Ariana
Harwicz
Editorial
Anagrama, Barcelona, 2019, 124 páginas.
Ariana Harwicz (Buenos Aires, 1977) es una
buena escritora que posiblemente pase a la historia de la narrativa como
narradora maldita. Sus tres novelas publicadas hasta ahora, calificadas como la
“trilogía de la pasión”, en las que profundiza en la relación madre–hija/hijo,
le confieren el privilegio de ser leída por sus seguidores como una narradora
inquietante, transgresora en parámetros intensos, pero bien escritas. Por uno
de sus libros, Mátate, amor, en su
versión inglesa, fue nominada a diversos premio, entre ellos al Man Booker International el pasado año.
Sus libros se hallan traducidos a numerosos idiomas y es este que ahora nos
ocupa, finalista del Premio Herralde de Novela, será igualmente traducido,
incluido el iraní.
También en esta novela, Degenerado, la autora inquieta al lector porque se mete en la mente
de un pedófilo acusado de abusar y matar a una niña. Y lo hace, en la mayor
parte de la novela a través de un monólogo autónomo o interior desde el
banquillo de los acusados.
Ariana Harwicz tiene ciertos recelos de que
su novela sea leída en clave realista, porque el personaje central justifica
sus acciones depredadoras a través del deseo. Llega a decir que “la pederastia
es otra versión del amor” ya las leyes no pueden legislar y menos reprimir los
deseos. No obstante, la misma escritora reconoce que lo que se dice en la
novela es una deformación, es ficción que procura la exageración. Pero no deja
de admitir que la pederastia es un gran crimen.
Es este el primer libro en el que la autora
se vale de la voz de u hombre para desarrollar su ficción, y al que considera
un chivo expiatorio, sin que por ello justifique sus acciones deleznables.
Según la autora, en Degenerado hay una tesis
central: la falsedad que se incrusta en
el corazón de cualquier tentativa de encontrarle a un hombre o a una mujer una
identidad. Por eso mismo, el largo monólogo que el acusado realiza en su
defensa en el juicio, en un tribunal francés, es en realidad una guerra contra
la identidad que le pretenden atribuir. Es esa la razón por la que “escupe”
todo lo que le asignan: jubilado, viejo, degenerado, alcohólico, perverso,
presidiario… Nada va con él, con su identidad. Ni siquiera admite la identidad
filial: “uno puede no ser hijo” le dice a su madre.
En la novela, la autora escribe sobre cosas
que incomodan, que nos llenan de zozobras e interrogantes. Escribe sobre el
crimen sexual, sin duda el que peor consideración tiene en la ética y en la
cultura occidental y en las de otros muchos países. Pero lo que Ariana Harwicz
le interesa de que se hable es de la acusación: de la acusación a un viejo sí,
pero el degenerado del pueblo, al que se le da voz. Mas él adopta la dialéctica
del victimario y llega a decir que matar es como cambiar un neumático. Y que
todo amor es un crimen, pero cómo podría vivir sin eso.
En el inicio de la novela hablan en primer
lugar los vecinos franceses que lo consideran un vecino sin historia, un hombre
normal, aunque admiten que puede tener sus vicios que a ellos no les incumben.
Y a continuación, es el abuelito de más de setenta años, el que cuenta su
experiencia: le colgaron denudo junto a un árbol, le pillaron bicheando. Y va
relatando, sin pudor, las crueldades que hace con los animales. Los vecinos le
avisan de que a los pedófilos los castran, pero no con productos químicos, sino
con una sierra. Días de aislamiento penitenciario e los que recuerda, por
ejemplo al padre y a la familia en situaciones críticas, comprometidas, su
infancia con el pantalón meado.
Viola a la niña, mientras otros la golpean a
palos. Reconoce innumerables lacras de la sociedad y entre los pedófilos; su
fatalidad, que su amor es el más radical imaginable. Y si algo insiste el
pedófilo es en intentar espolear lo más posible la moralidad y la misma
legalidad: “el deseo es el deseo, cómo va a ser legislado”. En cierta medida,
aunque consciente de su delito, pretende hacer el papel del abogado del diablo,
y servirse de su condición de vejez para
cuestionar lo que es el deseo, qué le digan cómo se controla. Es el mal
redentor en el que cree el pederasta. Al final, le acusa la jueza de no haber
hecho nada para no ser un monstruo.
En este sórdido monólogo, lo que
posiblemente pretende la escritora es asumir el papel de la otra parte, del
pederasta y hacernos ver cómo piensan ellos, los violadores, llevando su
postura hasta lo irónico. La autora asume riesgos en esta novela radical y bizarra.
Un pederasta ha violado a una pequeña, se victimiza pero también ataca con una
historia familiar a sus espaldas que sin embargo no justifica lo que hace.
Un estilo en el que no se deja sentir esa
preocupación por la lengua que toma la autora, un “experiencia de lengua”, ya
que vivió treinta años en Argentina y lleva cerca de doce afincada en Francia. Sin
embargo en su forma de escribir está ausente lo híbrido y se le nota una cierta
influencia poética. Si algo sobra son las excesivas matizaciones jurídicas.
Francisco Martínez
Bouzas
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