Elvira
Valgañón
Pepitas
de calabaza (2ª edición), Logroño, 2018, 132 páginas.
Más bien escasa pero de gran calidad es la
narrativa en español cuyo escenario es un pueblo, un paisaje rural. A la
memoria me vienen Pueblo de José
Martínez Ruíz (Azorín), una novela de las cosas y los lugares que comparten la
vida del anónimo e inmenso pueblo. Más cercanas a nuestros días, dos obras así
mismo memorables: las novelas que Luis Mateo Díez recoge en El reino de Celama, una saga ficcional
unitaria cuyo centro es un territorio
fantasmal transformado en símbolo. O La
lluvia amarilla de Julio Llamazares, ese gran glosario de la soledad que es
Ainielle, el pueblo abandonado del Pirineo Aragonés.
En esa misma tradición literaria, podemos
incluir con justicia esta historia de historias que es Invierno de Elvira Valgañón (Logroño, 1977). Siete relatos, siete
historias que encierran muchas otras historias y que, entrelazadas entre si
durante más de siglo y medio, delinean el retrato literario de un pueblo
imaginario, Cerveda. Historias locales flanqueadas por la figura de un
asustacuervos que cuida la huerta de un vecino y le inventa nombres a las
estrellas sin saber que ya lo tienen. Es él, este ser de paja vestido con una
chaqueta, el que recuerda y trata de comprender el mundo. Y su recordar se
remonta a 1809 cundo al pueblo llega un soldado desertor de las filas
napoleónicas y los vecinos lo acogen, lo curan y lo protegen contra los
soldados que vienen para llevarlo. Es el mismo soldado de las guerras
napoleónicas que vuelve aparecer en “El soldadito de plomo(1965)”, aunque ya no
es francés sino húngaro y muere fusilado.
Un pueblo donde el invierno dura un año
entero, y al que regresa de las Américas el indiano don José, viudo y sin hijos
pero muy rico. Por la casa del indiano desfilan las damas del pueblo para
meterle a don José sus hijas por los ojos. Pero él prefiere visitar en Cerveda
la casa de las perdidas. Y cuando la vejez le atenaza, cambia las putas por la filantropía.
Al pueblo llegan otros forasteros, como un maestro nuevo con una niña y
fácilmente interacciona con los vecinos. También arriba a Cerveda el enano
saltarín al que los vecinos ven como un duende raquítico porque había nacido
atravesado, con los huesos retorcidos como los sarmientos. A pesar de su
deformidad, se paseará por el pueblo haciendo suspirar a las muchachas como si
pudiese convertir la paja en oro. Desde 1965, la narración se traslada a la
ferocidad de la Guerra de Filipinas, mas con anterioridad, allá por el año
1942, la narración se hace eco de los miedos de la Guerra Civil española con
los muertos que aparecían al amanecer con las caras afiladas por el miedo.
La narradora fija igualmente su mirada en
las cosas inmutables de Cerveda: el río, la dehesa, el invierno, la cueva del
Moro, las rosquillas de la madre, el espantacuervos del huerto de Bernabé, la
casa encantada, el discurrir del tiempo marcado por el toque de las campanas de
la iglesia.
Un pueblo erigido en cronotopo y cuya única
magia es la vida, tanto en los inviernos helados como en las canículas del
verano, y que, por serlo, hace surgir el amor, pero en el que también se siente
el aviso y la presencia de la muerte.
Elvira Valgañón ha logrado darle vida a una
historia de historias que empieza muy atrás y se prolonga hasta historias más
recientes en las que, sin embargo, vuelve a cobrar vida el presente. Esa
técnica narrativa (historias que se suturan entre si) le permite a la escritora
crear el dibujo de un pueblo, un “paradigma de asunto rural distinto”, como se
ha escrito, alejado de cualquier óptica costumbrista.
Una prosa que, a primera vista parece muy
natural pero que está admirablemente trabajada, le da forma a este fresco de un
pueblo en el que cobran importancia las cosas y son protagonistas sus
habitantes, con cuyos recuerdos viajamos a las guerras napoleónicas o a los
miedos, fantasmas, heridas o muertes de la Guerra de Filipinas. Historias
locales pobladas por vidas minúsculas y un gran regusto de nostalgia; que le
dan vida una gran polifonía de voces a un imaginario humilde pueblo de la
España rural, donde el tiempo parece detenerse y la amabilidad se amalgama con
la crueldad.
Elvira Valgañón |
Fragmentos
“La tercera vez que
se despertó estaba en una cama. Le habían quitado la camisa y los pantalones.
Notaba la almohada blanda bajo la cabeza y la sábana que lo cubría olía a
limpio. Hacía muchos meses que no dormía en una cama. Como a lo lejos, oyó
voces que decían palabras que no entendía y otras que había aprendido a
entender. Grave infección, gangrena. Voces de hombres y también de una mujer.
-Es un francés
-dijo la mujer.
-Es un herido -dijo
otra voz- y a los heridos los curamos. Si podemos.
-Es un francés
-insistió ella, con el mismo tono con el que se hubiera referido a una alimaña
del monte.
Me voy a morir,
pensó.”
…..
“Algo más de un año
tuvo que pasar para que don Luis se decidiera a traer al pueblo lo que quedaba.
Así decía él, lo que quedaba.
Seis baúles de libros,
el cuadro de la joven de las manos blancas, un bargueño de puertas lacadas, un
gramófono alemán de antes de la guerra que le compró a su madre cuando ella ya
no podía levantarse de la cama para ir con él a los conciertos. El pueblo
entero desfiló por allí para verlo, para escuchar los discos que, de milagro,
pensaba el maestro, habían llegado intactos hasta allí. Casi esperaba él que el
tiempo les hubiera borrado los surcos, que les pasara a los discos como a las
cartas y a los retratos de antes y quedara en ellos solo un leve rastro de
Schubert o Beethoven, un susurro apenas perceptible de tangos o de jazz. Pero
no. Aún conservaban aquella música que tanto habían escuchado, a pesar de los
años de silencio que habían pasado en el oscuro guardamuebles en el que él lo
había almacenado todo cuando vació el piso para marcharse.”
…..
“Con los vinos y el
calor de la estufa empezaron a volverle los colores y por fin sacó del bolsillo
de la chaqueta una pitillera manoseada para encender el último cigarrillo que
le quedaba, poco a poco recobrando el ánimo, buscando algún rostro familiar
entre el humo del bar, tantos años hacía…Pero los olores eran los mismos que él
recordaba, la nieve helada, el humo de las chimeneas, pucheros hirviendo en los
fogones de las casas, el aliento cálido de las bestias que dormitaban en las
cuadras. Y lo otro también, como él lo recordaba, el reloj de la iglesia, el
frontón con los números medio borrados, el san Antonio que reposaba en la
repisa de una ventana del bar, el mismo tenía que ser, al que le rezaba
rosarios en casa, el santo en la cómoda y la voz de su madre, dulce y monótona,
de madre ora pro nobis, las manos enrojecidas y agrietadas de lavar, repasando
las cuentas del rosario. Cuando se despidieron le dio unos pañuelos con letras
bordadas que habían sido de su abuelo, las cartas se las había ido dictando al
maestro, porque ella no sabía escribir. Las traía él todas guardadas en la
maleta.”
(Elvira
Valgañón, Invierno, páginas 13,
29-30, 54-55)
Buena recomendación ...
ResponderEliminarSaludos
Mark de Zabaleta