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sábado, 28 de junio de 2014

"LOS CIEN DÍAS", UN DIOS CONVERTIDO EN HOMBRE



Los cien días
Joseph Roth
Traducción de Carmen Gauger
Editorial Pasos Perdidos, Madrid, 2013, 250 páginas

   Joseph Roth (1894-1939) es con Herman Broch y Robert Musil uno de los grandes escritores de aquel país “imperial y real”, la “Kakania de El hombre sin atributos de Musil, el Imperio austrohúngaro. Aunque Roth es originario de la Galitzia oriental ya que nació en Brody, una aldea ucraniana. Judio rural, con el traslado a la ciudad,pierde la conciencia del judaísmo, algo tan accidental para él como su bigote rubio que con el mismo grado de accidentalidad podía haber sido negro. En su madurez se convirtió al catolicismo. Desterrado por consiguiente  de su lengua y de su cultura étnica, su existencia fue un constante deambular por las capitales de la Europa Occidental, siempre acompañado por la botella y un constante despedirse de su propia identidad (Claudio Magris), en un lento camino hacia el suicidio provocado por el alcohol, culmen existencial de la miseria en la que se había convertido su vida. A pesar de esa turbulencia existencial, Joseph Roth es un escritor fundamental de entreguerras que fue capaz de escribir excelentes obras de ficción, con un tema central la Primera Gran Guerra. La marcha Radetzky (1932) es sin duda la más conocida de sus novelas.
   De la misma época es Die Hundert Tag (1936), inédita en España y traducida hace unos meses por Carmen Gauger para Pasos Perdidos. El tema nuclear de la novela es un intento de convertir aun dios en hombre. Transformar al dios Napoleón Bonaparte en un ser humano. Para ello, Joseph Roth se apropia ficcionalmente de los últimos cien días de gobierno del Emperados (marzo de 1815, huida de la Isla de Elba, hasta la derrota de Waterloo, abdicación definitiva y entrega a los ingleses). Es la última batalla, la derrota final de Napoleón que Joseph Roth convierte en personificación asociada al derrumbamiento de otro imperio: el austrohúngaro, magistralmente descrito en La marcha Radetzky.
   La novela, en cuatro secciones o libros, hace un recorrido tras el regreso del  Gran Corso del exilio en la isla de Elba, de esos casi cien días en los que Bonaparte detenta nuevamente el poder, aclamado por el fervor popular. Organiza un ejército y se encamina hacia la última batalla que será también su drrota definitiva, achacable a múltiples causas (traiciones, mala suerte, la propia estrella del Emperador que se apaga, sus propias dudas y desánimo…). Es ese “pobre hombre Napoleón” derrotado ya para siempre el que le interesa al autor.
   Dramatización pues del regreso de Napoleón en una historia de un ser casi anónimo que se entrecruza con el destino del emperador: la de Angelina Pietri, un humilde personaje de ficción, lavandera en la corte, que siempre pertenecerá al Emperador, a cuya figura liga su propia suerte. Angelina trabaja en el palacio imperial. Pare un hijo cuyo padre es un soldado al que no ama, y que con los años formará parte del ejército imperial y, como miles de soldados, hallará la muerte en Waterloo. Será el mismo Napoleón el que lo sepulta y le comunica a Angelina lo ocurrido. Angelina Pietri será de los pocos que apoyan a Napoleón tras la derrota y hallará la muerte en una protesta a favor de su ídolo caído.
   Como ya he señalado, Joseph Roth se propuso en esta novela, alimentada en manantiales históricos, retratar de forma sencilla y accesible al Napoleón transformado en un ser humano de carne y hueso. Al Sire vencido, derrotado y convertido en el ex dueño de Europa. Y lo logra con acierto en un texto de ficción, insertando la ficción  en la realidad histórica. Por consiguiente la ficción, inyectada en ese contexto histórico del irreversible derrumbamiento militar e incluso humano de Napoleón, actúa como marcador semántico que anula el rigor histórico, si bien lo ilustra bellamente. Roth además lo hace de forma inteligente: huye de los panegíricos a figuras de gran relieve histórico  del entorno del Emperador y los coteja con personas anónimas que idolatran a su Monarca, que  siguen victoreando incluso después de la derrota a un Napoleón que ya no existe, pero que, sin embargo, es capaz de arrastrar tras su estela a seres anónimos, como es el caso de Angelina. Es el recurso de las estructuras paralelas compositivas que desde Plutarco se han utilizado de forma frecuente y muy provechosa para bucear y comprender la valía y el crédito de personajes famosos.
   Los cien días desde el punto de vista de la construcción narrativa es una alhaja literaria. Un verdadero paradigma de la novela histórica, en la que Joseph Roth pone a prueba todas sus grandes dotes de narrador. Estilo directo y sencillo, hermosamente pulcro, capaz no obstante de comunicar a través de sugestivas imágenes, como es el caso de las magistrales descripciones de París, el retrato del Emperador, de la fiel Angelina o la escalofriante y a la vez solemne recreación de la visita que realiza el Emperador derrotado, montado a caballo, por el campo de batalla, el campo de los muertos, una vez concluida la irreversible derrota. Crónica pues fabulada de la disolución de un mundo, hijo del sueño imposible y espectral del Gran Corso.

Francisco Martínez Bouzas

 
Joseph Roth


Fragmentos

“Se detuvieron ante el palacio.
“Cuando el emperador bajó del coche, una multitud de manos blancas, abiertas, se tendió hacia él. Se sintió fascinado por aquellas manos implorantes y, en ese instante, perdió la voluntad y la consciencia. Esas manos blancas, cargadas de afecto, tendidas hacia él, le parecían más terribles que las otras, las manos hostiles que empuñan las armas. Eran como un rostro blanco, lleno de amor y de anhelo. El amor de esas manos desnudas extendidas, le asaltaba con una súplica violente y amenazadora. ¿Qué pedían esas manos? ¿Qué querían de él? Esas manos oraban, exigían y ordenaban al mismo tiempo: manos que se alzan hacia los dioses.”

…..

“Todas las mujeres de Francia, todas las mujeres del mundo, amaban al emperador. Pero a Angelina le parecía que amar al emperador era un arte especial, misterioso; se sentía solemnemente prometida a él, al señor más excelso de todos los tiempos. Vivía siempre dentro de ella. Por grande que fuera tenía cabida en su pequeño corazón que se había ensanchado para acogerlo con todo su majestuoso esplendor.”

…..

“Aquella noche no durmió. Era sofocante y pesada (…) Pero él, el emperador Napoleón, era más humilde que Dios. Había sido más negligente por generosidad y más imprudente por nobleza de espíritu. Entonces abrió los ventanales y escuchó el sonido alegre y monótono de los grillos en el parque. Olió el perfume saturado y apacible de la noche estival, las lilas adormecidas y las acacias excesivamente dulces. Todo eso le producía una gran irritación.
Ya no quería trono ni corona ni palacio ni cetro. Quería ser tan sencillo como cualquiera de los miles de soldados que habían muerto por él y por la tierra francesa. Despreciaba a quienes mañana o pasado le obligarían a abdicar, pero también les estaba agradecido porque le obligaban a hacerlo. Odiaba su propio poder y,  a la vez, su impotencia. No quería ser emperador y, sin embargo, quería seguir siéndolo. Ese mismo día, a esa misma hora, deliberaban en la Cámara de Diputados si debía continuar o no.”

(Joseph Roth, Los cien días, páginas 14-18, 117, 191-192)

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