Bernardo
Atxaga
Traducción
de Bernardo Atxaga
Editorial
Alfaguara, Madrid, 488 páginas
(Libros
de siempre)
Publicada en su versión original, Soinujolearen semea en euskera en el año 2003 y traducida a más
de veinte idiomas, El hijo del
acordeonista llegó a los lectores en español envuelta en polémicas del así
conocido como “caso Echeverría”: el cese de una de las vacas sagradas de la
crítica literaria, el colaborador de El País, Ignacio Echeverría debido a una
crítica demoledora de la novela de Bernardo Atxaga, editada en español por
Alfaguara, entonces del Grupo Prisa, como
el periódico madrileño.
Ganadora de numerosos premios, entre ellos
el Mondello y el Grizane Cavour, está siendo adaptada al cine bajo la dirección de Fernando Bernués
-anteriormente lo había sido al teatro por el Centro Dramático Nacional-, El hijo del acordeonista es una novela
emblemática del escritor vasco.
Bernardo Atxaga (Casteasu, Guipúzcoa, 1951)
está considerado como el mascarón de proa de la literatura del País Vasco, con
obras en narrativa, teatro, ensayo, literatura infantil y juvenil. Y nunca
esquivó la representatividad derivada del hecho de ser el escritor en euskera
más leído y traducido, a partir sobre todo del éxito de Obabakoak. Con El hijo del
acordeonista concluye el ciclo de “Obaba”, el valle bucólico y
virgiliano, representación de los viejos valores en declive del arcaico mundo
rural vasco, cuna de las antiguas palabras.
Bernardo Atxaga parte de lo local para
alcanzar lo universal, como única forma posible para poder expresarse. Y tales
son las claves narrativas que están en la arquitectura de esta novela. La trama
se centra en la historia de dos amigos, Joseba y David, hijo este último de un
acordeonista de obscuro pasado franquista, que poco a poco va descubriendo el
adolescente. Los dos amigos comparten momentos histórico que van desde 1957,
cuando se inicia el relato, y remata en 1999, año en el que David muere en los
Estados Unidos. La sola posibilidad de que su progenitor tuviese las manos
manchadas de sangre, provoca en David el conflicto. Comienza a colaborar con
grupos armados independentistas, y finalmente decide exiliarse de su tierra y
establecerse en California. Allí se casa con Mary Ann; explotan entre los dos
un rancho y tienen dos hijas. Perseguido en todo momento por la memoria de
Obaba, y con la finalidad de dejar testimonio de su país, de su gente, de las
palabras de su lengua comienza a escribir en euskera el cuaderno de sus
anotaciones íntimas, y comparte con sus hijas un juego simbólico, por él
inventado, consistente en guardar las palabras vascas en cajas de cerillas para
enterrarlas en un lugar seguro. Será su amigo de infancia, Joseba, conocido
escritor en euskera, el que complete y reescriba póstumamente las anotaciones
de David. Es el artificio metaficcional del que se sirve el autor.
El texto es por consiguiente un memorial
escrito bajo el dictado de una estructura abierta y ramificada, en el que se
intercalan relatos breves, como el del tío Juan o el de Toshiro, un japonés que
se dedica a montar hélices y que se
autolesiona por haberle sido infiel a su novia.
Coexisten en la novela dos temas centrales
que la dotan de consistencia: el amor y la memoria. Desde la infancia en la
escuela al infierno de la Guerra Civil, desde Obaba a California, Bernardo
Atxaga se acerca al tema de la memoria, de la nostalgia, de la amistad y de la
pena que experimenta el que deja su tierra con la seguridad de que no regresará.
Y en el epicentro de las múltiples ramificaciones del relato, el amor como
única posibilidad de salvación.
El
hijo del acordeonista es una novela de largo aliento, una pieza narrativa
importante, de lectura y belleza cautivadoras, si bien con ciertos altibajos en
la tensión narrativa. El lector fracasará si lee de forma descontextualizada
las afirmaciones de Bernardo Atxaga. Leídas fuera de contexto, pueden sonar a
sentimentalidad jurásica, a marco pastoril, a beatitud, maniqueísmo o pintura
naif. Y un juicio similar es el que merece el hecho de pretender ver en la
novela un reflejo de la realidad vasca. No fueron esas las intenciones del
autor, sino las de mostrar la idea poética de un mundo que, con su hermosura y
su vertiente siniestra, está muriendo. Y como ficción que es, la novela no
puede ser juzgada con criterios históricos o sociológicos.
Bernardo Atxaga |
Fragmento
"Ubanbe iba a
continuar pero el humo del puro le hizo toser. «Si Pancho lo vio o no, eso es
algo que nadie sabe —dijo Adela—. Lo único seguro es que algunos le creísteis,
y la historia corrió de boca en boca». «¡En Obaba todo el mundo se lo creyó,
por si no lo sabes!». Ubanbe volvió a golpear la mesa. Adela negó con la
cabeza. «Tu madre vino a hablar con Lubis —dijo, dirigiéndose a mí—. Carmen es
de este barrio, nos conoce bien. Y claro, quiso hablar con Lubis. No con este
Ubanbe ni con Pancho. Lubis no pasaría entonces de los doce años, pero de
cabeza ya andaba diez veces mejor que todos éstos. Y el chico se lo explicó con
toda claridad. Que con Pancho no se podía uno fiar. Que siempre andaba con
historias verdes, y que era capaz de inventarse cualquier cosa. Y Carmen se fue
tranquila». «¡Cuánto sabes, Adela!», exclamó Ubanbe. Tenía los ojos cerrados.
«Márchate a casa antes de quedarte dormido. Y déjanos en paz», le ordenó Adela.
Ubanbe se levantó por fin, y se remetió la camisa blanca en el pantalón. Sostenía el puro en la comisura de los labios. «¿Cómo es que sabes tanto, Adela? Todavía no me lo has contado». Adela no le respondió a él, sino a mí: «Lo supe gracias a Beatriz». Ubanbe se encontraba en el umbral de la puerta de la cocina. «Pues, si sabes tanto, cuéntale cómo encontramos a Lubis de allí a dos días». «¿Cómo?», pregunté. «Todo lleno de sangre. La cara, el pecho, todo. Allí estaba, agachado en la orilla del río, frotándose las manchas y limpiándose. ¿No lo sabías?». Le hice un gesto negativo. «Te hacía más listo», me dijo Ubanbe con desdén.
Adela y yo nos quedamos solos en la cocina. «¿Quién le pegó? ¿Mi padre?», le pregunté. «Ángel andaba como loco con aquella historia. Y no era de extrañar. Todo el mundo lo señalaba. Y pensó que tenía que ser Lubis el culpable, porque había hablado con Carmen. Y pasó lo que pasó. Tuvo toda la cara hinchada. ¿Y sabes quién cuidó de él hasta que se puso bien? Pues Carmen. Carmen estaba muy apenada. Le pidió a Beatriz que le dejara cuidar del chico. Solíamos estar todos allí, a la puerta de casa. Don Hipólito también. Y Lubis se curó antes de lo que nadie esperaba».
Ubanbe se levantó por fin, y se remetió la camisa blanca en el pantalón. Sostenía el puro en la comisura de los labios. «¿Cómo es que sabes tanto, Adela? Todavía no me lo has contado». Adela no le respondió a él, sino a mí: «Lo supe gracias a Beatriz». Ubanbe se encontraba en el umbral de la puerta de la cocina. «Pues, si sabes tanto, cuéntale cómo encontramos a Lubis de allí a dos días». «¿Cómo?», pregunté. «Todo lleno de sangre. La cara, el pecho, todo. Allí estaba, agachado en la orilla del río, frotándose las manchas y limpiándose. ¿No lo sabías?». Le hice un gesto negativo. «Te hacía más listo», me dijo Ubanbe con desdén.
Adela y yo nos quedamos solos en la cocina. «¿Quién le pegó? ¿Mi padre?», le pregunté. «Ángel andaba como loco con aquella historia. Y no era de extrañar. Todo el mundo lo señalaba. Y pensó que tenía que ser Lubis el culpable, porque había hablado con Carmen. Y pasó lo que pasó. Tuvo toda la cara hinchada. ¿Y sabes quién cuidó de él hasta que se puso bien? Pues Carmen. Carmen estaba muy apenada. Le pidió a Beatriz que le dejara cuidar del chico. Solíamos estar todos allí, a la puerta de casa. Don Hipólito también. Y Lubis se curó antes de lo que nadie esperaba».
(Bernardo Atxaga, El
hijo del acordeonista)
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