E.L. Doctorow (foto de Mary Altaffer, AP) |
Ayer fallecía en su ciudad natal, Edgard Lawrence Doctorow (Nueva York ,
6 de enero de 1931- Ibidem, 21 de julio de 2015), conocido como E.L Doctorow,
uno de los grandes escritores anglosajones del siglo XX, referente indiscutible
dentro del subgénero de la novela histórica en la que mezcla crítica social.
Formaba parte junto con Cormac McCarthy, Philip Roth, Don DelLillo y Thomas
Pynchon del quinteto de los grandes narradores norteamericanos de la segunda
mitad del siglo XX. Sus veinte obras entre novela, teatro y ensayo fotográfico
-la última Andrew’s Brain (El cerebro de Brain, Roca Editorial) se
publicó el pasado año- le proyectan como uno de los grandes de la literatura
contemporánea. Conocido a nivel mundial
a raíz de la publicación de Ragtime
(1975) que sirvió de guión para la película del mismo nombre dirigida por Milos
Forman. Otras de sus novelas más conocidas son Billy Bathgate (1989), El
libro de Daniel (1971), La ciudad de
Dios (2000) o La gran marcha (2005).
Eterno candidato al Nobel de Literatura, ganó los premios literarios más
importantes de su país desde el National Book Adward en 1986 hasta el Premio
Faulkner en 1990. En este Cuaderno de crítica literaria he reseñado cuatro piezas
ficcionales de E.L Doctorow. Hoy, como merecido homenaje al recuerdo imborrable
de la narrativa ficcional de Doctorow, reproduzco a continuación la reseña de El libro de Daniel, publicada el 30 de junio
de 2012.
E. L. Doctorow
Traducción de Carlos Milla e Isabel Ferrer
Miscelánea Editores (Roca Editorial del Libro),
Barcelona, 2009, 383 páginas.
Algunos
de los críticos más reputados, entre los que cabe citar a Frederic Jameson o
Edward Said, han dicho que Ewdard Lawrence Doctorow (Nueva York, 1931) es uno
de los pocos y auténticos escritores de izquierdas que existen en nuestro
tiempo, si bien las implicaciones políticas de sus narraciones nunca son
obvias, claras y contundentes. El libro
de Daniel no es una excepción, porque Doctorow es capaz de casar su ideario
político (“pensar en términos de lo que es justo e injusto”) con algo que es
consustancial con el mundo de la
ficción: la ambigüedad, amago para eludir una literatura panfletaria. En lo que no cabe ninguna duda es que
Doctorow es uno de los grandes escritores del siglo XX en lengua inglesa y que
en EE.UU lo consideran un patrimonio nacional. Ganador de todos los premios y
eterno candidato al Nobel igual que Philip Roth, Thomas Pynchon o Cormac
McCarthy. Él ha sabido reflejar en su prosa, quizás como nadie, la cara oculta
de Norteamérica y, bajo esa perspectiva, sus novelas son un sustituto de la
memoria colectiva de una nación no carente de mitos a pesar de ser un país
ahistórico. Doctorow aborda esos mitos y como efecto colateral los devuelve al
terreno de la historia.
El
libro de Daniel (1971) figura en el
canon occidental de Harold Bloom y, como muchas de las otras obras de Doctorow,
es una recreación literaria de personajes y de acontecimientos históricos. La
novela, en efecto está basada en las figuras de Ethel y Julius Rosenberg,
condenados a cadena capital por traición (acusados de espionaje) y ejecutados
en 1953. Los Isaacson son sus alter ego en la novela, recreación literaria del
libro Atom Spy Trials. Ambos formaban
parte de la “Young Communist League”. El
origen del juicio que terminó con la condena a muerte, se sitúa en la
filtración de secretos nucleares a los rusos en plena guerra fría. Mas el
juicio a que ambos fueron sometidos, distó de ser justo. Se buscaba a toda
costa chivos expiatorios en un momento en que el ambiente anti-comunista y el
miedo, generado por el “Mccarthismo” y la guerra fría, a un inminente enfrentamiento con la Unión Soviética hacía
furor en los EE. UU.
Paul Isaacson, un pequeño comunista de barrio
y reparador de radios, fue capaz, según la acusación, de dibujar complejos y
elaborados planos nucleares, reducirlos hasta el punto de poder acomodarlos a
la lámina de una radiografía dental y hacérselos llegar a los soviéticos. Los
historiadores actuales, sin embargo, en su gran mayoría, están convencidos de
que estas acusaciones fueron falsas, pero en su día el Departamento de Justicia
hizo que tomase fuerza la imagen de Paul como jefe de espías. Una cita textual,
apócrifa por supuesto de Max Krieger, nos permite conocer el punto de vista de
Doctorow: “La historia recoge con vergüenza la persecución y la infame condena
a muerte en los Estados Unidos de América de dos ciudadanos estadounidenses,
marido y mujer, padres de dos niños pequeños, que a lo sumo eran culpables de cruzar
la calle imprudentemente por sus ideas izquierdistas sostenidas con orgullo”.
Sin embargo, la figura central de la novela no
son los Rosenberg/Isaacson, sino su hijo Daniel Lewin (apellido del padre adoptivo). Desde su infancia, su carrera
cursada con una beca y su matrimonio con una mujer que lo ama profundamente y
la redacción de sus tesis de final de carrera, recuperamos todos sus recuerdos
y sobre todo los fundamentales: la vigilancia de FBI a su padre, la detención
de sus progenitores, el juicio, el alejamiento y la traición de los amigos, la
visita a sus padres en el corredor de la muerte y la crueldad de la ejecución
en la silla eléctrica.
Doctorow escribió esta novela en 1971 y en
ella se muestra como una adelantado del fragmentarismo vanguardista. Su narración es discontinua, se
dejan sentir varias voces (abuelas inmigrantes, negros que viven en sótanos,
comunistas hippies, policías, jueces, fiscales, judíos ortodoxos…). Una prosa
envolvente, pero en esta novela cortada, desquiciada, seca, a veces brutal,
violando la gramática, rompiendo párrafos, enlazando múltiples oraciones
subordinadas, sin detener la progresión narrativa para profundizar en esta
herida abierta y todavía no cerrada, en un país donde la culpabilidad o la
inocencia se situaban y se siguen situando en horizontes utópicos.
Francisco
Martínez Bouzas
Fragmentos
“Descuartizamiento.
Esta particular forma de ejecución era la preferida del gobierno monárquico
inglés para todos excepto el círculo aristocrático más cercano, al que se
concedía la dignidad de la simple decapitación. Para todos los demás, el método
era el siguiente: el transgresor era ahorcado y descolgado antes de morir. Entonces
lo castraban y destripaban, y echaban sus entrañas al fuego ante sus ojos. Si
el verdugo era misericordioso, extraía el corazón del cuerpo, pero en cualquier
caso se llevaba a cabo el último acto del ritual, cortar el cuerpo en cuatro
partes, y los cuartos se arrojaban después a los perros. La traición era el
delito habitual para este castigo, establecida su definición por los tribunales
del rey y a conveniencia del rey”
…..
“Cuando
fue vista por última vez, vestía su abrigo negro con el dobladillo suelto y su
casquete negro. Cuando mi madre fue vista por última vez, lucía su minúsculo
reloj en la muñeca, una muñeca delgada y bonita con su prominente hueso y unas
preciosas venas finas y azules. Dejó atrás una casa limpia, y en la nevera un
bocadillo de mantequilla de cacahuete y una manzana para la comida. Por la
tarde, me tomé la leche y las galletas. Y ella no volvió”
…..
“Tampoco
la muerte es lo que parece. Cuando la clase dominante impone la muerte a
quienes teme, descubre que la propia muerte pude vivir. Es una paradoja. Ma
Ludlow vive. Joe Hill vive. Crispus Attucks vive. Incluso Leo Frank, ¿por qué
me viene a la cabeza Frank colgado de su
árbol en Georgia, balanceándose? Pero vale, incluso Frank. Los dos italianos
hablan y se mueven y sonríen y levantan el puño en la mente de la historia. Soy
su camarada, es a mi a quien hablan, es a mi a quien Sacco dirige su
declaración.
Sócrates
fue juzgado. Lo declararon culpable. Lo obligaron a beber cicuta. Mediante esta
acción, sus acusadores lo elevaron a la vida eterna y se relegaron a la muerte
real y a la total oscuridad de los perseguidores de todas partes”
…..
“Pocos
minutos después de retirar el cuerpo de mi padre en una camilla, y fregar el
suelo, y camuflar el olor orgánico de su muerte con el aroma amoniacal del
detergente, condujeron a mi madre a la cámara. Llevaba el vestido gris y amorfo
de la cárcel y unas zapatillas de toalla. Sabía que mi padre estaba muerto. En
su rostro se dibujaba una sonrisa irónica, estudiadamente serena. Dirigió una mirada
tranquila a cada uno de los testigos hasta que apartaron la vista. Algunos, al
ver que su mirada se acercaba a ellos, sencillamente la eludieron. De pronto mi
madre posó los ojos en el rabino de la cárcel. Era el mismo cuyas atenciones
había rechazado durante las últimas cuarenta y ocho horas.
-No
lo quiero aquí- dijo (…)
Poniéndose
de espaldas a la silla, mi madre rechazó con desdén toda ayuda. Abrazó a la
celadora que la había custodiado durante su solitaria estancia de dos años en el corredor de la muerte de
mujeres. Habían entablado una estrecha amistad. La celadora lloró y salió corriendo de la cámara. Mi madre,
todavía con su peculiar sonrisa, se sentó en la silla eléctrica y observó el
proceso de sujeción de correas como un pasajero en un avión preparándose para
el viaje. Cuando le pusieron la capucha, tenía los ojos abiertos. Cuando
accionaron el interruptor, inició la misma danza, enarcándose, zumbando y
chisporroteando. Desconectaron la corriente. El médico se acercó al cuerpo
desplomado y auscultó el latido con su estetoscopio. Manifestó su
consternación. El verdugo salió de su nicho e intercambiaron unas palabras. El
alcaide estaba muy nervioso. Los tres periodistas conversaron en susurros
apremiantes. El verdugo regresó detrás del muro y volvió a recibir la
indicación, y volvió a activar la corriente. Después dijo que la primera
«dosis» no había bastado para matar a mi madre, Rochelle Isaacson”
(E.L. Doctorow, El
libro de Daniel, páginas 53, 168, 327, 377- 78)
Muy acertado recuerdo...
ResponderEliminarGracias, amigo, por esta entrega basada en la obra de un gran escritor que acaba de fallecer. Yo me leí "El lago", hace menos de un año, y lo disfruté mucho, me pareció una obra impecable, cautivadora. Un abrazo.
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