William S. Burroughs
Traducción de Mariano Casas
Editorial Anagrama, Barcelona, 150 páginas
(LIBROS DE FONDO)
Refiere el narrador y ensayista mexicano Juan Villoro que el día
6 de septiembre de 1951, en el medio de una tranca etílica de la que solamente
salía cuando se hallaba drogado, William Serwad Burroughs aceptó el desafío de
Joan, su mujer, y probó su puntería al estilo de Guillermo Tell. Sus amigos ya
estaban acostumbrados a los “juegos telepáticos”
de la pareja y sabían que la patente homosexualidad de Burroughs y su maratoniana
ingestión de drogas impedía cualquier contacto físico entre los dos. El hecho
fue que Joan puso un baso encima de su cabeza y Burroughs apretó el gatillo
desde tres metros. Fue un asesinato accidental y compartido que provocó que la
adicción por la escritura penetrase en el cuerpo de Burroughs. Toda la obra
literaria de Burroughs es en efecto un ejercicio sostenido de la estética
devastadora de aquella bala disparada en México.
El inmenso suburbio, la “Interzona”, capital
mundial del delito que era la ciudad de México en los anos cincuenta, se
convirtió para el futuro autor de El
almuerzo desnudo (1959) en un
infierno transitable, en un abismo a su medida capaz de ocultar la realidad más
desagradable. Todo esto queda reflejado
en buena medida en la novela Queer
(1985), traducida al español por Anagrama con el título de Marica.
Los inicios literarios de
Burroughs tienen su origen en la sensación de catástrofe y de pérdida que le
supuso la muerte de Joan. “Todo me lleva a l atroz conclusión de que jamás
hubiera llegado a ser escritor sin la muerte de Joan” escribía el mismo
Burroughs en 1985. Y junto al drama de la pólvora, también las cartas de Jack
Kerouac y de Allen Ginsberg se sitúan en al arranque literario de Burroughs.
Porque el profeta del beat, nacido en 1914, y por consiguiente más
viejo y menos ambicioso que Ginsberg y
Kerouac, nunca pensó dedicarse a escribir. Su intención era únicamente contribuir
con su ingenio a las ufanías y alardes de los otros. “Mi novela son las cartas
que te hago llegar” le declaraba Burroughs a Allen Ginsberg.
Será, sin embargo, en México donde redactará,
bajo el pseudónimo de Bill Lee, su primera novela, Yonqui. Confesiones de un drogadicto irredimible (1953). Queer fue concebida como un apéndice
de Yonqui
y apareció publicada treinta años mas tarde, junto con la correspondencia que
le serviría de base para su sobra sin
duda más conocida. The Yague Letters
(1963). La personalidad contradictoria de Burroughs no es merecedora ni de un
juicio moral condenatorio ni de una glorificación como ángel exterminador que
precisó de un homicidio como motor de arranque
de su obra narrativa. Como escritor, lo debemos juzgar únicamente por sus obras: un baúl rebosante
de las más tremendas experiencias existenciales, de heteróclita vitalidad.
También como experimentador de técnicas novedosas de arquitectura narrativa,
como el cut-up, que tienen como
finalidad descubrir, de forma azarosa, el relato escondido de la realidad.
La relación polémica que Buroughs establece
con la literatura, aparece con fuerza en Marica,
el relato del deambular de un joven ambiguo por los locales más sórdidos de esa
“Interzona” que abarca desde la ciudad de México DF hasta Panamá. Vagabundea por locales cada vez más miserables, en los
que pulula una fauna humana en estado de podredumbre y descomposición. Y en sus
incursiones, como un pícaro alienado, nos surte con añicos radioactivos de un
negrísimo humor. Viajes a mundos alucinatorios en búsqueda del yague, la droga
absoluta, capaz de otorgar el control
total sobre los cerebros, y por eso mismo, codiciada por estados y por amantes.
Si el lector desea introducirse en el particular
mundo de uno de los escritores menos edificantes del siglo XX y contemplar ese
paisaje alucinado que constituye el universo narrativo de este “gurú” de cinco
décadas, hallará en Marica un pequeño
pero substancioso atlas de la mayoría de los temas de uno de los personajes de
mayor carisma biográfico de los últimos tiempos.
Francisco
Martínez Bouzas
Willian S. Burroughs |
Fragmentos
“La
ciudad me atraía. Los barrios bajos no tenían que envidiar a los barrios bajos
de Asia en cuanto a suciedad y pobreza. La gente cagaba en la calle y después
se acostaba encima mientras las moscas le entraban y salían por la boca. Algunos emprendedores, entre los que no
eran infrecuentes los leprosos, hacían fogatas en las esquinas de las calles y
cocinaban unos revoltijos horribles y apestosos, indescriptibles, que ofrecían
a los transeúntes. Los borrachos dormían directamente sobre las aceras de la
calle principal, y ningún policía los molestaba. Me pareció que en México todos
dominaban el arte de no meterse en las cosas de los demás. Si un hombre quería
llevar un monóculo o usar bastón, no vacilaba en hacerlo, y nadie se volvía
para mirarlo. Los niños y los hombres jóvenes andaban por la calle del brazo y
nadie les prestaba atención. No era que a la gente no le importara lo que
pensaban los demás; pero a ningún mexicano se le ocurría aceptar la crítica de
un extranjero, ni criticar el comportamientote los demás.”
…..
“Lee
miró las manos delgadas, los hermosos ojos de color violeta, el rubor de
excitación en la cara del niño. Una mano imaginaria se proyectó con tanta
fuerza que costaba creer que Allerton no sintiera la caricia de unos dedos de ectoplasma
en la oreja, el roce de unos ilusorios pulgares alisándole las cejas, apartándole
el pelo de la cara. Ahora las manos de Lee recorrían las costillas, el estómago.
Lee sentía la punzada del deseo en los pulmones. Tenía la boca entreabierta,
mostrando los dientes mientras ensayaba el gruñido de un animal perplejo.
A
Lee no le gustaba la frustración. Las limitaciones de sus deseos eran como los
barrotes de una jaula, como una cadena y un collar, algo que había aprendido
como aprende un animal, a lo largo de días y años de sufrir los rigores de la cadena,
los rígidos barrotes. Nunca se había resignado, y sus ojos miraban entre los
barrotes invisibles, vigilantes, atentos, esperando a que el guardián se
olvidara de la puerta, a que el collar
se desgastara, a que se aflojara algún barrote…sufriendo sin desesperación y
sin darse por vencido.”
(William S Burroughs, Marica, páginas 8, 48)
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