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viernes, 22 de junio de 2018

LE EFÍMERA BÚSQUEDA DE LA NATURALEZA EN UNA CIUDAD INDUSTRIAL


Marcovaldo, o sea Las estaciones en la ciudad

Italo Calvino

Traducción de Dulce María Zúñiga

Ediciones Siruela (Biblioteca Calvino), Madrid, 164 páginas.

(Libros de siempre)

  



   Reedita Ediciones Siruela los veinte relatos que, en traducción de Dulce María Zúñiga, escribió y publicó el escritor cubano- italiano, Italo Calvino (1923-1985), Marcovaldo, ovvero le stagioni in città. El autor es un brillante experimentador que salta de una forma literaria a otra. Es por esta razón que en su producción sea posible diferenciar varios períodos. Posiblemente el más conocido es aquel en el que se adentra en la invención fantástica, especialmente en el terreno de las fábulas y de la fabulación que permite lecturas alegóricas y simbólicas, repletas de pequeños pizcos históricos y filosóficos, tanto privados como públicos. Un período que abarcaría la trilogía I nostri antenati (El vizconde demediado, El barón rampante, El caballero inexistente).

   No obstante, Italo Calvino también es autor de una narrativa que, a pesar de una cierta contaminación derivada del mundo de la fábula y del absurdo, se acerca y escudriña e la realidad social en la que vivimos. Pertenecen a esta línea el libro que me ocupa y La giornata d’uno scrutatore, también traducido y editado por Ediciones Siruela. Marcovalo, ovvero le stagioni in città vio su publicación en dos fechas distintas: 1958 y 1963, lo que abre las puertas para permitirnos captar la evolución del autor: mucho más fabulosos y fantásticos los relatos de la primera serie, y a pesar de que trate los mismos temas -los problemas de las sociedades urbanas-, los relatos escritos en 1963 están mucho más preñados de ironía e incluso de guiños al absurdo.

   El núcleo argumental de esta colección de relatos tiene mucho que ver con el neorrealismo italiano. A leer las andanzas y reflexiones de Marcovaldo, vienen inevitablemente a la cabeza ciertos personajes de Visconti o de Vittorio De Sica. Marcovaldo, el personaje principal, es un proletario urbanita, padre de familia numerosa que sueña y busca sin descanso pequeños rayos y chispas de la naturaleza en el paisaje urbano, incluso aunque sea en forma de setas venenosas, tábanos, castaños de Indias o en el vuelo de las arceas otoñales.

   El autor dedica a cada una de las estaciones del año un ciclo de cuatro cuentos. Son los períodos en los que se desenvuelve la vida de este domesticado y a la vez irónico personaje que persigue inútilmente la naturaleza en una ciudad industrial. Una búsqueda efímera y candorosa, mas Marcovaldo jamás siente el desaliento, por mucho que se engañe y confunda, como le ocurre ya en el primer relato, “Setas en la ciudad”. Los primeros cuentos de Marcovaldo son cortos, rebosantes de chispa, y están definidos por un desenlace imprevisto en lo que prácticamente todo sale mal. Un conjunto de relatos con un carácter realista, que fusionan humor e ironía con la desabrida situación que viven Marcovaldo y su familia. Son, por supuesto, narraciones tristes y abiertamente dolientes y bruscas, ya que ponen al descubierto la paupérrima y a veces pavorosa situación en la que viven los marginados del mundo.

   Un libro sin duda de gran actualidad en estos momentos y en este mundo donde solamente manda la racionalidad instrumental y la búsqueda del beneficio económico utilitarista que tantos males está causando entre la “especie de los hombres y de las mujeres sabios y sabias”, pero esclavos y esclavas de un progreso en el que, como escribe Italo Calvino, las pérdidas son absolutas y las ganancias inciertas. Incluso aunque sea de forma indirecta, porque Marcovaldo no acostumbra emitir juicios acerca de la destrucción de la naturaleza y los desmanes de las sociedades capitalistas, rechaza Italo Calvino las concepciones finalistas de la Historia y del progreso que provocan más calamidades que beneficios. El cándido y poco menos que infantil Marcovaldo proyecta, sin embargo, en estos cuentos una honda crítica, alejada de cualquier moralismo, tanto de los estragos ecológicos como de las sociedades consumistas y del absoluto imperio del dinero.

   Y no nos equivoquemos: lo que Italo Calvino ponía en evidencia en las décadas de los cincuenta y sesenta en sus escritos, ha crecido en el momento actual de una forma exponencial. Así pues, muy oportuna la reedición de una de las obras emblemáticas de Italo Calvino.







                                                    
Italo Calvino


Fragmento



  
“Marcovaldo se esforzaba en no dejar rastro, recorría un camino en zigzag por las secciones, siguiendo ora a atareadas criaditas, ora a damas emperifolladas. Y conforme una u otra alargaba la mano para tomar una calabaza amarilla y olorosa o una caja de queso en porciones, él las imitaba. Los altavoces difundían musiquillas alegres: los consumidores se movían o paraban siguiendo el ritmo, y en el momento preciso tendían el brazo, se hacían con un artículo y lo metían en su cesta, siempre al compás de la música.
El carrito de Marcovaldo estaba ahora repleto de mercancía; sus pasos lo llevaban a adentrarse en secciones menos frecuentadas; los productos de nombre cada vez menos descifrable venían en cajas con figuras que no aclaraban si se trataba de abono para lechuga o de semilla de lechuga o de lechuga propiamente dicha o de veneno para la oruga de la lechuga o de cebo para atraer a los pájaros que se comen esos gusanos o quizá de condimento para la ensalada o para los pajaritos fritos. Por si acaso, Marcovaldo se llevaba dos o tres cajas.
De esta suerte andaba entre dos altos setos de mostradores. De pronto, el pasillo se acababa y venía un largo espacio vacío y desierto con luces de neón que hacían brillar los azulejos.
Marcovaldo se encontraba allí, solo con su carro de productos, y al fondo de aquel espacio vacío estaba la salida, con la caja. Su primer impulso fue lanzarse de cabeza empujando el carrito como un tanque y escapar del supermercado con el botín antes de que la cajera pudiese dar la alarma. Pero en aquel momento por otro pasillo próximo asomó un carrito más cargado aún que el suyo, y quien lo empujaba era su mujer, Domitila. Y, por otra parte, asomaba un tercero y Filippetto que empujaba sacando fuerzas de flaqueza.
Era aquel un punto en que los pasillos de muchas secciones convergían, y de cada embocadura salía un hijo de Marcovaldo, todos empujando sus carricoches cargados como buques mercantes. Todos habían tenido la misma idea y ahora, al volverse a encontrar, advertían que habían reunido un completo muestrario de las existencias del supermercado.
-Papá, ¿entonces somos ricos? -preguntó Michelino-. ¿Habrá como para comer un año?
-¡Atrás! ¡Aprisa! ¡Alejaos de la caja! –exclamó Marcovaldo dando media vuelta y escondiéndose, él y su carga, detrás de los mostradores; y emprendió una carrera doblado en dos como bajo el fuego del enemigo, volviendo a perderse por las secciones. Un estruendo resonaba a sus espaldas, se dio la vuelta y vio a toda la familia que, empujando sus vagones como un tren, galopaba pisándole los talones.
-¡Nos va a costar una millonada!
El supermercado era espacioso e intrincado como un laberinto: había para dar vueltas horas y horas. Con todas esas provisiones, Marcovaldo y los suyos habrían tenido para pasar todo el invierno sin salir de allí. Pero los altavoces ya habían interrumpido su musiquilla y decían:
-¡Atención! ¡Dentro de un cuarto de hora cierra el supermercado! ¡Sírvanse pasar por caja!
Había llegado la hora de deshacerse de la carga: ahora o nunca. A la llamada del altavoz el tropel de clientes caía preso de una furia frenética, como si se tratase de los últimos minutos del último supermercado en el mundo entero, una furia no se sabe si de llevarse todo lo que había o de dejarlo todo, en fin, una de empujones en torno a los mostradores y Marcovaldo, con Domitila y sus hijos, aprovechaba para reponer la mercancía en los anaqueles o para deslizarla en los carritos de otras personas. Las restituciones se hacían un tanto al buen tuntún: el papel matamoscas en el mostrador del jamón, un repollo entre las tartas. No se dieron cuenta de que una señora en lugar del carrito empujaba un cochecito con un bebé: le endosaron una botella de vino.
Eso de privarse de las cosas sin haberla ni siquiera catado era un sufrimiento como para que se saltaran las lágrimas. No es de extrañar que, justo cuando dejaban un tarro de mayonesa, les viniera a la mano un racimo de plátanos y se lo quedaran; o un pollo asado en lugar de un escobón de nailon; con ese sistema sus carritos, al compás que se vaciaban, se volvían a llenar.
La familia con sus provisiones subía y bajaba por las escaleras mecánicas y en cada piso, en cualquier parte, desembocaba en pasillos obligatorios, donde una cajera centinela apuntaba con una máquina calculadora crepitante como una ametralladora contra los que hacían ademán de salir. El deambular de Marcovaldo y familia se parecía cada vez más al de animales enjaulados o al de reclusos en una luminosa prisión de muros con paneles de colores.
Arribaron a un lugar en el que los paneles de la pared estaban desmontados, donde había una escalera de mano apoyada, martillos, herramientas de carpintero y de albañil. Una empresa estaba construyendo una ampliación del supermercado. Cumplido su horario de trabajo, los obreros se habían marchado dejando las cosas de cualquier modo. Marcovaldo, provisiones al frente, se coló por el agujero de la pared. Al otro lado reinaba la oscuridad; él siguió adelante. Y la familia, con los carritos, detrás de él.
Las ruedas de los carritos rebotaban por un suelo como desempedrado, a trechos arenoso, luego por un piso de tablas mal ajustadas. Marcovaldo avanzaba balanceándose por una tabla, los otros seguían. De pronto vieron delante y detrás y arriba y abajo un montón de luces sembradas a lo lejos y alrededor el vacío.
Se hallaban en el armazón de tablones de un andamiaje, a la altura de una casa de siete pisos. La ciudad se extendía a sus pies con un centellear luminoso de ventanas y rótulos y chispazos eléctricos de los troles de los tranvías; más arriba aparecía el cielo tachonado de estrellas y de luces rojas de antenas de las emisoras de radio. El andamiaje temblaba bajo el peso de tamaña cantidad de mercancía en equilibrio. Michelino dijo:
-¡Tengo miedo!
De la oscuridad salió una sombra. Era una boca enorme, sin dientes, que se abría avanzando sobre un interminable cuello metálico: una grúa. Bajaba hacia ellos, se detenía a su altura, la quijada inferior sobre el borde del andamio. Marcovaldo inclinó el carrito, vació su mercancía en las fauces del hierro, y siguió adelante. Domitilla hizo lo mismo. Los chicos imitaron a sus padres. La grúa cerró sus fauces sobre todo aquel botín del supermercado y con un graznador movimiento de poleas echó la cabeza atrás, alejándose. Abajo se encendían y giraban los letreros luminosos de mil colores que invitaban a comprar los productos en venta en el gran supermercado.”



(Italo Calvino, Marcovaldo, o sea Las estaciones en la ciudad, segunda parte)

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