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miércoles, 23 de noviembre de 2016

LAS NEBULOSAS DE LA DESMEMORIA



Lo que olvidamos

Paloma Díaz-Mas

Editorial Anagrama, Barcelona, 2016, 163 páginas.



   Paloma Díaz-Mas (Madrid, 1954), es una narradora con una sólida trayectoria consolidada sobre todo en Anagrama. Fue finalista en el año 1983 del primer Premio Herralde de Novela con El rapto del Santo Grial. Lo ganó años más tarde, en 1992, con El sueño de Venecia.  Otros galardones, como el Premio Euskadi 2000, jalonan su carrera literaria. En la editorial barcelonesa han aparecido la mayoría de sus libros, tanto novelas como relatos autobiográficos. El pasado mes de octubre, Anagrama editaba su última entrega narrativa, Lo que olvidamos, una pieza literaria que reproduce una dura experiencia, anclada sobre todo en lo emocional, sobre el proceso de la enfermedad del olvido, vivida por la madre de la protagonista, una paciente de Alzhéimer,  y reflejada por la hija.

   Un núcleo diegético no ajeno a la obra literaria anterior de la escritora, servido especialmente en el contexto de la recreación del pasado, de todo aquello que levita entre el día y la noche de nuestra memoria, de los contenidos que, con el paso del tiempo, se derrumban y se evaporan de nuestros recuerdos.

   Lo que olvidamos es una muestra paradigmática de la narrativa confesional e intimista, centrada en torno a una experiencia familiar, y sobre el puzle vital de un político de la Transición que ya no sabe quién es, ni se recuerda de sí mismo saliendo el 24 de febrero de 1981 del Congreso de los Diputados.

   Una posible experiencia autobiográfica le proporciona a la autora los materiales para ilustrar, desde una intimidad doliente y respetuosa, el proceso de la perdida de la memoria, la enfermedad de la edad avanzada. El relato es ajeno a la visión médica de la dolencia, y se centra en la vertiente humana de un estado progresivamente más angustioso cada día para el paciente y quizás aún mucho más para sus allegados. Con desasosiego que crece a medida que pasan  las páginas, el lector asiste a una experiencia familiar que supera lo meramente anecdótico: una hija que es la voz narrativa, visita, en una residencia de la tercera edad, a su madre víctima del Alzhéimer, y por lo tanto carente de anclajes en el mundo. Allí se relaciona también con otros dolientes de la desmemoria que reclaman su ración de cariño, la afectividad de los besos. Reconstruye Paloma Díaz-Mas el proceso del deterioro mental de la madre (“un goteo de despropósitos” al principio, un entramado de mentiras absurdas, palabras inanes…) que va abriendo un abismo entre la madre y los familiares que presencian horrorizados la carrera imparable de la destrucción. La construcción sobre la marcha de una biografía ficticia y otros penosos acontecimientos acrecientan el período de estupor familiar. La confusión de su propia personalidad y el olvido del hogar les obliga a buscar una nueva vida para la enferma, también para la familia, en un hogar sustitutorio donde se harán cargo de ella. Una vida nueva ancorada únicamente en el presente, sin pasado.

   La voz narrativa entrelaza historias concernientes a la familia, a la casa de siempre, a los objetos allí guardados desde hace muchos años, historias que ya no existen para la madre doliente, pero que son muletas en los que se sustentan los recuerdos futuros. Es así como surge la historia de Pedro, otro enfermo de la residencia y cuyo rostro, treinta y cinco años más joven, ve en la portada de un periódico correspondiente al 24 de febrero de 1981. Es el mismo Pedro saliendo del Congreso de los Diputados tras el asalto de Tejero; en su día posiblemente una personalidad de la Transición. Comienza así la novela del hombre que vive en el olvido; y la recuperación de una parte importante de la historia reciente de España; el testimonio de la Guerra convertido en un puzle de historias contadas desde recuerdos borrosos; el sentimiento de incertidumbre y miedo ante la posibilidad de otra tragedia, intensamente temida durante una larga noche. Y los hombres y mujeres que hicieron la Transición condenados hoy a la amnesia individual y colectiva.

   El laberinto de los núcleos familiares -madre e hija son términos confusos para la que ha perdido la memoria de su propio yo y la de sus allegados- impulsa así mismo a la autora a bucear en los arcanos más inmediatos de la familia materna. Así recupera la figura de la abuela materna, en su niñez, en los años sufridos bajo las bombas, el final de la Guerra; el fallecimiento del abuelo.

   Relato a la vez analítico sobre el progresivo avance del Alzhéimer, y emocional que refleja especialmente el dolor de una hija ante el derrumbe interior de la madre. Con acento melancólico, la voz narrativa trae a escena sus propios recuerdos y su desmemoria, ráfagas del pasado suscitadas por la nueva relación doliente de su progenitora. La singularidad de esta novela-testimonio, escrita desde un doloroso realismo, reside sobre todo en que el acto escritural no se concentra exclusivamente en la fase en la que el deterioro de la persona ya está consolidado, sino en el desarrollo y avance de la enfermedad y en la punzante factura que proyecta sobre los familiares.

   Huelga decir que, en esta bajada a los infiernos de las nebulosas impenetrables de la demencia, Paloma Díaz-Mas huye de lo truculento, del sentimentalismo lastimero. Sin llevar la narración al tremendismo fácil, tampoco ahorra nada. Mas si algo hay que destacar en la tremenda intensidad de esta historia es el propósito autorial de subrayar la importancia de las relaciones humanas, incluso en las fases más agudas del deterioro mental.

   Todo ello presentado a veces con curiosas dosis de humor y con un estilo pulcro y sencillo, que sin embargo a veces ronda lo lírico. Un plus que favorece la intensidad emocional de una novela -muestra plausible del arte de contar- que no es patética, pero sí realista.



Francisco Martínez Bouzas



                                                 
Paloma Díaz-Mas

Fragmentos



“Ya voy a salir, pero no puedo irme así, viendo la cara de desamparo de Ángela y Carmen: tengo que besarlas a ellas también, o se quedarán desconsoladas, le dirán a la cuidadora: «Hoy ella no me besó»; no recordarán mi nombre ni sabrían decir quién soy yo, quién ha sido aquella que se marchó sin besarlas, pero sí que sabrán sentir eso que les falta: que hoy vino alguien que besó a otras y no las besó a ellas. De paso, beso también a esta otra señora sin nombre, la mujercilla de pelo blanco vestida de negro como una abuela antigua, la que está siempre inmóvil como un árbol, mirando al infinito con unos ojos que son, sin embargo, vivarachos y expresivos; vivarachos y expresivos, aunque no se sepa lo que quieren expresar. La beso también a ella, que ni lo espera ni me lo ha pedido ni es capaz de decir su nombre -por eso no sé cómo se llama-; la beso por si acaso, con un beso preventivo, podríamos decir.”



…..



“Quizás, si lograse averiguar algo sobre aquel pseudo-Pedro de la fotografía de 1981, me atrevería a preguntarle algo  a su hijo: si, de verdad, el Pedro de los puzles es aquel diputado del cual yo sé esto y lo otro. Tal vez se sintiese halagado al comprobar que, al cabo del tiempo, alguien ha reconocido a su padre, un hombre que sin duda fue importante un día, que tuvo una relevancia pública hoy ya pasada y olvidada. O a lo mejor lo que sentiría el hijo no sería halago (un impulso de vanidad por la importancia de su padre), sino alivio: alivio al saber que ese hombre que ya apenas reconoce a su propio hijo es, sin embargo, reconocible por otros. Que no todo ha pasado y que su padre no ha cambiado tanto, al fin y al cabo; que está un poco perdido, con la cabeza un tanto ida, por la edad, pero sigue siendo el mismo, tan el mismo que alguien ajeno fue capaz de reconocerlo y decir: es él.”



…..



“Estoy sentada junto a mi madre y de repente la mujer que está en el sillón de al lado me agarra  del brazo, me zarandea enérgicamente, haciéndome un poco de daño. Su mano aprisiona con fuerza mi muñeca para conseguir que la mire, que le preste atención. Y cuando vuelvo la cara hacia ella, me dice bajito, con apenas un hilo de voz: «Creo que estoy preñada.»

Veo sus ojos de susto, el gesto angustiado. Es una mujer de aspecto un tanto rudo, como una campesina antigua, y aparenta más de ochenta años. Tiene miedo. Repite: «Creo que estoy preñada», y su frase es un grito de socorro: quiere que yo le diga algo que la ayude a salir del trance, que la salve, y no sé cómo. Luego se retrae en el sillón, se apoya en el respaldo y añade, algo más tranquila pero todavía preocupada, con un anhelo de quien cree que nada grave ha pasado, que en realidad no ha sucedido el temido desastre: «No, no, no. No estoy preñada. Creo que no estoy preñada.»

En ese declarar y negar entreveo, completamente vivo, un miedo adolescente, el de la jovencita que hace mucho años, en otra sociedad y en otro mundo -en un mundo rural desaparecido, en un país tan cambiado que ya no existe-, tuvo un desliz  (así se decía: «un desliz») y temió el embarazo no deseado o tal vez realmente se quedó preñada  -así: preñada, no embarazada ni encinta; preñada como se quedan las hembras cuando los machos las fecundan, como se quedaban las mujeres del campo y las ovejas, las cabras y las vacas que ellas mismas cuidaban- y tal vez tuvo ese niño o tal vez no o quizás fue solo una falsa alarma, un retraso de unos días en la esperada regla del mes, esa cosa incómoda que de repente se volvía deseable, la menstruación aguardada con impaciencia, esperada como una salvación, recibida -si llegó- con alivio.”



(Paloma Díaz-Mas, Lo que olvidamos, páginas 8-9, 74-75, 118-119)

4 comentarios:

  1. Una obra muy atrayente, amigo. Gracias por tu gran aporte. Un abrazo.

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  2. Creo que el tener una persona cercana con esa enfermedad, despierta sentimientos muy encontrados y al mismo tiempo, nos da una idea más clara de lo que es la lucidez. Yo intuyo que una de las variables más importantes de la pérdida de memoria, es el no sentirse feliz con un@ mism@ y con el entorno. La persona se va distanciando poco a poco de una realidad que le hace daño. No sabe cómo manejar las emociones que despiertan en ella una posible falta de afecto o de cuidados o unos comentarios que la hieren, o un gesto malhumorado...Tan desvalida se siente la persona que empieza poco a poco a elaborar una manera de salir de ese espacio que no comprende y que es ajeno a sus necesidades. Sólo este apunte. A ti, como siempre, gracias, Francisco por compartir tu reseña y algunos párrafos del libro

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  3. Gracias por el placer de leerte Francisco, es terrible esta enfermedad del alzheimer. Más cuando le da a un ser tan querido como lo es la madre. Ver el deterioro que tiene y que ni a veces tus ojos recuerde es intensamente doloroso. Una novela que nos adentra al corazón del dolor, de la impotencia y batalla interna de quien no puede hacer nada, por remediar dicha condena. Interesante lectura. Te dejo un abrazo, encantada de poder leerte. Gracias.

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