado de
accidentalidad podía haber sido negro. En su madurez se convirtió al
catolicismo. Desterrado por consiguiente
de su lengua y de su cultura étnica, su existencia fue un constante
deambular por las capitales de la Europa Occidental, siempre acompañado por la
botella y un constante despedirse de su propia identidad (Claudio Magris), en
un lento camino hacia el suicidio provocado por el alcohol, culmen existencial
de la miseria en la que se había convertido su vida. A pesar de esa turbulencia
existencial, Joseph Roth es un escritor fundamental de entreguerras que fue
capaz de escribir excelentes obras de ficción, con un tema central la Primera
Gran Guerra. La marcha Radetzky (1932)
es sin duda la más conocida de sus novelas.
De la misma época es Die Hundert Tag (1936), inédita en España y traducida hace unos
meses por Carmen Gauger para Pasos Perdidos. El tema nuclear de la novela es un
intento de convertir aun dios en hombre. Transformar al dios Napoleón Bonaparte
en un ser humano. Para ello, Joseph Roth se apropia ficcionalmente de los últimos
cien días de gobierno del Emperados (marzo de 1815, huida de la Isla de Elba,
hasta la derrota de Waterloo, abdicación definitiva y entrega a los ingleses).
Es la última batalla, la derrota final de Napoleón que Joseph Roth convierte en
personificación asociada al derrumbamiento de otro imperio: el austrohúngaro,
magistralmente descrito en La marcha Radetzky.
La novela, en cuatro secciones o libros,
hace un recorrido tras el regreso del Gran Corso del exilio en la isla de Elba, de
esos casi cien días en los que Bonaparte detenta nuevamente el poder, aclamado
por el fervor popular. Organiza un ejército y se encamina hacia la última
batalla que será también su drrota definitiva, achacable a múltiples causas (traiciones,
mala suerte, la propia estrella del Emperador que se apaga, sus propias dudas y
desánimo…). Es ese “pobre hombre Napoleón” derrotado ya para siempre el que le
interesa al autor.
Dramatización pues del regreso de Napoleón
en una historia de un ser casi anónimo que se entrecruza con el destino del
emperador: la de Angelina Pietri, un humilde personaje de ficción, lavandera en
la corte, que siempre pertenecerá al Emperador, a cuya figura liga su propia
suerte. Angelina trabaja en el palacio imperial. Pare un hijo cuyo padre es un
soldado al que no ama, y que con los años formará parte del ejército imperial
y, como miles de soldados, hallará la muerte en Waterloo. Será el mismo Napoleón
el que lo sepulta y le comunica a Angelina lo ocurrido. Angelina Pietri será de
los pocos que apoyan a Napoleón tras la derrota y hallará la muerte en una
protesta a favor de su ídolo caído.
Como ya he señalado, Joseph Roth se propuso
en esta novela, alimentada en manantiales históricos, retratar de forma
sencilla y accesible al Napoleón transformado en un ser humano de carne y
hueso. Al Sire vencido, derrotado y convertido en el ex dueño de Europa. Y lo
logra con acierto en un texto de ficción, insertando la ficción en la realidad histórica. Por consiguiente la
ficción, inyectada en ese contexto histórico del irreversible derrumbamiento
militar e incluso humano de Napoleón, actúa como marcador semántico que anula
el rigor histórico, si bien lo ilustra bellamente. Roth además lo hace de forma
inteligente: huye de los panegíricos a figuras de gran relieve histórico del entorno del Emperador y los coteja con
personas anónimas que idolatran a su Monarca, que siguen victoreando incluso después de la derrota
a un Napoleón que ya no existe, pero que, sin embargo, es capaz de arrastrar
tras su estela a seres anónimos, como es el caso de Angelina. Es el recurso de
las estructuras paralelas compositivas que desde Plutarco se han utilizado de
forma frecuente y muy provechosa para bucear y comprender la valía y el crédito
de personajes famosos.
Los
cien días desde el punto de vista de la construcción narrativa es una alhaja
literaria. Un verdadero paradigma de la novela histórica, en la que Joseph Roth
pone a prueba todas sus grandes dotes de narrador. Estilo directo y sencillo,
hermosamente pulcro, capaz no obstante de comunicar a través de sugestivas imágenes,
como es el caso de las magistrales descripciones de París, el retrato del Emperador,
de la fiel Angelina o la escalofriante y a la vez solemne recreación de la
visita que realiza el Emperador derrotado, montado a caballo, por el campo de
batalla, el campo de los muertos, una vez concluida la irreversible derrota. Crónica
pues fabulada de la disolución de un mundo, hijo del sueño imposible y espectral
del Gran Corso.
Francisco
Martínez Bouzas
Fragmentos
“Se detuvieron ante el palacio.
“Cuando
el emperador bajó del coche, una multitud de manos blancas, abiertas, se tendió
hacia él. Se sintió fascinado por aquellas manos implorantes y, en ese
instante, perdió la voluntad y la consciencia. Esas manos blancas, cargadas de
afecto, tendidas hacia él, le parecían más terribles que las otras, las manos
hostiles que empuñan las armas. Eran como un rostro blanco, lleno de amor y de
anhelo. El amor de esas manos desnudas extendidas, le asaltaba con una súplica
violente y amenazadora. ¿Qué pedían esas manos? ¿Qué querían de él? Esas manos
oraban, exigían y ordenaban al mismo tiempo: manos que se alzan hacia los
dioses.”
…..
“Todas
las mujeres de Francia, todas las mujeres del mundo, amaban al emperador. Pero
a Angelina le parecía que amar al emperador era un arte especial, misterioso; se
sentía solemnemente prometida a él, al señor más excelso de todos los tiempos.
Vivía siempre dentro de ella. Por grande que fuera tenía cabida en su pequeño
corazón que se había ensanchado para acogerlo con todo su majestuoso esplendor.”
…..
“Aquella
noche no durmió. Era sofocante y pesada (…) Pero él, el emperador Napoleón, era
más humilde que Dios. Había sido más negligente por generosidad y más
imprudente por nobleza de espíritu. Entonces abrió los ventanales y escuchó el
sonido alegre y monótono de los grillos en el parque. Olió el perfume saturado
y apacible de la noche estival, las lilas adormecidas y las acacias
excesivamente dulces. Todo eso le producía una gran irritación.
Ya
no quería trono ni corona ni palacio ni cetro. Quería ser tan sencillo como
cualquiera de los miles de soldados que habían muerto por él y por la tierra
francesa. Despreciaba a quienes mañana o pasado le obligarían a abdicar, pero
también les estaba agradecido porque le obligaban a hacerlo. Odiaba su propio
poder y, a la vez, su impotencia. No quería
ser emperador y, sin embargo, quería seguir siéndolo. Ese mismo día, a esa misma
hora, deliberaban en la Cámara de Diputados si debía continuar o no.”
(Joseph Roth, Los
cien días, páginas 14-18, 117, 191-192)