Juan Goytisolo
El Aleph Editores, Barcelona, 99 páginas
(Libros de fondo)
La obra ficcional de Juan Goytisolo
(Barcelona, 1931) atraviesa toda la segunda mitad del siglo XX y prosigue en el
actual. Aquellos inicios explosivos de la década de los cincuenta pusieron a
disposición de los lectores cinco piezas narrativas (Juego de manos, Duelo en el paraíso y los volúmenes de la trilogía El mañana efímero). A comienzos de los
sesenta, el escritor catalán, con residencia en Marrakech desde el
fallecimiento de su esposa, publicó La
isla y Fin de fiesta, títulos que clausuran una etapa narrativa. Tras años
de reflexión, reaparece el escritor fabulador y el intelectual rebelde contra
el franquismo, aunque con cambios importantes en su concepción novelística. Si
hasta entonces la escritura de Goytisolo pretendía, sobre todo, mostrar los
aspectos externos de la realidad, a partir de esas fechas sus grandes temas
convergirán en la lucha contra los mitos
más importantes de la sociedad española y en la transformación de la lengua
literaria. Es la época de sus libros más conocidos y reconocidos: Señas de identidad, Reivindicación del conde
don Julián o Makbara. Obras que
significaron una peregrinación en la búsqueda de las propias raíces, en el
sentido de la historia patria y en un proceso imparable de racionalización que
lo conducirá a romper con sus orígenes literarios, con un pasado cultural y,
por último, incluso con la propia lengua que se va transformando
progresivamente en caracteres árabes en las últimas páginas de Juan sin tierra.
Juan Goytisolo seguirá publicando. Nuevas
novelas, estimulantes libros de memorias (Coto
vedado, En los reinos de taifas)
y una importante obra ensayística (El
furgón de cola o Cógitus interruptus,
entre otros muchos).
Hasta que en febrero de 2003, el intelectual
y uno de los pocos supervivientes del espíritu crítico, como lo calificó Günter
Grass, se despidió definitivamente de la literatura de ficción, porque pensaba
que, a lo largo de su vida, había “perpetrado demasiados libros”. Un adiós para
centrarse en el ensayo, aunque cambiaría de opinión en 2008 con la publicación
de El exiliado de aquí y de allá. Su
despedida de la literatura de ficción es
una pequeña novela, un libro extremadamente conciso, en el que nada salva, y el
título, Telón de boca, lo dice todo.
La cortina que oculta el escenario cuando termina la representación, pone de
manifiesto la voluntad del autor de poner silencio a su labor como escritor de
ficción.
Telón
de boca es una breve obra de arte, escrita de forma primorosa, que rezuma
intimismo y pesimismo en cada párrafo. El protagonista, alter ego del propio
autor con el que se confunde, nos agasaja desde una ciudad “ocrerrosada” como
Marrakech, con una amarga y desolada reflexión sobre la existencia que sabe que
dejará pronto. Desde la frontera de la muerte, repasa su vida con gran
clarividencia y a la vez con grandes dosis de pesimismo. Su hablar -un
paréntesis entre la nada y la nada- se convierte en recuerdo y recuperación de
la esposa fallecida, y en un reconocimiento del poder cruel de los vivos frente
a la indefensión de los muertos.
Una especie de demiurgo al que llama “El
desalmado”, lo confirma en la percepción pesimista de la especie humana, la
especie más nociva del universo, cuya historia es el reino de la mentira.
Solamente somos poseedores de una única certeza: la igualdad de los muertos,
pero esa igualdad no la veremos tras nuestro fallecimiento. En esta novela, en
la que da la impresión de que el manto de la noche pende sobre nosotros, que
también anochecemos sin darnos cuenta, un símbolo extraído de Tolstói, un cardo amputado con flores
ennegrecidas, se convierte en la gran metáfora del desvanecimiento de toda
certeza y de la inevitabilidad del
destino al que estamos condenados los descendientes de la Caverna: desaparecer
sin haber hallado el sentido de nuestra vida.
Francisco
Martínez Bouzas
Fragmentos
“Su
destino -el de ella, de él y todos los descendientes de la Caverna- sería el
del cardo cuya imagen obsesionaba a Tolstói, el mismo cardo tenaz que él buscó
en las montañas del Cáucaso. Iba en una chatarra de automóvil por el camino
enfangado a Shatoi y pudo atisbar, cuesta abajo, los tanques y vehículos
calcinados en una emboscada similar a la tendida a los soldados del zar siglo y
medio antes. Verificó una vez más la necia reiteración de la historia, su
crueldad obtusa. En el valle de Argún había una magnífica variedad de flores. A
través del intérprete, preguntó por la planta a uno de los reclutas que les
detenían a mendigar cigarrillos. No supo darles respuesta y, aunque siguió
escrutando entre retén y retén, no divisó ninguna. El trayecto a las ruinas aún
recientes del pueblo le confirmó en su
certeza de pertenecer a la especie más dañina del universo. El cardo amputado y
sus flores ennegrecidas cobraban el valor de un símbolo. El carro ciego que las
tronchó era el que segaba metódicamente sus vidas.”
…..
“Ella
no había querido nunca maquillarse ni quitarse años. Deseaba vivir y expresarse
en sus cuadernos mientras fuera posible: si el cuerpo aguantaba y su lucidez
persistía. Cruzó a nado, como en las playas del solsticio bretón en las que se
bañaba, los límites trazados por las boyas y fue absorbida por la vorágine. Ese
marido «siempre
ausente» que él era
verificó con amargura su negligencia y falta de previsión. Desde entonces su
universo zozobraba. Pronto sería su turno y llegaría al finisterre del
acantilado. Soñaba con el digno final de Tolstói en su fuga quimérica al
Cáucaso. Pero la caducidad carecía de fecha y el momento de la bifurcación de
su existencia y la del universo mundo no podía ser previsto como en un guión de
teatro. El telón de boca de las montañas seguía en manos del tramoyista.”
…..
“Se
despertó y no le vio. Descubrió que no se había movido de la habitación y se
asomó a mirar los naranjos del patio. Era noche prieta, la ciudad descansaba.
Se arropó contra el frío y subió a la
terraza. El cielo desplegaba su magnificencia e invitaba a descifrar el álgebra
y el silabario de las estrellas. La Plaza dormía también: ninguna voz ascendía de
su espacio desierto. Divisó siluetas fugaces, trémulas en su desamparo. La tiniebla cubría el perfil de la cordillera. La
sentía no obstante recatada por ella, presta a revelar su blancura a la ceja del
alba. Lo oculto detrás mantenía tenazmente el secreto. La cita sería para otro día:
cuando se alzara el telón de boca y se enfrentara al vértigo del vacío. Estaba,
estaba todavía entre los espectadores en la platea del teatro.”
(Juan Goytisolo, Telón
de boca páginas 29-30, 68-69, 99)
Muy bueno...
ResponderEliminarGracias Francisco. Extraordinario texto.
ResponderEliminarBrújula sin riesgo. Excelente.
ResponderEliminarBrújula sin riesgo. Excelente.
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