Juan
Tallón
Editorial
Anagrama, Barcelona, 2020, 209 páginas.
Sin duda ha sido una bendición laica el hecho de que en estos últimos
años Juan Tallón no haya decido
dedicarse a otra cosa, que algo siga yendo bien en su interior para seguir
escribiendo y no hacer cosas aún peores, porque escribe sin saber por qué lo
hace. Pero no es un escritor con vocación de infelicidad, como advierte George Simenon; un escritor que ha
interiorizado en su conciencia que lo primero, lo segundo y lo tercero es
escribir. Juan Tallón no se desanimó a pesar de que su primer libro editado,
por quedar finalista de un pequeño
premio literario, recibió una crítica acerva, una valoración lamentablemente
desencajada. No se descorazonó y siguió escribiendo; y lo sigue haciendo
afortunadamente, porque la suya es una de las voces más originales y rompedoras
del panorama narrativo español.
No es un tipo al que le guste pensar que
todo es literatura, y eso lo trasladó a varias de sus novelas (Fin de poemas, el váter de Oneti, Fin de
poema, Salvaje oeste). Se nos dice que Rewind
supone un volantazo con relación al anterior trabajo de Juan Talló en el
que sentía una cierta debilidad literaria por la descomposición de los
individuos, por esas vidas tranquilas que empiezan a torcerse. Un giro radical
frente a una técnica literaria plenamente vanguardista. Juan Tallón en varios
de sus libros fue un narrador metaficcional. Escribía sobre todo metanovela,
apoyándose en el frgamentarismo, en multitud de impts, asumía un debilitamiento de las barreras entre géneros y el
empleo deliberado de la intertextualidad. Así son la mayoría de los libros de
Juan Tallón, sobre todo los primeros. Pero el volteo fue radical, y en la
estructura de esta novela se deja sentir, es lineal excepto quizás en el empleo
de un cierto fragmentarismo para darle voz a varios narradores.
Rewind
trata de la muerte, no de la muerte como destino perseguido como en Fin de poema, sino de la muerte que
camina a nuestro lado, que no juega partidas de ajedrez, que no sorprende a nadie y menos a uno mismo. En ese momento
fatídico e imprevisto que le da un giro total a nuestras vidas. ¿Hay tiempo,
capacidad, decisión de rebobinar? Porque
la muerte, especialmente si se produce en cierta edad no avisa para que nos
preparemos.
El núcleo temático en torno al que gira la
novela revive un lance inesperado y horroroso, y lo proyecta hacia el futuro
con distintos efectos, con angustia o entereza. Y para que todo tenga sentido
resumo a su mínima expresión la sinopsis de la novela. Es la mitad de un día perfecto, un viernes por la noche. Un
grupo de seis jóvenes estudiantes (chicas y chicos) se reúnen e un piso en
Lyon, simplemente para pasarlo bien. El narrador da cuenta de que fue a mear, lo
hizo y todo se desintegró. De repente, la vida se derramó sin solución. Los
estudiantes que viven en el piso confían en la idea de que vivir consistía también en desperdiciar el
tiempo, aunque sin llegar a perder su control.
Pero esa noche todo se vino abajo. Uno de
ellos sobrevive y transmite el aire de celebración de estas fiestas
estudiantiles, así como el ímpetu de la explosión provocada por el activismo
terrorista islámico que destruye el edificio. A partir de aquí varios
narradores indagan en ella y en sus consecuencias.
Uno de los grandes aciertos de la novela,
desde el punto de vista literario, es el relato dramático del estudiante que
sobrevive, soslayando en buena medida el tema del terrorismo islámico, ya
demasiado tratado. Varios narradores, víctimas y testigos, en una mirada
retrospectiva, exploran lo sucedido. Un tema novedoso frente a la reiteración
de la investigación del terrorismo. Relatan algunos detalles de la experiencia
vital de los jóvenes sin ahorrar detalles en algunos casos. En definitiva el
sentimiento de unos jóvenes que se abren camino en la vida. Son felices cenando
rápido y mal y por el hecho de compartir la convivencia en un edificio que
sería su tumba.
Es lo más novedoso de la obra. Cinco
personajes (allegados, vecinos, familiares, el superviviente…) aportan tres
años después, en primera persona, su visión del terrible suceso y algunas
consecuencias de él derivadas: parálisis, pesadillas, inutilidad de las propias
vidas ante la muerte de la hija, desolación, escisión en la pareja (de los
padres), tristeza abstracta, un inmenso vacío, todo teñido de marrón para la
quiosquera del barrio amiga de los jóvenes, crisis psicológicas que acaban en
suicidio, familias resquebrajadas, desazón o la decisión de no divorciarse ante
el ataque a la familia para hacer frente al desamparo). Sobresale la crudeza
con que habla el sobreviviente. Sin saber si está vivo o muerto, engullido en
el aturdimiento, sin saber si se está deslizando por el tobogán de la muerte. Atrapado y magullado, no siente
el dolor sino la soledad de tener que enfrentarse a la propia muerta, y el
rostro cubierto con una espesa capa de polvo.
Sin embargo, en esta novela de destrucción y
de amor sobre la brutalidad de la existencia y sobre lo que perdemos para
siempre, existe un centro oculto, a veces no tan escondido. Y es el
convencimiento de que, a pesar de la tragedia que se consumó aquella noche y
tuvo la capacidad de alargarse durante años, existe una certeza y esta es que,
aunque se hayan perdido los planes, el brazo izquierdo para pintar -es el caso
del superviviente Paul Madiot- es preciso empezar a creer en el futuro, porque
la vida que puede precipitarnos en los abismos, nos tiende después las formas para
salir de ellos. El pasado siempre
vuelve, se rebobina con frecuencia, pero el único sobreviviente llega a la
conclusión, a los tres años, de que la etapa de recordar la tragedia, ya había
quedado atrás.
Francisco
Martínez Bouzas