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domingo, 26 de julio de 2015

"A ESMORGA" ("LA PARRANDA") EL GRAN CLÁSICO DE LA LITERATURA GALLEGA



A esmorga (La parranda)

Eduardo Blanco Amor

Traducción del mismo autor

Epílogo de Manuel Rivas

Mar Maior (sello de Editorial Galaxia), Vigo, 2015, 137 páginas



   En veinticuatro horas de narración inexorable Eduardo Blanco Amor (Ourense, 1897 – Vigo, 1979) le ofrece al lector no solo una de las grandes novelas de la literatura gallega, sino una importante pieza literaria de todos los sistemas literarios. No me cabe duda de que si esas contingencias de los gustos personales de Harold Bloom hubieran catado la literatura periférica gallega, como hizo con la catalana, Eduardo Blanco Amor y su novela A esmorga habrían figurado en ese “catálogo de libros preceptivos” que es su Canon occidental. Pero al margen de listas canónicas, es indudable que A esmorga, por su valor estético y su originalidad, merece la condición de obra literaria universal en el espacio y en el tiempo. Si le hacemos caso al crítico norteamericano, A esmorga por su poderosa originalidad literaria se convierte en canónica.

   A esmorga (La parranda en español) es la primera novela de Eduardo Blanco Amor. Novela escrita en plena madurez y publicada en 1959 en Buenos Aires, porque la censura franquista no autorizó su publicación, calificándola de “Burda novela corta en gallego, en la que se narran las aventuras y desventuras de tres borrachos. En lenguaje a menudo soez se mezclan los diálogos de estos tristes personajes con escenas de burdel y recuerdo de aventuras. No debe autorizarse”. En 1970 apareció la primera edición publicada en Galicia con un informe de la censura igualmente negativo, pero esta vez por razones políticas, y con la mutilación de las frases finales en las que se alude a la Guardia Civil. La sombría tonalidad trágica y la marcha nupcial suicida sirven de reflejo, como se ha escrito, de la sucesión de autodestrucciones vividas por el propio escritor en un tiempo intolerante con cualquier oposición antifranquista y con las condiciones sexuales “antisociales” de “vagos y maleantes” como las consideraban las leyes represoras de la dictadura franquista. Pero, pese a su publicación mutilada, con A esmorga funcionó la maquinaria de la ocultación (Manuel Rivas, “Por navegar al desvío”, epílogo de esta edición). También de absoluta condena: todavía en el año 1986 un miembro del Opus Dei que firma con las iniciales J.C. califica a la novela de absolutamente negativa y la priva de cualquier valor literario debido a la total ausencia de cualidades humanas y valores del espíritu, por la condición de degenerados de sus personajes (el Bocas es violador y el Milhombres, homosexual).

   La novela se inicia con un paratexto (“Documentación”) en el que el autor da cuenta de cómo llegó a obtener información sobre los acontecimientos que se dispone a narrar, que habían sucedido hacía noventa años. Y a continuación en cinco capítulos transcribe las declaraciones que Cibrán, conocido también como el Castizo, realiza ante un juez, referentes a la itinerancia parrandera por diversos escenarios urbanos y suburbanos de la ciudad de Auria, claro trasunto literario de la ciudad gallega de Ourense, de tres “esmorgantes” (parranderos), desde su encuentro casual con los otros dos (Eladio Vilarchao, alias el Milhombres y Juan Fariña, alias el Bocas), hasta su detención y tortura por la Guardia Civil, tras el asesinato de  Bocas por Milhombres y la posterior muerte de este. Veinticuatro horas de juerga y borrachera.

   La acción y la posterior tragedia vienen desencadenadas por el encuentro de Cibrán, un mozo soltero que tiene una amante prostituta, la Rajada, y un hijo con ella, que de camino al trabajo de picapedrero, en la madrugada de un lunes lluvioso se encuentra con el Bocas y el Milhombres, parranderos habituales y ya bebidos. Convencen a Cibrán para que les acompañe y este, ante la lluvia copiosa y a pesar de su mala conciencia y de las promesas de formalizar su vida que le había hecho a la Rajada, les acompaña. Comienza entonces la auténtica parranda, un frenesí de aguardiente, sexo, violencia y muerte. Otro breve paratexto epilogal informa al lector de la muerte de Cibrán, el relator, tras hundirse la navaja de autos entre las costillas, aunque añade el escritor que nunca quedó claro si murió de la cuchillada o de los culatazos que le atizaron los guardias de la Benemérita que lo custodiaban.

   La novela se estructura, como ya quedó señalado, en cinco capítulos que recogen de forma lineal las declaraciones de Cibrán ante un juez “ausente”, cuyas intervenciones no se registran (aparece definido por un guión y una línea en blanco). Por eso mismo se ha calificado de “técnica telefónica” la empleada por esta novela, quizás por un afán de verosimilitud que impedirían al juez hablar en gallego, un idioma despreciable para la justicia, o incluso para poner de relieve el distanciamiento y la falta de comunicación de la misma que solo condena.

   Los protagonistas son los tres “esmorgantes”, más el juez mudo y un gran número de actantes secundarios (arrieros, un alquitarero, tratantes de ganado, un hidalgo, los criados del pazo, los taberneros y personas que frecuentan esos locales, prostitutas, dementes, señoritas de pega, un ciego, chabolistas, la pobre loca Socorrito con la que el Bocas consuma a la fuerza su obsesión de estar con una mujer que no fuera puta). En su conjunto, estos personajes completan un perfecto friso de una ciudad gallega de la época en la que suceden los hechos narrados, aunque predomina la gente del pueblo, los marginados, entre los que se encuentran los tres parranderos.

   El espacio narrativo es la ciudad de Ourense, con escenarios cambiantes  continuamente. Las plazas, calles, fuentes, iglesias, mesones, tabernas y prostíbulos de Auria por los que transitan en su itinerancia los protagonistas principales. No resulta difícil diferenciar los dos tiempos que se alternan en la novela. El tiempo de la historia, es decir la sucesión de acontecimientos en los que se ven inmersos los parranderos: desde el amanecer de un lunes hasta el mismo momento del día siguiente. Y el tiempo del relato que comprende los diferentes momentos en los que Cibrán presenta su declaración. Gran relevancia tiene en el relato el tiempo físico o atmosférico: una situación climatológica de intenso frío, heladas y sobre todo lluvia constante. En el relato de Cibrán, la lluvia persistente es un elemento opresivo que lo convierte en un juguete en manos de sus compinches y diluye sus propósitos de regeneración mediante el trabajo que parecen arrastrados por la lluvia hasta el Campo de las Mulas, el esperpéntico y podrido basurero de la ciudad donde concluye el viaje a los infiernos de los tres marginados.

Eduardo Blanco Amor
   A esmorga es la primera novela gallega que aborda sin eufemismos la temática de la homosexualidad. En las declaraciones de Cibrán incluso por sus motes (Maricallas, Docesayas…) el Milhombres aparece caracterizado como homosexual. Homosexualidad expresada con frecuencia de forma violenta y sadomasoquista. También sin medias palabras se trata el tema de la prostitución: no solo la mujer de Cibrán había ejercido la prostitución, sino que buena parte de la acción está ambientada en prostíbulos.

   Blanco Amor emplea en la novela una lengua popular, justificada por la condición social de sus personajes y por la ambientación de la acción en los bajos fondos. Ese sello y tonalidad popular que han llevado a asociar A esmorga con la novela picaresca, se conservan en la excelente traducción al español efectuada por el mismo escritor que hace hablar a su narrador-focalizador en un castellano castrapo, propio de los marginados gallegos y de la gente humilde.

   Novela muy rica, polisémica, que posibilita distintas lecturas, todas ellas justificadas, en especial las que se pueden hacer desde claves existenciales. Narración veloz, con tensión ascendente y un desenlace inexorable. Todo ello hacen de A esmorga una novela revolucionaria para su tiempo y que en la actualidad  sigue conservando toda su fuerza. Heterodoxa sí, pero preñada de literatura.



Francisco Martínez Bouzas



                                                 
Imagen de la adaptación cinematográfica de "A esmorga" (2014)

Fragmentos



“Sí, señor, sí, los mismos, los interfectos, como usté me enseña, o séase Juan Fariña y Eladio Vilarchao, que vienen a ser el Bocas y el Milhombres por sus motes, que es como todos nos conocemos aquí y nadie se ofende, porque Juan y Eladio pueden ser cualquiera, pero el Bocas y el Milhombres solo pueden ser los que son; de la misma manera que yo soy Cipriano Canedo, para servir a usté, y me llaman Cibrán o el Castizo, como usté guste, pues mi padre tenía un castizo o parador para servir cerdas, perdonando la palabra; y cuando era más pequeño me llamaban el Sietelenguas porque hablaba mucho, que aún dicen que no lo hago mal, y también el Gorropodre, porque de muchacho tuve la tiña, que me duró hasta mozo y andaba con la boina muy apegada…

-No, señor, no; solo era para que usté me entendiese  bien, pues ya me voy dando cuenta de que usía no es de aquí…”



…..



“La Viguesa miraba para semejante animal, sin apartarse de él, como si no se cansase de verlo, como si lo fuese a robar, con los ojos húmedos y asombrados, como si hubiese caído un ángel del cielo. ¡Hay que ver…! Y el otro baduleque se dejaba estar, con los brazos caídos y viendo para las musarañas, como si la cosa no fuese con él. ¡Si fuera yo, me caso en brena…! Y la Viguesa, venga a llamarle «mi chulillo», pues siempre hablaba en castellano muy a lo fino, y no como la Culipava que siendo costurera de aldea se echó a hablar castrapo, y ese fue el comienzo de su perdición, y otras también, de las casas de a duro, que hablan castrapo con los señoritos del pueblo para hacerse las andaluzas, que de todo hay en este mundo, como se dice. No; la Viguesa se veía que era su habla natural que le venía de nacencia, que hasta se murmuraba que era hija de un coronel, al que se le fueran yendo de la casa la mujer y las hijas por ser muy jugador, que la gente no se cansa de garlar cosas que a lo mejor son mentira, pero que también pueden ser verdad.

La Matildona, como siempre, estaba espernancada, casi montada, sobre el brasero, con un cigarro en el canto de la boca, las piernas como vigas maestras y aquella carota, maltratada de la viruela, casi el doble de grande que la de cualquier cristiano, rematada en dos papos colgantes  y fofos como si no fuesen de ella. Tenía en el brasero un cazuelo de barro con vino a templar, y cada tanto pegaba en él, recogiendo para atrás toda aquella carnaza que tiene por espetera, para que no le estorbase la visión, y le daba tales tragos que lo dejaba mediado, por lo que lo volvía a llenar. Después de cada metido, soltaba un regüeldo y decía, para sí, muy seria. «Buen provecho, Matilde; que estas sean las pestes que te maten, y que se joda el mundo», porque es mujer de mucha soberbia.”



…..



“Desde que me pusieran en el medio, el Bocas había vuelto al tema de querer estar con mujer. Verdaderamente se había quedado con aquello en las mientes, aún más desde que le marrara el asunto de la que resultó ser muñeca; que, dicho sea de paso, es para reventar al más pintado, sea dicho con licencia… Pero cuando el Bocas se ponía temoso, y mucho peor cuanto más cansado y bebido, era mismamente como una mula fuera el alma, y no había dios que lo parase. Aquellos grandes ojos de niño que tenía se ponían fijos y asustados, y lo poco que hablaba era entre dientes, con las quijadas duras, como si en vez de hablar gruñese, que había que poner mucho sentido para entenderlo. Con que le daba por decir a cada paso, con su hablar tartajoso:

-¿Me caso en tal, que tengo que estar con mujer que no sea puta…! Si fuerais buenos amigos…”



(Eduardo Blanco Amor, A esmorga (La parranda), páginas 17-18, 66-67, 100-101)                                      

miércoles, 22 de julio de 2015

EN EL FALLECIMIENTO DE DOCTOROW



E.L. Doctorow (foto de Mary Altaffer, AP)

  Ayer fallecía en su ciudad natal, Edgard Lawrence Doctorow (Nueva York , 6 de enero de 1931- Ibidem, 21 de julio de 2015), conocido como E.L Doctorow, uno de los grandes escritores anglosajones del siglo XX, referente indiscutible dentro del subgénero de la novela histórica en la que mezcla crítica social. Formaba parte junto con Cormac McCarthy, Philip Roth, Don DelLillo y Thomas Pynchon del quinteto de los grandes narradores norteamericanos de la segunda mitad del siglo XX. Sus veinte obras entre novela, teatro y ensayo fotográfico -la última Andrew’s Brain (El cerebro de Brain, Roca Editorial) se publicó el pasado año- le proyectan como uno de los grandes de la literatura contemporánea. Conocido a  nivel mundial a raíz de la publicación de Ragtime (1975) que sirvió de guión para la película del mismo nombre dirigida por Milos Forman. Otras de sus novelas más conocidas son Billy Bathgate (1989), El libro de Daniel (1971), La ciudad de Dios (2000) o La gran marcha (2005).

   Eterno candidato al Nobel de Literatura, ganó los premios literarios más importantes de su país desde el National Book Adward en 1986 hasta el Premio Faulkner en 1990. En este Cuaderno de crítica literaria he reseñado cuatro piezas ficcionales de E.L Doctorow. Hoy, como merecido homenaje al recuerdo imborrable de la narrativa ficcional de Doctorow, reproduzco a continuación la reseña de El libro de Daniel, publicada el 30 de junio de 2012.





El libro de Daniel

E. L. Doctorow

Traducción de Carlos Milla e Isabel Ferrer

Miscelánea Editores (Roca Editorial del Libro), Barcelona, 2009, 383 páginas.



   Algunos de los críticos más reputados, entre los que cabe citar a Frederic Jameson o Edward Said, han dicho que Ewdard Lawrence Doctorow (Nueva York, 1931) es uno de los pocos y auténticos escritores de izquierdas que existen en nuestro tiempo, si bien las implicaciones políticas de sus narraciones nunca son obvias, claras y contundentes. El libro de Daniel no es una excepción, porque Doctorow es capaz de casar su ideario político (“pensar en términos de lo que es justo e injusto”) con algo que es consustancial  con el mundo de la ficción: la ambigüedad, amago para eludir una literatura panfletaria.  En lo que no cabe ninguna duda es que Doctorow es uno de los grandes escritores del siglo XX en lengua inglesa y que en EE.UU lo consideran un patrimonio nacional. Ganador de todos los premios y eterno candidato al Nobel igual que Philip Roth, Thomas Pynchon o Cormac McCarthy. Él ha sabido reflejar en su prosa, quizás como nadie, la cara oculta de Norteamérica y, bajo esa perspectiva, sus novelas son un sustituto de la memoria colectiva de una nación no carente de mitos a pesar de ser un país ahistórico. Doctorow aborda esos mitos y como efecto colateral los devuelve al terreno de la historia.

   El libro de Daniel (1971) figura en el canon occidental de Harold Bloom y, como muchas de las otras obras de Doctorow, es una recreación literaria de personajes y de acontecimientos históricos. La novela, en efecto está basada en las figuras de Ethel y Julius Rosenberg, condenados a cadena capital por traición (acusados de espionaje) y ejecutados en 1953. Los Isaacson son sus alter ego en la novela, recreación literaria del libro Atom Spy Trials. Ambos formaban parte  de la “Young Communist League”. El origen del juicio que terminó con la condena a muerte, se sitúa en la filtración de secretos nucleares a los rusos en plena guerra fría. Mas el juicio a que ambos fueron sometidos, distó de ser justo. Se buscaba a toda costa chivos expiatorios en un momento en que el ambiente anti-comunista y el miedo, generado por el “Mccarthismo” y la guerra fría, a un inminente  enfrentamiento con la Unión Soviética hacía furor en los EE. UU.

   Paul Isaacson, un pequeño comunista de barrio y reparador de radios, fue capaz, según la acusación, de dibujar complejos y elaborados planos nucleares, reducirlos hasta el punto de poder acomodarlos a la lámina de una radiografía dental y hacérselos llegar a los soviéticos. Los historiadores actuales, sin embargo, en su gran mayoría, están convencidos de que estas acusaciones fueron falsas, pero en su día el Departamento de Justicia hizo que tomase fuerza la imagen de Paul como jefe de espías. Una cita textual, apócrifa por supuesto de Max Krieger, nos permite conocer el punto de vista de Doctorow: “La historia recoge con vergüenza la persecución y la infame condena a muerte en los Estados Unidos de América de dos ciudadanos estadounidenses, marido y mujer, padres de dos niños pequeños, que a lo sumo eran culpables de cruzar la calle imprudentemente por sus ideas izquierdistas sostenidas con orgullo”.

   Sin embargo, la figura central de la novela no son los Rosenberg/Isaacson, sino su hijo Daniel Lewin (apellido del padre  adoptivo). Desde su infancia, su carrera cursada con una beca y su matrimonio con una mujer que lo ama profundamente y la redacción de sus tesis de final de carrera, recuperamos todos sus recuerdos y sobre todo los fundamentales: la vigilancia de FBI a su padre, la detención de sus progenitores, el juicio, el alejamiento y la traición de los amigos, la visita a sus padres en el corredor de la muerte y la crueldad de la ejecución en la silla eléctrica.

   Doctorow escribió esta novela en 1971 y en ella se muestra como una adelantado del fragmentarismo  vanguardista. Su narración es discontinua, se dejan sentir varias voces (abuelas inmigrantes, negros que viven en sótanos, comunistas hippies, policías, jueces, fiscales, judíos ortodoxos…). Una prosa envolvente, pero en esta novela cortada, desquiciada, seca, a veces brutal, violando la gramática, rompiendo párrafos, enlazando múltiples oraciones subordinadas, sin detener la progresión narrativa para profundizar en esta herida abierta y todavía no cerrada, en un país donde la culpabilidad o la inocencia se situaban y se siguen situando en horizontes utópicos.



Francisco Martínez Bouzas



                                       
Ethel y Julius Rosenberg



Fragmentos



Descuartizamiento. Esta particular forma de ejecución era la preferida del gobierno monárquico inglés para todos excepto el círculo aristocrático más cercano, al que se concedía la dignidad de la simple decapitación. Para todos los demás, el método era el siguiente: el transgresor era ahorcado y descolgado antes de morir. Entonces lo castraban y destripaban, y echaban sus entrañas al fuego ante sus ojos. Si el verdugo era misericordioso, extraía el corazón del cuerpo, pero en cualquier caso se llevaba a cabo el último acto del ritual, cortar el cuerpo en cuatro partes, y los cuartos se arrojaban después a los perros. La traición era el delito habitual para este castigo, establecida su definición por los tribunales del rey y a conveniencia del rey”



…..



“Cuando fue vista por última vez, vestía su abrigo negro con el dobladillo suelto y su casquete negro. Cuando mi madre fue vista por última vez, lucía su minúsculo reloj en la muñeca, una muñeca delgada y bonita con su prominente hueso y unas preciosas venas finas y azules. Dejó atrás una casa limpia, y en la nevera un bocadillo de mantequilla de cacahuete y una manzana para la comida. Por la tarde, me tomé la leche y las galletas. Y ella no volvió”



…..





“Tampoco la muerte es lo que parece. Cuando la clase dominante impone la muerte a quienes teme, descubre que la propia muerte pude vivir. Es una paradoja. Ma Ludlow vive. Joe Hill vive. Crispus Attucks vive. Incluso Leo Frank, ¿por qué me viene  a la cabeza Frank colgado de su árbol en Georgia, balanceándose? Pero vale, incluso Frank. Los dos italianos hablan y se mueven y sonríen y levantan el puño en la mente de la historia. Soy su camarada, es a mi a quien hablan, es a mi a quien Sacco dirige su declaración.

Sócrates fue juzgado. Lo declararon culpable. Lo obligaron a beber cicuta. Mediante esta acción, sus acusadores lo elevaron a la vida eterna y se relegaron a la muerte real y a la total oscuridad de los perseguidores de todas partes”



…..



“Pocos minutos después de retirar el cuerpo de mi padre en una camilla, y fregar el suelo, y camuflar el olor orgánico de su muerte con el aroma amoniacal del detergente, condujeron a mi madre a la cámara. Llevaba el vestido gris y amorfo de la cárcel y unas zapatillas de toalla. Sabía que mi padre estaba muerto. En su rostro se dibujaba una sonrisa irónica, estudiadamente serena. Dirigió una mirada tranquila a cada uno de los testigos hasta que apartaron la vista. Algunos, al ver que su mirada se acercaba a ellos, sencillamente la eludieron. De pronto mi madre posó los ojos en el rabino de la cárcel. Era el mismo cuyas atenciones había rechazado durante las últimas cuarenta y ocho horas.

-No lo quiero aquí- dijo (…)

Poniéndose de espaldas a la silla, mi madre rechazó con desdén toda ayuda. Abrazó a la celadora que la había custodiado durante su solitaria estancia  de dos años en el corredor de la muerte de mujeres. Habían entablado una estrecha amistad. La celadora  lloró y salió corriendo de la cámara. Mi madre, todavía con su peculiar sonrisa, se sentó en la silla eléctrica y observó el proceso de sujeción de correas como un pasajero en un avión preparándose para el viaje. Cuando le pusieron la capucha, tenía los ojos abiertos. Cuando accionaron el interruptor, inició la misma danza, enarcándose, zumbando y chisporroteando. Desconectaron la corriente. El médico se acercó al cuerpo desplomado y auscultó el latido con su estetoscopio. Manifestó su consternación. El verdugo salió de su nicho e intercambiaron unas palabras. El alcaide estaba muy nervioso. Los tres periodistas conversaron en susurros apremiantes. El verdugo regresó detrás del muro y volvió a recibir la indicación, y volvió a activar la corriente. Después dijo que la primera «dosis» no había bastado para matar a mi madre, Rochelle Isaacson”



(E.L. Doctorow, El libro de Daniel, páginas 53, 168, 327, 377- 78)

martes, 21 de julio de 2015

"ADIÓS A BERLÍN": LA PRUEBA GENERAL DE UN DESASTRE



Adiós a Berlín
Christopher Isherwood
Traducción de María Belmonte
Acantilado, Barcelona, 2014, 261 páginas

   Goodbye to Berlín es uno de los dos volúmenes que forman las Crónicas berlinesas de Christopher Isherwood (1904-1986), con el Berlín pre nazi  como telón de fondo. Son los libros que hicieron famoso su nombre y que han sido considerados como novelas autobiográficas. No obstante, el escritor inglés advierte que aunque haya dado su propio nombre al yo relator, no debemos pensar que las páginas de Adiós a Berlín son exactamente autobiográficas. Christopher Isherwood no es en realidad otra cosa que “el práctico muñeco del ventrílocuo”. De todos modos, el escritor británico se instaló en Berlín en 1929, siendo testigo de la descomposición de la República de Weimar y de la llegada de los nazis al poder, por lo que sus retratos ficcionales de la capital germana, durante aquellos años turbulentos en los que la corrupción estuvo a la orden del día, son un fiel reflejo de la realidad, de un mundo hedonista, dominado por depredadores, por seres borrachos no solo de alcohol, sino también de sexo, y que pronto será engullido por la barbarie nazi y por la guerra.
   La edición de Acantilado en la versión de María Belmonte, actualiza una antigua traducción de  Jaime Gil de Biedma. Cabe destacar como acicates paraliterarios de este libro, que sobre las Crónicas berlinesas de Isherwood se filmaron dos películas: Soy una cámara (1951) y la famosa comedia musical Cabaret (1972), interpretada por Liza Minelli y Michael York, inspiradas las dos en la segunda secuencia de este libro, “Sally Bowles y en su personaje central, uno de los mejores delineados por Christopher Isherwood.
   Es preciso advertir que para el canon compositivo de lo que actualmente se entiende por novela, la estructura de Adiós a Berlín rompe con toda ortodoxia. El libro está compuesto por secuencias independientes -y como tales pueden ser leídas-, pero no obstante mantiene una indiscutible unidad, tanto formal como ambiental y, sobre todo, reproduce desde la ficción el clima del Berlín fatalista de la República de Weimar. Su situación social y política, dominada por los bajos fondos, con una absoluta disipación de los valores ciudadanos, y en la que el gran becerro de oro es el mercado y la corrupción. Con la gente común que se ve incapaz de llegar a fin de mes. Una decadencia social y ética que se convertirá muy pronto en camino trillado para la llegada al poder del terrible experimento político y social que fue el nazismo. Aquello que Bertol Brecht llamará la irresistible ascensión  de Arturo Ui, es decir de Adolf Hitler.
   La novela se mueve en el ambiente decadente de los mundos convulsos. Por eso, tal como ha escrito Javier Alfaya, su propósito es elegíaco. Un mundo hundido en la miseria material y social, que se despide en medio de una desesperación tan absoluta que el único antídoto parece ser la danza del abandono a lo que la suerte depare.
   La obra, como he dicho, estructura su contenido en seis episodios: “Diario de Berlín” (otoño de 1930), “Sally Bowles”, “En la isla de Rügen”, (verano de 1931), “Los Nowak”, “Los Landauer” y de nuevo “Diario de Berlín” (invierno de 1932-1933). En esos episodios Isherwood registra la realidad que le rodea con la objetividad impasible de una máquina fotográfica (“Soy una cámara con el obturador abierto, totalmente pasiva que registra sin pensar”, página 9), que fija tanto las grandes transformaciones como los mínimos detalles. Y el libro da fe de ello: los personajes que deambulan por sus páginas son prostitutas, multimillonarios, vagos, actrices diletantes, gente de la alta sociedad que se ve forzada a aceptar inquilinos en sus mansiones, mujeres de mal vivir que se confunden con las cantantes de ópera. Toda una humanidad desesperada que aparece retratada con la fascinación de lo decadente: Fraülein Schroeder, la anciana que alquila habitaciones en su pensión, hipócrita y dominante; Sally Bowles que canta pésimamente en un cabaret, pero es sensual, divertida, embotada de sexo y alcohol, que acepta acostarse con viejos productores de cine con la esperanza de obtener un gran papel como actriz; la señora Nowak que con inmenso esfuerzo intenta mantener a su familia, sumergida en el infierno de la miseria; los Landauer, ricos empresarios judíos que pronto serán perseguidos por los nazis; Peter y Otto, una pareja homosexual que viven su tormentosa relación en una isla rodeados de nazis.
   En el invierno de 1932-1933, Isherwood se instala de nuevo en la pensión de Fraülein Schroeder y es testigo de la demagogia nazi, de las farsas grotescas con un público que se emociona y al que resulta fácil hacerle creer cualquier cosa. Con Hitler haciéndose cada vez con más adeptos que no se contentan solamente con vencer, sino que exigen que corra mucha sangre. Y un pueblo alemán poco entusiasta con los anhelos de libertad, como comenta Herr Brik, director de un reformatorio.
   La figura de Sally Bowles domina la novela. Ella es el fiel reflejo de una época que Isherwood retrata con una prosa sencilla, pero ágil y fluida; con la tonalidad a la vez de un drama y de una comedia que se presentan como un prólogo, como “la prueba general de un desastre”, en palabras del mismo escritor.

Francisco Martínez Bouzas

                                                 
Christopher Isherwood (foto de Calvin Brodie)

Fragmentos

“Los habitantes de esta calle ya me conocen de vista. En la tienda de ultramarinos, la gente ya no vuelve la cabeza al oír mi acento inglés cuando pido una libra de mantequilla. Después de anochecer, las tres prostitutas de la esquina ya no me susurran con sus voces guturales: «Komm, Süsser!» (¡Ven, cariño!) cuando paso.
Las tres prostitutas pasan sin duda de los cincuenta. No tratan de ocultar su edad. No llevan exceso de colorete ni de maquillaje. Llevan viejos y holgados abrigos de piel, faldas bastante largas y sombreros de señora respetable. Se las mencioné casualmente a Bobby y me explicó que existe una reconocida demanda de este tipo tranquilo de mujer.
Muchos hombres maduros las prefieren a las jóvenes. Incluso atraen a las adolescentes. Un chico, me explicó Bobby se siente cohibido con una chica de su edad, pero no con una mujer que podría ser su madre. Como la mayoría de bármanes, Bobby es un gran experto en cuestiones sexuales.”

…..

“Una noche de octubre de 1930, aproximadamente un mes después de las elecciones, hubo un gran tumulto en Leipzigerstrasse. Bandas de matones nazis se manifestaron contra los judíos. Maltrataron a algunos transeúntes de nariz afilada y pelo oscuro, y rompieron los cristales de todos los comercios judíos. El incidente no fue en sí muy notable; no hubo muertos, apenas unos disparos y una veintena de detenciones. Lo recuerdo únicamente porque fue mi primer contacto con la política de Berlín.
Fraülein Mayr, por supuesto, estaba encantada:
-¡Les está bien empleado!- exclamó. Esta ciudad está harta de judíos. Levantas una piedra y salen a gatas un par de ellos. ¡Están envenenando el agua que bebemos! Nos están ahogando, robando, chupando la sangre. Mira todos esos grandes almacenes: Wertheim, KDW, Landauer. ¿De quién son? ¡De asquerosos judíos.”

…..

“Hoy brilla un sol resplandeciente; el tiempo es suave y benigno. Salgo sin abrigo ni sombrero a dar mi último paseo matutino. El sol brilla y Hitler es el amo de la ciudad. El sol brilla y docenas de amigos míos -mis alumnos en la Escuela Laboral, los hombres y las mujeres a quienes conocí en la IAH (Internationale Arbeiter-Hilfe)- están en la cárcel o probablemente muertos. Pero no estoy pensando en ellos, en los lúcidos, los resueltos, los heroicos; ellos reconocieron y asumieron los riesgos. Estoy pensando en el pobre Rudi, en su absurdo blusón ruso. Su fantasioso y novelesco juego se ha convertido en algo serio; los nazis jugarán con él a ese mismo juego. Los nazis no van  a reírse de él; tomarán en serio aquello que pretendía ser. Tal vez en este mismo momento estén torturando a Rudi hasta la muerte.
Capto la imagen de mi cara en el espejo de una tienda, y advierto con horror que estoy sonriendo. Es inevitable sonreír con un tiempo tan hermoso. Los tranvías suben y bajan como siempre por la Kleiststrasse. Ellos, la gente en la acera y la cúpula de la estación de Nollendorplatz, con su aspecto de cubreteteras, tienen todos un aire de curiosa familiaridad, guardan un asombroso parecido con algo que uno recuerda normal y agradable en el pasado: algo parecido a una fotografía muy buena.
No. Ni siquiera ahora puedo creer del todo que estas cosas hayan sucedido realmente.”

(Christopher Isherwood, Adiós a Berlín, páginas 21, 179, 260-261)