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miércoles, 20 de junio de 2018

UN PUEBLO QUE ES UNA SUMA DE HISTORIAS


Invierno

Elvira Valgañón

Pepitas de calabaza (2ª edición), Logroño, 2018, 132 páginas.



    

   Más bien escasa pero de gran calidad es la narrativa en español cuyo escenario es un pueblo, un paisaje rural. A la memoria me vienen Pueblo de José Martínez Ruíz (Azorín), una novela de las cosas y los lugares que comparten la vida del anónimo e inmenso pueblo. Más cercanas a nuestros días, dos obras así mismo memorables: las novelas que Luis Mateo Díez recoge en El reino de Celama, una saga ficcional unitaria cuyo centro es un territorio fantasmal transformado en símbolo. O La lluvia amarilla de Julio Llamazares, ese gran glosario de la soledad que es Ainielle, el pueblo abandonado del Pirineo Aragonés.

   En esa misma tradición literaria, podemos incluir con justicia esta historia de historias que es Invierno de Elvira Valgañón (Logroño, 1977). Siete relatos, siete historias que encierran muchas otras historias y que, entrelazadas entre si durante más de siglo y medio, delinean el retrato literario de un pueblo imaginario, Cerveda. Historias locales flanqueadas por la figura de un asustacuervos que cuida la huerta de un vecino y le inventa nombres a las estrellas sin saber que ya lo tienen. Es él, este ser de paja vestido con una chaqueta, el que recuerda y trata de comprender el mundo. Y su recordar se remonta a 1809 cundo al pueblo llega un soldado desertor de las filas napoleónicas y los vecinos lo acogen, lo curan y lo protegen contra los soldados que vienen para llevarlo. Es el mismo soldado de las guerras napoleónicas que vuelve aparecer en “El soldadito de plomo(1965)”, aunque ya no es francés sino húngaro y muere fusilado.

   Un pueblo donde el invierno dura un año entero, y al que regresa de las Américas el indiano don José, viudo y sin hijos pero muy rico. Por la casa del indiano desfilan las damas del pueblo para meterle a don José sus hijas por los ojos. Pero él prefiere visitar en Cerveda la casa de las perdidas. Y cuando la vejez le atenaza, cambia las putas por la filantropía. Al pueblo llegan otros forasteros, como un maestro nuevo con una niña y fácilmente interacciona con los vecinos. También arriba a Cerveda el enano saltarín al que los vecinos ven como un duende raquítico porque había nacido atravesado, con los huesos retorcidos como los sarmientos. A pesar de su deformidad, se paseará por el pueblo haciendo suspirar a las muchachas como si pudiese convertir la paja en oro. Desde 1965, la narración se traslada a la ferocidad de la Guerra de Filipinas, mas con anterioridad, allá por el año 1942, la narración se hace eco de los miedos de la Guerra Civil española con los muertos que aparecían al amanecer con las caras afiladas por el miedo.

   La narradora fija igualmente su mirada en las cosas inmutables de Cerveda: el río, la dehesa, el invierno, la cueva del Moro, las rosquillas de la madre, el espantacuervos del huerto de Bernabé, la casa encantada, el discurrir del tiempo marcado por el toque de las campanas de la iglesia.

   Un pueblo erigido en cronotopo y cuya única magia es la vida, tanto en los inviernos helados como en las canículas del verano, y que, por serlo, hace surgir el amor, pero en el que también se siente el aviso y la presencia de la muerte.

   Elvira Valgañón ha logrado darle vida a una historia de historias que empieza muy atrás y se prolonga hasta historias más recientes en las que, sin embargo, vuelve a cobrar vida el presente. Esa técnica narrativa (historias que se suturan entre si) le permite a la escritora crear el dibujo de un pueblo, un “paradigma de asunto rural distinto”, como se ha escrito, alejado de cualquier óptica costumbrista.

   Una prosa que, a primera vista parece muy natural pero que está admirablemente trabajada, le da forma a este fresco de un pueblo en el que cobran importancia las cosas y son protagonistas sus habitantes, con cuyos recuerdos viajamos a las guerras napoleónicas o a los miedos, fantasmas, heridas o muertes de la Guerra de Filipinas. Historias locales pobladas por vidas minúsculas y un gran regusto de nostalgia; que le dan vida una gran polifonía de voces a un imaginario humilde pueblo de la España rural, donde el tiempo parece detenerse y la amabilidad se amalgama con la crueldad.









Elvira Valgañón


Fragmentos



“La tercera vez que se despertó estaba en una cama. Le habían quitado la camisa y los pantalones. Notaba la almohada blanda bajo la cabeza y la sábana que lo cubría olía a limpio. Hacía muchos meses que no dormía en una cama. Como a lo lejos, oyó voces que decían palabras que no entendía y otras que había aprendido a entender. Grave infección, gangrena. Voces de hombres y también de una mujer.

-Es un francés -dijo la mujer.

-Es un herido -dijo otra voz- y a los heridos los curamos. Si podemos.

-Es un francés -insistió ella, con el mismo tono con el que se hubiera referido a una alimaña del monte.

Me voy a morir, pensó.”



…..



“Algo más de un año tuvo que pasar para que don Luis se decidiera a traer al pueblo lo que quedaba. Así decía él, lo que quedaba.

Seis baúles de libros, el cuadro de la joven de las manos blancas, un bargueño de puertas lacadas, un gramófono alemán de antes de la guerra que le compró a su madre cuando ella ya no podía levantarse de la cama para ir con él a los conciertos. El pueblo entero desfiló por allí para verlo, para escuchar los discos que, de milagro, pensaba el maestro, habían llegado intactos hasta allí. Casi esperaba él que el tiempo les hubiera borrado los surcos, que les pasara a los discos como a las cartas y a los retratos de antes y quedara en ellos solo un leve rastro de Schubert o Beethoven, un susurro apenas perceptible de tangos o de jazz. Pero no. Aún conservaban aquella música que tanto habían escuchado, a pesar de los años de silencio que habían pasado en el oscuro guardamuebles en el que él lo había almacenado todo cuando vació el piso para marcharse.”



…..



“Con los vinos y el calor de la estufa empezaron a volverle los colores y por fin sacó del bolsillo de la chaqueta una pitillera manoseada para encender el último cigarrillo que le quedaba, poco a poco recobrando el ánimo, buscando algún rostro familiar entre el humo del bar, tantos años hacía…Pero los olores eran los mismos que él recordaba, la nieve helada, el humo de las chimeneas, pucheros hirviendo en los fogones de las casas, el aliento cálido de las bestias que dormitaban en las cuadras. Y lo otro también, como él lo recordaba, el reloj de la iglesia, el frontón con los números medio borrados, el san Antonio que reposaba en la repisa de una ventana del bar, el mismo tenía que ser, al que le rezaba rosarios en casa, el santo en la cómoda y la voz de su madre, dulce y monótona, de madre ora pro nobis, las manos enrojecidas y agrietadas de lavar, repasando las cuentas del rosario. Cuando se despidieron le dio unos pañuelos con letras bordadas que habían sido de su abuelo, las cartas se las había ido dictando al maestro, porque ella no sabía escribir. Las traía él todas guardadas en la maleta.”



(Elvira Valgañón, Invierno, páginas 13, 29-30, 54-55)

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