Leonor de Recondo
Traducción de Palmira Feixas
Editorial Minúscula, Barcelona, 2018, 201 páginas
Amores, un título en plural que lo dice todo. Adelanta en
buena medida todas las variaciones del amor. Así rotula Leonor de Recondo
(París, 1976) su penúltima entrega narrativa, publicada en Francia en el año
2015, y que Editorial Minúscula le ofrece a los lectores españoles en
traducción de Palmira Feixas. El título, en efecto, revela sin
ambigüedades ni cortapisas una historia
de amores, y a la vez una historia de dominación, de estratificación social, de
clases sociales, de amos y servidores, de ricos y pobres. Y de todo lo que se
oculta bajo los oropeles y alfombras de los poderosos. Pero es sobre todo una historia de mujeres: sobre su
silencio y sometimiento e los que estaban condenadas a vivir a comienzos del
siglo XX. Enfrentando a la señora y a la criada, Leonor de Recondo hace
palpable que, encerradas en el espacio de una casa burguesa, sus libertades no
se podían medir con el mismo metro. Amores
es por eso una novela que hurga y escudriña en las miserias de una familia
burguesa, miserias finalmente sublimadas por los amores: no solo por los amores
carnales entre mujeres, sino también por el amor maternal: el niño parido por
la criada violada repetidamente por el señor de la casa, suscitará el amor de
las dos mujeres: señora y criada.
Un hilo
conductor y u tema central: la obligación de ser madres que la sociedad impone
a las mujeres a lo largo de los siglos como forma de su realización personal. Y
un doble tema fundamental: una historia de amor entre mujeres y la comprensión
del cuerpo femenino como requisito imprescindible para la liberación femenina.
El íncipit de la novela es la violación de
la criada Céleste por Anselme de Boisvaillant, un notario en una población de
provincias, cercana a París. Todo sucede según las pautas sociales de
dominación de la época, en un momento en el que dos mundos, el antiguo del
siglo XIX y el nuevo del XX, se enfrentan. En los hogares burgueses conviven
señores y sirvientes. Céleste tiene el convencimiento de que ha sido contratada
para todo, y por consiguiente que no puede decir no al señor. La criada, en
cada violación, se da cuenta de que no hay nada que hacer. Solamente esperar a
que pase el tiempo. Anselme está casado con Victoire que cree que el amor a su
marido consiste en llevar bien la casa, en retomar las riendas del hogar. Para
ella el sexo es un “enredo inmundo” un muro de palabras, de sonidos para postergar
la copulación.
A medida
que pasan los días, la vida se hace un lugar en el vientre de Céleste, y
Anselme experimenta una satisfacción absoluta por el hecho de que va a ser
padre y demostrar así que no es estéril. Además la abortista no logra llevar a
buen término su trabajo clandestino. Y el niño nace para que la esposa, que
oscila entre la melancolía y la histeria, lo asuma como propio. A partir de ese
momento se produce el encuentro de dos cuerpos femeninos. La salud del bebé
será el pretexto para que la señora y la criada rindan culto al monoteísmo del
amor carnal.
La novela
es un fiel reflejo de toda una época: secretos inconfesables que se repiten
generación tras generación, barreras sociales que existen de día pero no de
noche: cuando el señor se cruza con la criada, no la saluda; ella no existe.
Solamente cobra vida cuando un deseo irreprimible le empuja a subir las
escaleras hasta el pequeño cuarto de la criada para agarrarla por el moño y
tirar de él hasta que consuma su orgasmo. Porque una empleada de hogar es una
mujer a la que se le puede ordenar acostarse con el señor de la casa, o con sus
hijos como forma de iniciación en el sexo seguro, sin darle posibilidades a
negarse ante tamaño abuso.
Leonor de
Recondo no obvia algunas escenas de sexo
perfectamente descritas: sexo de iniciación, de descubrimiento, de amor y
también de sexo impuesto y forzado, de desahogo varonil, sexo en definitiva de
poder. En el relato cobran vida otros personajes: la cocinera y ama de llaves y
su marido sordomudo. Sus existencias están extrañamente imbricadas, Dependen
los unos de los otros, cada cual a su manera. Y sobre todo están atados a su
rango social
La novela,
bien estructurada, ofrece una lectura fácil, gracias en buena medida a sus
capítulos muy breves. Un lenguaje claro y diáfano, sin complicaciones formales,
traslada a los lectores una historia de dominación y de amores, en la que si
algo sobra es una cierta tonalidad sentimentalista y un desenlace
melodramático.
Francisco Martínez Bouzas
Leonor de Recondo |
Fragmentos
“Anselme empuja a Céleste sobre el colchón, siempre con el mismo gesto que
la arroja sobre el vientre, con la cabeza hundida en la almohada y el pelo al
alcance de su mano. Le sube la falda a toda prisa. Ella no se resiste. Él se
agarra al moño, tirándole con fuerza de la cabellera. Luego se coloca, plantado
entre sus muslos, y empieza. Las patas de la cama de hierro chirrían. Ni
Anselme ni Céleste oyen el quejido de la cama que aguanta el amor forzado.
Siempre es laborioso. Y largo. Ella se pregunta por qué esos instantes
transcurren tan despacio. Por qué no se desmaya para no sentir nada.
En una ocasión, intentó contárselo a Hueguette en la escalera de servicio.
Temblando de pies a cabeza, balbució:
-El señor de Boisvaillant…
Las rodillas empezaron a castañearle. Hueguette lo comprendió enseguida. Le
mandó callarse, repitiendo varias veces:
-¡Cállate, cállate, y ni se te ocurra decírselo a la señora.”
…..
“Le tiende la mano. Al levantarse, ella vuelca el pequeño taburete de
caoba. Lo recoge con un gesto nervioso. Anselme la mira. Bajo la bata de seda
rosa anudada a la cintura, lleva un camisón adornado con encaje y, debajo, una
prenda con tirantes cuyo nombre se le escapa. Conoce esas espesuras. No le
queda más remedio que lidiar con ellas. Su mujer nunca se desviste por
completo. Jamás la ha visto desnuda, jamás la ha tocado entera. Se encoge de
hombros. Ira al grano, como siempre. Como el grano se sitúa entre los muslos,
que ella solo abre a regañadientes, siempre tiene que forzarla un poco. Y
cuando, al fin, en medio de las sábanas, de la seda, del encaje, de las
florituras y de la pequeña prenda sin nombre levantada hasta el ombligo, logra
entrar en ella, todo sucede muy deprisa. Goza enseguida como si quisiera
excusarse por esa intrusión, para que termine el silencio en el que se ha
encerrado ella de repente, para que retorne a su reconfortante parloteo.”
…..
“Al penetrar a Céleste, Victoire deja entrar, tras ella, el tiempo, las
noches y los días: el cortejo de la eternidad.
Las dos mujeres se zambullen la una en la otra, maravilladas de amar. Ese
lazo que ahora une sus cuerpos rompe en un instante el tabú de su amor y de las
convenciones sociales. Todas esas consideraciones inútiles que, cuando están
desnudas, se quedan cosidas a la ropa.
A Victoire le turba la suavidad de Céleste. Una suavidad húmeda en la que
puede entrar y salir a su antojo.
-Jamás había tocado ni visto nada tan suave…Te amo, Céleste.
Al declararse, todo el cuerpo de Victoire tiembla, como si esa verdad la
hubiera fulminado. El amor está allí, aquí, con ellas.
Y la belleza de esas palabras, susurradas al abrigo del sueño e la casa
burguesa, insufla a Céleste la audacia de erguirse, de mover delicadamente a
Victoire y de sumergir la boca en el sexo de la otra hasta colmar su sed, hasta
oírla gritar de placer.”
(Leonor de Recondo, Amores, páginas 11, 36,115)
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