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martes, 17 de abril de 2012

MIDDLESEX, LA EPOPEYA DE UN HERMAFRODITA

Middlesex
Jeffrey Eugenides
Traducción de Benito Gómez Ibáñez
Editorial Anagrama, Barcelona, 673 páginas
(LIBROS DE FONDO)


Jeffrey Eugenides (Detroit, 1960) es el autor de una de las mejores novelas cortas de los últimos veinticinco años, Las vírgenes suicidas, llevada al cine por Sophia Coppola. Con Middlesex  retornó  a la arena literaria y ganó el Premio Pulitzer del año 2003, hecho que demuestra que en Estados Unidos las grandes sagas genealógicas llevan la delantera a la hora de concurrir en los certámenes literarios más prestigiosos. Es el gran tópico de la novelística americana que siente la necesidad de incubar pormenorizadas sagas familiares como consecuencia de su condición de nación joven que precisa excavar en sus raíces y en el carácter fundacional del país.
Pero Middlesex encierra además otra historia, una historia hermafrodita, la epopeya de un hermafrodita que busca su identidad sexual y personal. De hecho la novela arranca con fuerza desde sus primeras líneas: “Nací dos veces: fui niña primero, en un increíble día sin niebla tóxica de Detroit, en enero de 1960; y chico después, en una sala de urgencias cerca de Petoskey, Michigan, en agosto de 1974”. En efecto, el héroe de Eugenides (Cal / Calliope) es una criatura mitad hombre, mitad mujer que nació en América de familia griega y que ahora vive en Berlín como agregado cultural de la embajada de sus país.
Enamorado de una mujer, se siente asustado, sin embargo, ante lo que pueda acontecer en el momento de la verdad cuando caen por tierra todas las vestiduras y máscaras y decide narrar su historia, revelar su secreto. Contarnos ese viaje en montaña rusa a través del tiempo, hablarnos de la mutación recesiva unida al quinto cromosoma, en la falda del Monte Olimpo, de cómo prosperó en la otra orilla del océano hasta caer en el fértil terreno del vientre de su madre.
En esta historia de historias, Cal Stephanides comienza narrándonos su vida. Postrer anillo de una larga cadena tejida con incestos y relaciones consanguíneas. Porque, como Tiresias, Cal vivió como mujer y como hombre, fruto de una historia que se inicia en 1922 cuando sus abuelos, dos hermanos enamorados, pertenecientes a la comunidad griega de Turquía, huyen del caos de la guerra con documentos falsos. Olvidan el tabú fundamental, ese que según Claude Lévi- Strauss supone el tránsito de la naturaleza a la cultura, se casan en el barco que les lleva a América y sus hijos, en un triple juego de consaguinidad, lo hacen a su vez con parientes también consanguíneos. Serán los padres de Cal, que al nacer fue inscrita como Calliope.
Jeffrey Eugenides comprime en esta profusa e inmensa novela, una especie de Odisea laica, todo el acervo de su memoria histórica. Middlesex prolonga la gloriosa tradición de la novela total que en el siglo XIX elevó la narrativa hasta cimas panópticas de indudable eficacia. Una obra que se inscribe en la esquela de la tradición épica, aunque quizás desprovista del sentido apocalíptico necesario para salir del trasfondo iluminista que exige cualquier acercamiento cauto al mito.
Al escribir Middlesex Eugenides es consciente de que la utopía de la gran novela americana demanda hablar de la nación y de su formación sin cortapisas. Sabe que no es suficiente posesionarse de la memoria emotiva o de las gloriosas palabras que se fueron acumulando a lo largo de los siglos. Es igualmente necesario asumir sus silencios, sus letras impronunciables. Desencanto, sin embargo, en el ojo lector al comprobar que los ecos épicos y trágicos de Middlesex no hallan en la construcción de la novela un tratamiento apropiado. Porque la voz narradora no sabe cómo fundir las dos novelas que se despliegan en el texto: la historia íntima de un hermafrodita que busca su identidad y la saga épico familiar a través de varias generaciones.

Francisco Martínez Bouzas


Fragmento

“Cuando este relato salga a luz, quizá me convierta en el hermafrodita más famoso de la historia. Otros me han precedido. Alexina Barbin fue a un internado femenino en Francia antes de convertirse en Abel. Dejó una autobiografía que Michel Foucault descubrió en los archivos del Ministerio de Sanidad francés. (Sus memorias, que se interrumpían poco antes de su suicidio, dejan mucho que desear, y al acabar de leerlas hace unos años, fue cuando se me ocurrió escribir las mías.) Gottlieb Göttlich, nacido en 1798, vivió con el nombre de Marie Rosine hasta los treinta y tres años. Un día Marie fue al médico a causas de unos dolores abdominales. El médico la examinó para ver si tenía una hernia y, en su lugar, se encontró con testículos que no habían bajado. A partir de entonces Marie se vistió con ropa masculina, se puso el nombre de Gottlieb y ganó una fortuna viajando por Europa, exhibiéndose ante profesionales de la medicina.
En cuanto a los médicos se refiere, yo soy aún mejor que Gottlieb. En la medida en que las hormonas fetales afectan a la química cerebral y la histología, yo poseo un cerebro masculino. Pero me educaron en sentido femenino. Si hubiera que concebir un experimento para evaluar las respectivas influencias de la naturaleza y la educación, no podría encontrase nada mejor que mi vida. Cuando me examinaron en la clínica hace más de dos décadas, el doctor Luce me sometió a una batería de tests (…)
Lo único que se es lo siguiente: pese a mi androgenizado cerebro, en la historia que voy a contar hay una innata cicularidad femenina. Es una historia genética. Yo soy la última cláusula de una oración periódica, cuya primera frase se escribió hace mucho tiempo, en otra lengua, y hay que leerla desde el principio para llegar al final, que es mi nacimiento”

(Jeffrey Eugenides, Middlesex, páginas 31-32)

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