Para Isabel. Un mandala
Antonio Tabucchi
Traducción de Carlos Gumpert
Ilustración de la portada de Alicia Savage
Editorial Anagrama, Barcelona, 2014, 156 páginas
Este libro fue escrito en 1996 cuando
Antonio Tabucchi tenía cincuenta y tres años, pero había sido concebido mucho
antes y madurado así mismo durante un largo período de tiempo. Al mismo autor
le parece raro que un escritor de su edad y con la experiencia de tantos libros
de su autoría, se sienta en la necesidad de justificar las aventuras de su
escritura. Y sin embargo, Antonio Tabucchi lo hace y confiesa que en los
motores de arranque de la composición de Para
Isabel se dan cita “obsesiones privadas, pesarosas añoranzas personales que
el tiempo corroe pero no transforma…fantasías incongruentes e inadecuación a lo
real” (página 11). A ello se suma el
hecho aleatorio de haber visto a un monje vestido de rojo que, en una noche de
verano, dibujaba para el autor un mandala de la Conciencia. Un texto, el primer
texto póstumo e inédito de Antonio Tabucchi, porque lo consideraba una criatura
extraña, “un coleóptero desconocido que ha quedado fosilizado sobre una piedra”,
pero que en realidad es un viaje sin descanso hacia lo más profundo de la
conciencia humana y que Anagrama, como ha hecho con el resto de las obras de
Tabucchi, pone a disposición de los lectores españoles por su calidad
escritural y porque, como apuntan los editores italianos, es algo así como la
piedra angular de la construcción novelesca del escritor de Vecchiano.
No se trata pues de darle vida a un texto
menor del escritor toscano, sino de un gran, aunque extraño, artefacto
literario; no obstante su brevedad, a la altura de las más notables ficciones
del autor de Sostiene Pereira. Eso sí,
pergeñado con una tonalidad visionaria,
onírica, desconocida en Tabucchi, que nos recuerda la narrativa alusiva,
misteriosa y reveladora de sus inicios en la ficción.
La novela es un viaje a través de la memoria
personal e histórica de varios personajes que han conocido y hablan de Isabel,
y a la vez de los tiempos obscuros de Portugal, de un Portugal que ha dado la
espalda a Europa y ésta le está pagando con la misma moneda. Isabel es una
mujer misteriosa que ha transitado por varias de las novelas de Tabucchi, por Requiem especialmente. Por los indicios que el texto de Tabucchi nos ofrece, sospechamos
que fue una de las muchas personas desaparecidas en las insondables
obscuridades o mazmorras salazaristas. Simpatizante desde temprana edad de los
ideales del Partido Comunista, desaparece sin dejar pistas reales, aunque sus huellas
no se eclipsan en la memoria. Tampoco en la de Antonio Tabucchi que articula un relato en
torno a la búsqueda de esta mujer, posiblemente amada por el escritor.
Tabucchi estructura la novela como un
mandala, es decir como una figura (el círculo)
y un método de búsqueda de la verdad que remite a la religiones orientales. Y
así el lector acompañará al narrador a través de los nueve círculos de su mandala
que se van estrechando en torno a Isabel. Nueve encuentros principales que
marcan las fronteras de nueve fases importantes para avanzar en la búsqueda de
Isabel. Pero no solo de Isabel, sino de sí mismo.
A través del recorrido por estos círculos y
como si de una pesquisa detectivesca se tratara, vamos conociendo las
obsesiones de los personajes, que se asemejan a testigos somnolientos, sus visiones
y pesadillas. Pero también a través de sus recuerdos y testimonios se va completando
el puzzle del retrato de Isabel.
En la aparente búsqueda detectivesca el
investigador principal, voz narradora en primera persona, es otro personaje
rescatado de Requiem, Waclaw-Tadeus,
en quien sin forzar la interpretación debemos reconocer al mismo Tabucchi.
Sobre él, la desaparecida Isabel ejerce una inmensa fascinación hasta el punto
de que, en un cierto momento de su vida, siente la urgencia de rescatarla. Y la halla en el
centro del último círculo, mas el personaje femenino le hace recapacitar en el
hecho de que la ansiosa búsqueda era solo en pos de sí mismo para liberarse de
sus remordimientos. Para absolverse y obtener así una respuesta. De este modo
se completa el mandala: no importa si encontramos o no al ser que buscamos. La
importancia reside en el mismo hecho de buscar.
De este modo traspasamos un juego
aparentemente detectivesco y la novela nos sumerge en un verdadero ejercicio
vital, tan metafórico como existencial. En la búsqueda está el verdadero
conocimiento, viene a decirnos Antonio Tabucchi. Si es verdad que se hace
camino al andar, como intuyó el poeta, la sabiduría, el conocimiento también se
alcanza en el viaje, en todo viaje iniciático en el que buscamos nuestra
particular Ítaca. No importa que en el retorno no traigamos con nosotros ningún
tesoro, ni siquiera el del ser amado/buscado, porque nuestro ser retornará
enriquecido por la experiencia de la misma búsqueda. Es mi particular visión de
esta novela póstuma tabucchiana a la que
vinculo con todos los viajes odiseicos. Así pues, una parábola existencial no
sobre la joven portuguesa evaporada en el desierto salazarista, o en la nada,
sino sobre el mismo autor/buscador.
Como no podía ser de otro modo, a lo largo de este viaje narrativo, los
numerosos personajes que aportan su testimonio, no pueden evitar hablar del
Portugal salazarista. Como ha hecho en otras novelas, Tabucchi recrea de forma
indirecta, como “entre comillas”, el clima agobiante del Portugal sometido a
las penumbras dictatoriales. Es sin embargo la parte palpable y accidental de
un viaje por esos nueve círculos concéntricos del autoconocimiento que
configuran la arquitectura de esta novela, de la que forma parte así mismo una
visión transversal del tiempo en la que se impone el imperio de la imaginación.
Los efluvios de una prosa alejada de cualquier giro rompedor, pausada, reflexiva,
tersa y limpia le dan la forma externa a este póstumo regalo tabucchiano, una
novela menos estrambótica de cómo la definió el autor. Verdadera trabe de oro
de su peregrinaje novelesco.
Francisco
Martínez Bouzas
Fragmentos
“Las
luces de Arrábida se acercaban. El trasbordador hizo tuutuu, silbando. Era el único
ruido que se oía en aquella noche cálida. Isabel sonrió, y me apretó una mano.
Su fular blanco revoloteaba en la brisa nocturna. ¿Con qué objeto contarte mi
vida?, me dijo, tú lo sabes ya todo, has construido con sabiduría tus círculos,
y lo sabes todo de mi, mi vida ha sido exactamente ésa, huí hacia la nada, pero
supe apañármelas, ahora me has encontrado en tu último círculo, pero has de
saber que tu centro es mi nada, en la que me encuentro ahora, yo he querido
desaparecer en la nada, y lo he logrado, y en esa nada tú me has encontrado
ahora con tu dibujo astral, aunque has de saber una cosa, no eres tú quien ha
vuelto a encontrarme a mí, soy yo quien ha vuelto a encontrarte a ti, tú crees
haber realizado una búsqueda en pos de mi, pero tu búsqueda era sólo en pos de
ti mismo. ¿Qué quieres decir Isabel?, pregunté. Ella me apretó con fuerza la
mano. Quiero decir que querías liberarte de tus remordimientos, no era
realmente a mí a quien buscabas, sino a ti mismo, para darte una absolución a
ti mismo, una absolución y una respuesta, y esta respuesta te la doy yo esta
noche, la noche en la que nos dijimos adiós en un trasbordador que iba de Setúbal
a Arrábida, quedas liberado de tus culpas, no tienes culpa alguna, Tadeus, no
hay ningún bastardillo tuyo por el mundo, puedes irte en paz, tu mandala se ha
completado.”
…..
“Abrí
los ojos. El violinista estaba de pie ante mí, en el jardín de la estación se
había puesto la luna. Mantenía sujeto su violín y miraba fijamente el círculo
en la arena delante de sus pies descalzos. Es hora de regresar, dijo, la búsqueda
ha terminado. Se acuclilló y sopló sobre la arena. El círculo se anuló. ¿Por qué
ha hecho eso?, pregunté. Porque la búsqueda ha terminado, y hace falta el soplo
del viento que reconduzca el todo a la nada sapiencial, dijo él. Yo cogí la
fotografía de Isabel y me la metí en el bolsillo. Ésta me la llevo conmigo,
dije. Como quieras, dijo él, está en su derecho, de todo queda un poco, a veces
una imagen. Se ajustó el violín al hombro y empezó a tocar en sordina, con un
acento muy melódico. Les adieux, l’absence, le retour. Yo levanté los ojos hacia la bóveda celeste y vi una estrella que reconocí. Eché a andar. Y en
aquel momento vi a Isabel. Agitaba una bufanda blanca y me estaba diciendo adiós”.
(Antonio Tabucchi, Para
Isabel. Un mandala, páginas 151-152, 153-154)
Realmente interesante !
ResponderEliminarGracias ¡Feliz Navidad!