Alejandro
Morellón
Editorial
Candaya,Camí del Pendès (Barcelona), 2019, 89 páginas.
Alejandro Morellón ha sido hasta ahora el único español que con El estado natural de las cosas logró el Premio Hispanoamericano de Cuentos
García Márquez. En la novela breve que analizo, se aleja de ese cuento y de
otro titulado La noche en que caemos.
En esta novela breve, como se nos dice en las Claves sobre el libro que
elaboran Candaya y el propio autor, se aparta de la temática fantástica que
inspira los cuentos citados. Para adentrarse en una escritura reflexiva,
poética a veces, y filosófica; y al mimo tiempo desbocada, para tematizar otro
tipo de problemas: la culpabilidad, la identidad, el pasado, las tragedias intrafamiliares.
Un acontecimiento traumatizante de cariz sexual
acaecido en el seno de una familia, es el detonante de esta novela, en la que
dos personajes: Alan y su madre Rosa, debaten a través de monólogos interiores,
monólogos sin auditorio, en los que expresan sus pensamientos más íntimos,
próximos al subconsciente. A través de ellos descubren o reinventan la tragedia
familiar. Con la peculiaridad de que todos sus monólogos autónomos (Stream of consciounes) y todo lo que acontece tiene lugar en la casa de
la que no salen los dos principales protagonistas; lo que condicionará el
lenguaje, como más adelante indicaré. El desmoronamiento de un familia en un
espacio claustrofóbico y opresivo, debido a algo que sucedió y ha dejado a los
miembros del clan familiar hechos trizas.
La novela está estructurada en cinco
capítulo, cinco intensos monólogos sin interrupción, con frases largas, sin
puntos, en los que esos monólogos interiores que brotan del subconsciente, se
expresan a través de la voces de Alan y de su madre, paralizados los dos por el
dolor en una historia familiar que irán desvelando, y de la que también
formaban parte Marcelo, el padre que huyó porque según su otro hijo sus
adicciones se dan de la mano. Y Oscar, el hermano mayor, ausente por el odio.
Presenciamos en primer lugar el monólogo
autónomo de Alan que se retrotrae al ambiente familiar feliz de su quinto
cumpleaños, pero también a la historia de la familia, una historia de
revivencias de la que él prefiere ausentarse sumiéndose en el “sueño” para
despertar después como quien no ha conocido el pasado. Pero de inmediato
llegarán los remordimientos y los reproches como los de su hermano: “¿qué
porquería estás haciendo?”.
Rosa, la madre con la que convive Alan en
esa casa -testigo de desgracias que el lector poco a poco va identificando y
que se aclaran definitivamente en el desenlace del capítulo V- que se considera
madre pero no puede mirar a su hijo, no puede tocarlo y terminará echándole de
casa para que pueda liberarse e la tragedia familiar. Alan sabe que perdió su
identidad hace muchos años y por eso sus divagaciones habituales son: ¿quien
soy yo? Un ente sin identidad, es una de sus respuestas. Vive en un constante
frenesí para descubrir quién es.
Mientras tanto la madre vegeta alienada,
“alimentándose” de las fotografías de su pasado para no tener que enturbiar los
ojos con la verdad del presente, en esa casa-refugio en la habitan sin esperanza y sin desesperación. Una carta del
padre que Alan lee en el desenlace descubre la herida y la causa del
desmoronamiento familiar: “Soy la herida y el cuchillo” había escrito el padre
para despedirse. El progenitor confiesa lo inconfesable. Pero tampoco el hijo
es inocente. Él y su padre hacen cuerpo bajo la ley del deseo. “La primera
voluntad de la carne”, reconoce Alan en el desenlace.
Los secretos familiares guardados bajos
llave, funcionan como la trabe (viga) de oro de la novela, con dos perspectivas:
la de la madre y la del hijo. Secretos que originan culpa y dolor en Alan y en
Rosa que vive en una especie de ensueño-alucinación. Revive el pasado viendo
una y otra vez las fotografías familiares, pero también está de algún modo
envuelta en la culpa.
El autor ha sabido recrear con gran destreza
el ambiente envenenado e hipnótico; así como diferenciar las voces que
intervienen e la novela. Y ha sido capaz de convertir a la casa en un personaje
más de la trama. Forman parte sus, supongo, viejos muros del lenguaje opresivo y
claustrofóbico que Alejandro Morellón ha creado con acuidad. Se ha escrito que
este es un libro de literatura enferma, pero que también aporta consuelo vital,
a pesar de que algo que ha sucedido deja a cuatro miembros de una familia
hechos trizas.
Gran riqueza de imágenes y un estilo de
prosa -en el fondo la personalidad del autor- repleto de vigor, no obstante sus
rasgos opresivos. Novela sin duda osada y de calidad como todas a las que no tiene
acostumbrados Candaya, ninguna golosina literaria por supuesto, pero apta para un
público lector capaz de leer entre líneas y rellenar las lagunas que el autor conscientemente
deja vacías.
Francisco Martínez
Bouzas