György
Dragomán
Traducción
de José Miguel González Trevejo
RBA
Libros, Barcelona, 256 páginas.
György Dragomán (Târgu Mures, Transilvania, 1973) nació y se educó, al igual que la Premio
Nobel Herta Müller, en Rumanía, formando parte de una minoría represaliada por
el régimen totalitario del “canducator” Ceausescu, antes de huir en su
adolescencia con toda su familia a Hungría, cuyo idioma adoptó de una forma
definitiva, hasta el punto de ser considerado en la actualidad un escritor
húngaro. En el año 2002 debutó con su primera novela Genesis undone. Sin embargo, fue con su segunda pieza narrativa, A fehér király (El rey
blanco) con la que alcanzó un gran éxito tanto de público como de la
crítica. Traducida a treinta idiomas, obtuvo también el prestigioso Premio
Sandor Márai.
Una obra de gran madurez, aunque pueda
contener algún defecto, que narra el paso crucial desde la infancia a la
adolescencia en el peor de los escenarios imaginables: un país totalitario que
el lector de inmediato identificará con la Rumanía de los años 80, puesto que
en la novela se menciona la construcción del Canal Danubio-Mar Negro -el Canal
de la Muerte-, un proyecto megalómano del régimen de Ceausescu y en cuyas obras
fueron obligados a trabajar más de veinte mil prisioneros desidentes
comunistas, “enemigos del pueblo”. Uno de esos prisioneros es el padre del
protagonista narrador, Djata, un niño de once años que se queda solo con su
madre. El padre había sido detenido por los agentes de seguridad del régimen,
con el engaño de que solamente estaría ausente seis meses para realizar un
trabajo en un centro de investigación. Pero pasaron esos meses y los mismos
agentes les comunican a los familiares
que el padre estaba arrestado, excavando en el Canal del Danubio, por haber
conspirado contra el estado.
Este niño, en el paso crucial de la infancia
a la adolescencia, será testigo-observador del horror, en una lucha por la
supervivencia. Narrada la novela desde el punto de vista del niño y sin ninguna
concesión al lirismo, lo que presenciamos en las páginas de El rey blanco es un estremecedor
retrato, tejido con gran riqueza de detalles, de la degradación de la vida de
las personas en los universos totalitarios, porque incluso la gente común asume
los roles de víctima y torturador.
Desde la página inicial, el lector se da
cuenta de que Dragomán lo sumerge en la estructura perversa de un estado
totalitario y opresivo. En ese mundo, el niño protagonista y principal narrador
en primera persona, intenta sobrevivir como puede, tanto de las crisis típicas
de su edad como del túrbido desasosiego cotidiano que provocan las estructuras
de poder y de la violencia de su entorno: una sociedad corrompida deshumanizada
debido al largo período del régimen dictatorial.
Desde la desaparición del padre, la vida se
transforma en un verdadero infierno para el niño y su madre, la puta judía
según el abuelo del niño, el camarada ex secretario del partido, que la acusa
de tener la culpa de la desgracia familiar, ya que sigue obcecada en no
reconocer el “maravilloso” país en el que tiene la suerte de vivir. Pero este
país, como acabo de decir, es sinónimo del infierno: en él, el miedo y la
violencia son algo cotidiano. Los niños tienen tanto terror por el simple hecho
de ir a la escuela que intencionadamente buscan romper un tobillo, o fabrican
bombas como si se tratase de juguetes. Entre los adultos, no rige ninguna ley,
no existe el sentido de la piedad: el entrenador de futbol emplea una máquina
con balón giratorio, capaz de reventar la cabeza de los adolescentes; los
obliga a entrenarse en un césped
contaminado por la radioactividad de Chernobil que arrastran las nubes.
No obstante, el autor huye de los planteamientos simplistas y maniqueos en los
que el estado sería el victimario y los ciudadanos sus víctimas. En la ficción
de Dragomán, el círculo vicioso de la violencia es universal, un mal
transversal, muy semejante al poder en la concepción de Foucault.
Esta cultura tensa aparece suavizada por el
narrador en algunas ocasiones, sobre todo debido a la estrategia narrativa
elegida. Por eso mismo, la madre no le cuenta al hijo los motivos reales de la
desaparición del padre; el niño descubre el sexo en una sala de cine secreta;
el amor en la piel de una compañera de curso; la épica en la vorágine de una
batalla en una finca de maíz con los chicos de otro bando.
Uno de los más reseñables méritos de la
novela es el hecho de que el autor sabe evitar el sentimentalismo y la
sensiblería melodramática, a pesar de la carga argumental que se prestaba a
caer en tales defectos. Los esquiva porque escribe El rey blanco como si de una comedia se tratase, a veces brutal,
otras grotesca, paródica y caricaturesca, con grandes dosis de humor. La
poética de la aspereza tiñe la novela, compuesta por dieciocho capítulos o
secuencias que funcionan como una sucesión de cuadros, aparentemente
desconectados e independientes. No obstante, Dragomán tuvo la suficiente
habilidad para hacer que el lector encuentre de inmediato el hilo conductor que
les da unidad y permite verlas como fotogramas que retratan una vida.
Considero así mismo que la estrategia
narrativa y el estilo son los apropiados para hacer visibles de forma eficaz
esta sucesión de cuadros. En los primeros capítulos prima un cierto realismo
descriptivo, con un fiel y efectivo reflejo de los momentos de gran brutalidad
y vileza. Pero, a medida que el relato avanza, la ficción cobra mayor
protagonismo, y así podemos leer
capítulos como el titulado “África”, en los que se produce una verdadera
explosión del imperio de la ficción. Un ejemplo modélico es la visita a la casa
del “camarada” embajador un depredador de mujeres y animales en África, donde
Djata se ve en la obligación de enfrentarse en una partida de ajedrez a un
autómata que provoca horror, mientas el “camarada” abusador intenta violar a su
madre que le había ido a pedir ayuda. Ni la madre dulcifica el sistema, ni el
niño le gana a la máquina, pero le roba el rey blanco de marfil que se
convertirá en su amuleto, lo que explica el título de la novela. Y pese a que
los dos terminan malheridos, conservan la vida.
Estilo discursivo con frases largas, escasa
adjetivación, sintaxis muy elemental, redundancias. Pero todo eso enteramente
coherente con la forma de hablar del narrador, un niño de apenas once años que
habla tal como le corresponde a su edad: un lenguaje elemental, torpe y
repetitivo. Si algún pero se le puede achacar a El rey blanco, este está en la construcción de los personajes,
demasiado planos e incapaces de mostrarnos el desenvolvimiento de la
personalidad de los protagonistas.
Simplemente genial ...
ResponderEliminarSaludos
Mark de Zabaleta