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lunes, 10 de junio de 2019

UN RELOJ PARA LA ETERNIDAD


Cox o el paso del tiempo
Chistoph Ransmayr
Traducción de Daniel Najamías
Editorial Anagrama, Barcelona 2019, 245 páginas

    


   Cristoph Ransmayr  es un escritor austriaco, probablemente el escritor en lengua alemana que mejor utiliza los  instrumentos de la escritura, y es además capaz de acomodar su estilo aparentemente ininterrumpido y uniforme que se asimila al movimiento perpetuo imaginado por el relojero Alister Cox, a una infinidad de ritmos y dinámicas diversas.
   A mediados del siglo XVIII, cuatro relojeros ingleses llegan a tierra firme china, un día de octubre en el que todopoderoso emperador Qíanlóng, el Hijo del Cielo y Señor del Tiempo había llevado al patíbulo para cortarles la nariz a veinticinco funcionarios del fisco y corredores de bolsa. Dos años antes, enviados del emperador habían viajado a Inglaterra en un otoño en el que había fallecido Abigalil, la hija del relojero Alister Cox y enmudecido su esposa Faye. Le llevaban la invitación del emperador: “Se ruega al Maestro Alister Cox en nombre del Hijo del Cielo, el excelso Qíanlóng que visite la costa de Bčijīng para ser allí el primer hombre del mundo occidental que ocupará aposentos en la Ciudad Prohibida, con vistas a crear según los planes y sueños del Supremo, apasionado amante y coleccionista de relojes y autómatas, obras hasta hoy nunca vistas” (Páginas 17-18). Cox viaja a China con la esperanza de que ese desplazamiento le permita olvidar la falta de compasión del tiempo.
   La trama, reducida a las dimensiones de un apólogo se concentra en la imaginaria visita del relojero e inventor de autómatas, Alister Cox, alter ego ficcional del relojero real James Cox y tres ayudantes, a la China de la segunda mitad del siglo XVIII, con la finalidad de construir un reloj capaz de medir el tiempo según las diversas formas en la que puede ser percibido: el tiempo de un niño el de un moribundo e incluso el tiempo imposible de controlar del mismo emperador, el Señor de los Diez Mil años, que vive más allá y sobre el tiempo, y no conoce infancia ni adolescencia. Pero el emperador no quiere un juguete. Lo que el emperador ansiaba era la cabeza de sus huéspedes, pero no una calavera, sino la inventiva, la imaginación, el arte para crear molinos que marquen el paso del tiempo, un animal indestructible de platino, cristal y oro que, además de medir el tiempo, lo devorase. Relojes para  los tiempos fugaces, lentos o detenidos de una vida humana, relojes que marcarán las horas o las rutinas del día, la velocidad cambiante del tiempo.
   Eso es lo que quería el Sublime de Alister Cox. Relojes que se erigiesen en amos del tiempo, y hacerlos volar o detenerse porque el Señor de los Diez Mil Años no solo mandaba sobre el principio y el fin de los tiempos, sino también sobre su medición y sobre el ritmo en el que debía transcurrir. El emperador quiere un reloj capaz de medir los segundos, instantes, milenios e incluso los eones de la eternidad y cuya rueda girara eternamente sin cuerda ni pesas. Un perpetuum mobile en definitiva. Esa fue justamente la razón por la que los había hecho llevar al otro extremo del mundo: lograr el objetivo, siempre utópico de la relojería.
    A los relojeros ingleses se les ocurrió probar con la presión atmosférica que sube y baja y que, al igual que el péndulo de un reloj, pondría en movimiento una superficie de mercurio. Pero lo que en realidad atornillaban y pulían era su  propia muerte. El único que en su imperio podía jugar con el tiempo era el Señor de los Diez Mil Años. El amo de la China y del mundo debía estar a solas con su tiempo.
   El autor nos advierte en un epílogo que ninguno de los personajes de esta novela es real, a excepción del emperador Qíanlóng. Los constructores de autómatas de nuestros días objetarán que la construcción de mecanismos como sobre los que se especula y describen en la novela, nadie podría haberlos construido. Lo que sí nos ofrece  Christoph Ransmayr es un perfecto retrato de la China del siglo XVIII, esbozado con el detallismo perfecto de un miniaturista.
   Una trama que convierte el tiempo -su medición- en el núcleo de una hermosa novela. Y sobre todo nos hace estremecernos con las desmesuras y exigencias de un poder absoluto: hasta mirar al Señor de los Diez Mil Años estaba castigado con cegar al que lo hiciera. Un emperador que, no contento con las torturas, mazmorras, y asesinar salvajemente a sus súbditos, exige de los relojeros ingleses algo imposible de lograr. La ficción toca de lleno la maleabilidad del tiempo -ningún reloj lo domina-, pero para comprenderlo es suficiente la punzada de un pequeño dolor o el deleite del mínimo placer o ciertas emociones que lo aceleran o lo ralentizan, como escribió Julian Barnes.
    

                                                 
Christoph Ransmayr


No conviene que el lector se olvide que, a la par de esta historia imposible en la lejana China del siglo XVIII, existe otra aparentemente secundaria que se desarrolla en el interior de Cox, marido infeliz de una mujer, la enmudecida Faye y la hija muerta, Albigail, junto con el deseo de la mujer intocable, la concubina preferida del emperador.
    El estilo de la prosa de Christoph Ransmayr es un prodigio de equilibrio formal y estilístico: Su escritura, la de uno de esos escasos narradores que nos cuentan una historia sin sentir la necesidad de saturarla de continuas desviaciones, reflexiones y conceptualizaciones más o menos congruentes, pero que nos alejan del hilo conductor de esta pieza que es sola una novela.

Francisco Martínez Bouzas

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