Francisco Solano
Editorial Pasos Perdidos, Madrid, 2018, 158
páginas
Francisco
Solano (Burgos, 1952) es un escritor y crítico literario cuya obra constituye
una de las parcelas tan singulares y desconocidas como sólidas de la actual
narrativa española. Un corpus literario, el suyo, emparentado con la mejor
tradición literaria centroeuropea. Una narrativa consistente que explora con
acuidad tanto la novela como el relato breve, y escrita con incuestionable
poderío estilístico. Todo ello aparece de nuevo plasmado en la última pieza de
Francisco Solano, El día enterrado,
un libro que exige una determinada disposición de espíritu, que demanda esos
lectores que no se sienten saciados con tramas azucaradas.
Un
narrador innominado -crítico literario y escritor-, trasunto posiblemente del
propio Francisco Solano, pretende explorar y componer un crepúsculo que se
orienta en la noche ciega de personajes, unidos por lazos de parentesco o
amistad. Una crisis de pareja, la ruptura sentimental entre Rubén y Gadea,
marca el inicio de la trama que se nutre de otras subtramas que en sí mismas no
despiertan la atención lectora. La ruptura matrimonial hace que Gadea se
identifique con una mujer decapitada que ve en un cuadro. Y se interrogas sobre
cómo había llegado con su pareja Rubén a ese estado de desafecto. Sigue ligada
a su marido por la impertinencia de la memoria. Ha sido capaz de disolver a
Rubén de su cuerpo, pero no de su alma. A Rubén, tratado casi de escorzo en la
novela, la ruptura le supone un incremento de la soledad del apartamento.
Ninguno de los dos ha sabido evitar el desastre y ya nunca compartirán el
espacio común.
Otra
subtrama es la de Serapia y Gonzalo, dueño de una galería de arte en la que
trabaja Gadea, que de pronto desaparece sin avisar y sin dejar rastros. Por
Serapia, una anciana que mete la nariz en todos los asuntos amorosos, nos
enteramos de las perversiones comerciales del arte: en la galería de Gonzalo se
venden como auténticos cuadros de grandes pintores contemporáneos españoles,
pintado por un pintor desconocido que se ha pasado la vida pintando los cuadros
de los demás. Cuadros falsos, por consiguiente, que tienen en sus casas
coleccionistas de firmas. Poco a poco el lector se va enterando del drama vivido
por Serapia: no pudo salvar a su propia hija, y quizás por ellos pretende
actuar de consejera sentimental de Gadea.
Francisco
Solano tematiza en El día enterrado
ese río interior por el que discurren ciertas vidas quebradas en su parte
afectiva, las fracturas amorosas, especialmente cuando el matrimonio se
convierte en una rutina diaria y, por consiguiente, en algo que aboca al
desconcierto: “El matrimonio es una zoología fantástica, pensaba Serapia, y aún
no ha nacido un Linneo capaz de desenredar su confusión” (página 113). La
novela, más que de acciones exteriores, es un relato intimista en el que se
exploran especialmente los sentimientos, las insuficiencias amorosas, las
reacciones que producen los vínculos sentimentales, las alteraciones, las dolencias,
las modificaciones de la conducta, las aflicciones ocultas, los malestares e
iniquidades de la convivencia. En definitiva: las aguas residuales, los
estercoleros de las almas
Un
buceo e lo que suele acontecer en tantas
vidas quebradas, en los misterios de las convivencias felices y en aquellas
otras condenadas al fracaso, al dolor, a la soledad y que, sin embargo se
mantienen en pie o desaparecen sin dejar rastro. Novela además con incisivos
interrogantes sobre el valor del arte actual y sobre el entramado absurdo que
es su mercado: los coleccionistas no quieren un cuadro, quieren una firma.
Así pues,
como en otros de sus libros, Francisco Solano nos ofrece una historia más
interior que exterior. Y nos la hace llegar a través de una prosa intensa y
minuciosamente labrada.
Francisco Martínez Bouzas
Fragmentos
“¿Qué hacer? ¿Se puede intervenir en los sentimientos? Esas injerencias han
producido, en general, más daño que el que han evitado; y, en todo caso, los protagonistas
del idilio han seguido sus propias inclinaciones, los dominante impulsos que
les han llevado, en tantas ocasiones, a volver a pisar las mismas huellas
erróneas de sus pasos. Pero se trataba de su opción, de la bendita y
ensortijada voluntad propia, esa ofuscada creencia en decidir un destino, y
presumir que somos señores o propietarios, codiciosos y deseantes, y no
aparceros de nuestro cuerpo, inquilinos inestables con un frágil esqueleto,
sometidos por una ley que puede revocarse en cualquier momento, y ser aún más
injusta, con apartados más puntillosos e intrincados, y de nada sirve nuestra
ignorancia o repulsa para impedir que nos caiga en la canezca. Y los
sentimientos equivocados caen, siempre acaban por caer, nosotros los
precipitamos, reclamamos su estrépito, como una tormenta de verano tras un día
bochornoso, cuando respirábamos la ansiedad y la desidia, y el cielo restalla
para ayudarnos, y luego arruina el frescor del agua con una atmósfera pesada.”
…..
“En la calle el aire parecía una gasa fluctuando bajo una luz cansada de
transparencia. Quedaban unas horas para que se hiciera de noche, pero los días
breves del invierno, antes de alcanzar la culminación, se sometían
prematuramente a la amenaza del crepúsculo. Serapia se dirigió con resolución a
la plaza, y se sentó aliviada en su banco, observando a un par de viejos,
sentados enfrente, que fumaban en silencio. Delante del conserje no había
tecleado el número de Rubén; cambió varias cifras, y tuvo suerte de dar con un
número ocupado. Si alguien hubiera contestado, habría inventado la conversación
típica de oficina de quien se dirige a una telefonista y le responden que esa persona
está en una reunión.”
(Francisco Solano, El día enterrado, páginas 54-55, 68-69)
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