Xina Vega
Pepitas de calabaza ed., Logroño, 2017, 87 páginas
Nadie
escribe como Xina Vega. Su escritura es exclusiva de ella. Es ella. Lo cual,
aparcadas las posibles connotaciones tautológicas, quiere decir que Xina Vega
escribe con furia, con desgarros, muy alejada de los amables mitos, prodigios y
fábulas de uno de sus maestros, Álvaro Cunqueiro, citado en las referencias de
la contraportada y al que estudió y conoce. Ignoro, por mi parte la autopética
de Xina Vega, pero no dejaría de ser incoherente con su escritura el lema de
escritor asturiano Ricardo Menéndez Salmón: “Conmover, perturbar, incluso
irritar”. Y eso es lo que hace sin
complejos, más también sin algaradas, Xina Vega e sus piezas narrativas más
recientes, no tanto en Cardume, la
novela que la proyectó como gran escritora, sino Dark Butterfly, el relato “Loba de lava uivarás a lúa”, publicado
en la colactánea de narrativa erótica, Abadessa
oí dizer, escrita por mujeres gallegas; y en este “huis clos”, Nadie duerme. Y todo ello sin gritarnos,
simplemente inventando historias fuertes, historias terribles y echando mano de
una lengua que en su pluma suma muchos quilates, si bien sin abandonar nunca la
tendencia a la parquedad, especialmente en el empleo de descripciones.
Nadie duerme es aparentemente una novela
breve, aunque no realmente tan breve, cimentada en una estructura compositiva
con varias historias que corren en paralelo, juntas hasta el final con ciertas
colisiones e interacciones entre sí. Todo sucede en una noche y en un edificio,
un universo claustrofóbico, que termina expulsando a los insomnes justamente en
el cierre. Todos ellos son personajes sin nombre, despersonalizados, rodeados
solamente de soledad. En la página inicial que abre la primera secuencia,
ninguno de los dos, él y ella, en realidad desean hablar pero uno está en el
campo de visión del otro y viceversa. Nada más los une, pero, por haber
coincidido en aquel lugar, hablan y ella comienza confesando, todavía con el
útero sangrante, que por trescientos cuarenta euros dejó que le troceasen el
brote, la yema. A él, sin embargo, le fascina esa animalidad del cuerpo
sangrante -recuerda haber ahogado gatos bajo un grifo con su mano de verdugo-,
pero allí, con los pies helados se abrazan y sellan la intimidad de los que
mean juntos.
Y a
partir de aquí, una verdadera noche de tiburones y lobos. Un emigrante africano
que llega sin papeles en un cayuco negro en el que muchos murieron. Él no sabe
de fronteras, pero recibirá los aullidos de perros rabiosos del hombre y de la
mujer blanca, hasta que los cuerpos se acercan y la verga del negro toca la
pelvis de la mujer blanca. Un chica muy joven que huye de la prisión de su
casa; se traga el asco del conductor que la recoge, porque tiene raja y los
hombres danzan a su alrededor. Así estrena su condición de presa, aunque esta
vez conseguirá escurrirse de las garras de la fiera. Pero ella tiene hendidura,
principio, néctar que atrae a los hombres. Ella correrá, correrá maldiciendo el
sexo que enerva a los machos.
La parte
central y más larga de esta noche de lobos y presas es una escena de sexo
animal ejecutado por el hombre y la mujer maduros de las primeras páginas. Él
había sido atraído por una rubia relamida, pero prefiere la animalidad. Ambos
reconocen la ronca erosión de lo que fueron sus cuerpos y entre ellos solo
brilla el deseo y la animalidad. Ella, con la vagina sangrante, quiere que la
violente, quiere ser castigada. Y el hombre penetra, pica y perfora con su
tubo.
Mas,
incluso en la sordidez, hay un pequeño espacio para la solidaridad de los
vencidos, de los parias. Es el contrapunto que ponen el africano y la muchacha
menor de edad. El africano guarda a esta niña que trajo la carretera. Ellos,
los excluidos de la tierra, convergen en la noche, se encajan el uno en el otro
y se abrazan; aunque el emigrante sin papeles, desde su miedo, replegado hacia
adentro, presenciará cómo la muchacha será agarrada por un garra de huesos
amarillos, la del seboso viajante que la caza en la noche con las manos del
odio, hasta que encuentra la supurante rendija que lo consume. La chica se
siente comida, devorada desde el centro, hasta que una botella rota consumará
la venganza, tan terrible como merecida.
En el
inicio de este comentario figura un rótulo insuficiente: “Narrativa del
desgarro”, porque el libro de Xina Vega va mucho más allá de los desgarros
corporales y anímicos. Xina Vega narra lo siniestro de la cotidianidad, el lado
más repulsivo de la realidad, carente de cualquier atisbo de amabilidad. Texto
extremo, salvaje, subversivo; corta y rasga como esa cuchilla de afeitar sobre
fondo negro que Javier Jiménez Lozano creó para la portada. Un relato que se solaza en el dolor y en la
animalidad, en el sexo subyugado por hormonas o por el imperio y el hábito del
dominio. Sí, porque las prosas de Nadie
duerme, en esos animales que cabalgan, en su sexo visto como lucha feroz,
presenciamos las elementales relaciones de dominio del rebelde de los bosques y
el mutante de la sabana, la clase dominante de machos transformada en la clase
dominante de hombres. Lo que fue en los orígenes del homo sapiens sapiens permanece inalterable. Los hombres convierten
a las mujeres en menores desde el punto de vista político, económico, cultural y
también sexual.
Un libro
úbrico, con estados de excitación, de paroxismo, de desorden extremo, de
violencia acumulada y no reprimida. De exceso y consumación que, como han
puesto de manifiesto Georges Bataille y Roger Caillois, merecen un lugar
destacado en la ciencia del hombre, porque el carácter sísmico del goce humano
conduce a la ubris, a la desmesura, al sexo como desgarro, como herida, como
lucha feroz; sin belleza ni fealdad.
Y no obstante la dureza de estas páginas, no cabe
hablar de masoquismo literario, porque las historias se hallan
extraordinariamente bien tejidas y relatadas como una prosa primorosa. Cada
nimio detalle tiene su razón de ser entre el rechazo y la angustia. No es, sin embargo, un texto apto para
mojigatos, pero sí un plato exquisito para esa especie de lectores capaces de
mirar lo que potencialmente nos puede incomodar.
También
la técnica literaria, el modo narrativo es muy diferente de lo habitual. Quizás muchas y buenas dosis de
minimalismo: un texto con múltiples elipsis, no impuestas por ningún Gordon
Lish censurador, sino por la acuidad de la escritora que sabe que lo que es
suficiente con ser sugerido atrapa mucho más que lo explícito y manifiesto. Una
muestra: el aborto de las primeras páginas nunca será verbalizado de forma
expresa.
¿Realismo
sucio? En la novela todo está caracterizado por la concisión y la sobriedad.
Las descripciones solamente actúan a modo de pausas entre secuencias, y cuando
algunas se cuelan entre los textos sangrantes y carentes de amabilidad, no son
de paisajes hermosos, sino de parajes desolados:”En la planicie solo se
vislumbra el aislado claror de las piedras, pequeños esqueletos de pájaros,
neumáticos viejos” (página 53). Lo que sí hace la autora es metamorfosear
sin cortapisas (“las rojas uvas de los testículos”, valga de muestra).
Los diálogos están prácticamente ausentes y este teatro de horrores solamente
podría ser transmitido por una narrador heterodigético. Y si el realismo sucio
pretende representar fielmente la realidad, sin llevar acabo idealizaciones, Xina Vega está en esa
onda; ahuyenta el romanticismo, no huye de lo repulsivo, retrata lo siniestro
de la cotidianidad, el horror de la realidad que nos rodea, esa montaña de
basura que quizás sea de lo poco que una generación lega a la siguiente. Sin
eufemismo, con el sexo visto como una lucha feroz, con palabras que no lo
enmascaran porque, en el fondo “joder (es como cagar, como comer” (página 58). Así
explora la autora los límites del lenguaje ante inquietantes experiencias de dolor
y placer animal. Esa animalidad que obliga a hombres y mujeres a afrontar el lado
salvaje y violento de sus deseos y que es simultáneamente utopía y distopia”, como
escribe una joven narradora latinoamerica, cuya escritura tiene un aire de familia
con la de Xina Vega.
Xina Vega |
Fragmentos
“Allí, en medio de ninguna parte, con los pies helados en la tierra rota,
se abrazan y piensan en lo poco que comprenden, en la angustia y el deseo. Y,
acompasados, deciden sellar una especial intimidad meando juntos sobre las
podridas cañas del rastrojo. Hombres y mujeres convertidos en cuerpos
indistintos, en vejigas que supuran, vasos comunicantes que conforman un río de
alcohol turbio y amarillo.
Al acuclillarse, ella piensa en todo lo que huye por el reguero y cree
divisar el cuerpo viscoso del no nacido, el brote cercenado nadando en la
espuma del detrito.”
…..
“La muñeca de plástico abre las piernas, deja practicable el orificio, el
dildo mecánico vibra y rota, va derecho al objetivo, cava. No hay aquí belleza,
tampoco fealdad. En la gélida noche de enero dos cuerpos se enlazan, encajan
como piezas en serie en la cadena del deseo humano. Carne sobre carne . No hay
calor, tampoco mentira. Solo la fricción localizada en el sexo. Ella cierra los
ojos, bloquea la nariz, no quiere que nada le recuerde que e cima de ella jadea u hombre. Ni la acidez de su aliento ni
las gotas de sudor que resbalan por unas mejillas carnosas y enrojecidas ni la
rozadura áspera del vello ni la blanda curvatura del abdomen, no, no quiere ver
al otro, al exacto animal que la cabalga, al deforme sustituto de sus ansia,
nada le interesa excepto su verga.”
…..
“De pronto siente sobre la carne una garra de huesos amarillos. Alerta,
alerta, no es sueño la vida. A quien le duele su dolor le dolería sin descanso.
Ahí está el seboso viajante de comercio, el violador frustrado que quiere
consumar lo que antes había iniciado. El cazador en la noche abre con la mano del
odio, con la mano del amor los muslos de la muchacha y busca lo que le falta,
la supurante rendija que lo persigue. Quiere hurgar ahí, apuntar con su pequeño
palo y disparar, inundarla con su baba blanca, con su fétida orina, excretar en
ella el corazón roto, marcar el territorio. ¿Dónde si no tendría él que mear
para que lo viesen? ¿Dónde si no para que lo quieran?”
…..
“Con el terror en los ojos, ella comienza a ser comida, devorada desde el
centro, succionada hacia los turbios intestinos del cazador. Su grito se pierde
en la llanura y convoca a un remolino de aullidos, el lloro inhumano de la
multitud presa e la tela de araña de la noche (…) Las manos crispadas aferran
la botella vacía que se ofrece. Reluce el vidrio que se rompe contra la piedra.
Armada, imagina la mordedura, el río de sangre, el bosque de pez, imagina ese
tosco tubo, esa masa nervada, las rojas uvas de los testículos, imagina esa
serpiente vomitadora de pasta blanca separada del hombre, deshecha, un muñó de
carne, algo que no vale, carne rota. El hombre cabalga, empuja sus riñones
hacia delante, cava en el terrón, arranca uno a uo los dientes de la vagina y
tira de los cabellos y le dobla el cuello a la pequeña puta miserable, quiere
que le guste, quiere que ella goce como él goza, esa es la verdadera medida de
su poder de hombre, el jefe de la manada, el lobo que devora. Está próximo ya
el relámpago del orgasmo, el blanco en los ojos, la cabeza ansiando la antigua
conexión celeste. Y es cuando nace el aullido, infinita travesía en campos
solos, cuando ella consigue liberarse. El casco partido impacta sobre la verga.
La fuente se derrama por la base, una lluvia de sangre car sobre los muslos de
la joven mezclada con la leche blanca de la vida.”
(Xina Vega, Nadie
duerme, páginas 12-13, 59, 79-80,
80-81)
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