José Manuel de la Huerga
Menoscuarto Ediciones, Palencia, 2014, 218 páginas
En SolitarioS
José Manuel de la Huerga reúne dos novelas breves, escritas en épocas y
situaciones distintas de su proceso creativo. Ambas, tal como revela el autor,
estaban guardadas en el “cajón-limbo” de la espera. Cuando el escritor, en el
año 2011, percibió que las dos resistían su “núcleo de calor” que las podía
salvar del olvido, decidió publicarlas hermanadas en el mismo volumen de
Menoscuarto Ediciones. Son “Ultramarinos El Pez de Oro” y “Naipe de señoritas”.
El título que las arropa, SolitarioS,
un falso palíndromo, connota, ya desde el pórtico del volumen, la pluralidad
del material narrativo en distintos ámbitos:
dos novelas breves que soportan cualquier orden de lectura. Y así mismo,
pluralidad de personajes que comparten, no obstante, rasgos comunes: personajes
provincianos, solitarios, marginados, perdedores, más antihéroes que héroes;
las mismas coordenadas espacio temporales: finales de los años 60, en el tardofranquismo,
en una ciudad imaginaria, Barrio de Piedra, un lugar que aglutina calles y
plazas de varias ciudades castellano-leonesas. También el mismo trasfondo de juego
de naipes, la misma columna vertebral en los dos relatos, ilustrada incluso con
imágenes cartománticas, si bien con distinta finalidad en cada una de las dos nouvelles.
La primera de ellas, “Ultramarinos El Pez de
Oro” da comienzo con varias escenas que pueden provocar cierta confusión
lectora, porque, a primera vista, el relato parece inclinarse por el camino de
las aventuras. Tras una prolepsis en la
que el autor nos muestra a los principales personajes, Berta y su hijo Cachelo
viajando en tren camino de Lisboa, el relato retrocede a un tiempo anterior. Berta
regenta una tienda de ultramarinos. A ella llega un viajero portugués representante
de bacalao. Berta se ofrece a echarle las cartas. Intiman, tienen una relación
amorosa en una noche presidida por el deseo. Berta queda embarazada. Espera una
niña, pero nace un niño, Ricardo, sordo severo, aunque la madre le bautiza
Cachelo, la única palabra portuguesa que conoce. En un programa de radio Berta
escucha que la cadencia de la lengua portuguesa es muy beneficiosa para que los
sordos severos recuperen el oído. Y un día, en el tren de medianoche, se
dirigen a Lisboa, porque además la madre está convencida de que cuando padre e
hijo se encuentren en Lisboa, el niño hablará.
Ya en Portugal, con los inesperados amigos,
con los libros, con la presencia, aunque no explícita de Fernando Pessoa y su
bellísimo Livro do desasosego, el
relato adquiere una fuerte tonalidad poética. En Portugal, callejeando por
Lisboa, por Chiado, Alfama, Cascais, Belém…, la magia envuelve a la madre y al
hijo que se comunican entre si por el tacto. El recitado de textos poéticos que
escucha Cachelo, será su gran terapia. La gran verdad: la constatación de que
la felicidad del encuentro está al final, cuando nos hayamos pasado la vida
buscando (página 133). Un relato pues que nada tiene que ver con los cuentos
maravillosos, irreales, sino con ese prodigio que son las capacidades ocultas
de los seres humanos y con los toques de la varita mágica de la suerte.
Fernando Pessoa (homenajeado en este libro) |
Hasta que un día, de forma azarosa, el naipe
de señoritas desnudas le proporciona una experiencia sexual no rentada con la
mujer más deseada de su juventud, un embarazo, un matrimonio y una hija. El
regalo de la felicidad de un ser débil que durante muchos años proyecto sus
deseos en el azogue de las cartas. Hasta que la casualidad hace que se cumplan
y, como escribe el autor, halle su pececillo de oro: el amor de una familia.
Dos nouvelles
pues ensambladas, que efectivamente pueden tener una lectura envolvente,
suturadas además por la presencia de los protagonistas de la primera en la
segunda, por las provocaciones del azar, por una gran ternura, un finísimo
humor y finales optimistas y luminosos. No pocos guiños culturales,
especialmente a Fernando Pessoa y a sus heterónimos en la primera historia, prescindibles
no obstante para aquellos lectores que buscan la esencia de las historias, cuya
fuerza reside en buena medida en la eficaz construcción de los personajes
centrales que despiertan de inmediato la empatía del lector y hacen que les
acompañemos con placentero interés en sus amables y azarosas experiencias
vitales en búsqueda de la felicidad.
Francisco
Martínez Bouzas
Fragmentos
“Fernando
el Portugués le duró una noche a la luz de una vela de vainilla. Aromática y
embriagadora, pero una sola noche. Iba a bajar la persiana de la tienda y
recibió su visita. Era un caballero venido de muy lejos, elegante, trajeado,
con sombrero de ala ancha con cinta de raso y maletín de representación. Soñaría
con él muchas noches después, como si viniera sobre el Caballo de Oros,
iluminado por un sol nocturno. El amante fugaz contaba con melancolía cómo en
su ciudad los paquebotes atravesaban de una orilla a otra la desembocadura del
río (…). Gracias al viajante portugués Berta descubrió que había mundo y sintió
dentro de ella una rama que se desenganchaba de los juncos junto al Puente de
Piedra y las Aceñas, a las afueras, y continuaba viaje hasta ultramar. No lo
pudo resistir. Se amaron tras la mesa camilla, entre las estanterías, y el
Portugués le trajo al olfato la brisa de la desembocadura del Tajo en Lisboa.”
…..
“Félix
se decidía por una chica, por lo general una nueva. La menos agraciada, aunque
eso era a veces difícil de precisar. Con la más fea en el ojo de mira, creía
que tendría más posibilidades de éxito. Desde primera hora de la mañana estaba
atento a acercarle cualquier necesidad, papel de calco o papelillos correctores,
un timbre o una aspirina a las de la jaqueca regular. Si no estaba de servicio
por la calle, que era lo más habitual, el agente acertaba a estar detrás de la
chica elegida para ajustarle la silla a la mesa. Además el resabido funcionario
sabía dónde encontrar algún cojín para alojarlo bajo el rotundo pandero
femenino, embutido en falda gris perla de tablas. Era momento para el jolgorio
general, algún silbido y risa desbocada, hasta que una mirada de autoridad de
doña Pilar, la decana, planeaba sobre toda la sección y comprobaba que el
martilleo de las Underwood expiaba el nefando pecado de la procacidad juvenil
colectiva.”
…..
“Félix
se sorprendió de que los vahídos no le hubieran visitado. Tendría que habérselo
recordado a Eva María. Quien sabe, quizás sería bueno hacer el amor con frío.
Pensó que le apetecía tomar algo. Tenía gracia lo de tomar. Recordaba hacía un
par de minutos la frase apoteósica de la amante: «Tómame, Felisín». Por querer
tomar, él también querría tomar a Sophia, la rubia de su naipe. Años y embarazos
habían pasado factura a la chica diez de su adolescencia. Eva había engordado,
le sobresalían michelines sobre la braga, y las fantasías del liguero y medias
de seda escamoteaban a duras penas celulitis y varices. Por no hablar de sus
pechos, cuando ella misma se desabrochó el sujetador. Se le vinieron al
ombligo. Las manos de Félix se quedaron agarrotadas al recogerlos y pretender
devolverlos a los cazos turgentes de los diecisiete años, cuando un domingo
veraniego de piscina, a la chica se le había salido uno, duro y respingón, y Félix
lo había pillado al vuelo, jugando en las toallas. El Simpar había guardado
aquella imagen como la mejor travesía por el desierto de su juventud. Y aún la
recordaba, cuadrando solitarios con su naipe de señoritas.”
(José Manuel de la Huerga, SolitarioS, páginas 22-23, 155-156, 188)