Manuel Moyano
Menoscuarto Ediciones, Palencia,2017, 166 páginas.
A lo largo de todo El abismo verde resuena con frecuencia
la frase bíblica, las palabras del Levítico: “El que tenga comercio con una
bestia será castigado con la muerte.” No es preciso ser un experto exégeta para
ver en esta fresa una de las prohibiciones fundamentales de la Biblia: el sexo
contra natura con animales o seres ajenos a la especie humana. El versículo bíblico
alude a lo que posiblemente es el núcleo temático de esta novela, la última aportación
a la narrativa de Manuel Moyano (Córdoba, 1963), un escritor avalado por la
autoría de varias colecciones de cuentos, microrrelatos y varias novelas, de
las que, sin duda, la más conocida y relevante es El imperio de Yegorov, finalista del Premio Herralde en el año
2014.
Manuel Moyano cultiva una narrativa a
caballo entre lo fantástico y lo real; que se aleja de los puramente fantástico,
pero, sin embargo, está anclada en la idea de resucitar las novelas clásicas de
aventuras en la senda trazada por los grandes maestros del género, los autores
fundacionales: Kipling, H.W. Wells, Stevenson, Conrad o Verne.
El abismo verde es ciertamente
una novela de aventuras, erguida sobre una intriga transida por la inquietud y
el desasosiego. Su trama se ajusta al modelo clásico de la novela de aventuras,
en las que suceden acontecimientos que en el protagonista no solo hacen que
naufrague su fe, sino que lo turban profundamente. La acción transcurre en el
año 1975 y el joven protagonista y testigo la narra muchos años después. Un
joven sacerdote, con fuertes dudas en sus creencias religiosas, es destinado a
un remoto poblado de la selva amazónica, Agaré, antaño próspera colonia minera,
habitada ahora por leñadores mestizos cortadores de eucaliptos para una fábrica
de celulosa. Agaré es apenas una calle de tierra pisada a cuyo lado se yerguen
humildes casas de madera, con tejados de calamina. En ellas vivían los
leñadores mestizos, cuya religiosidad apenas disimulaba un profundo salvajismo.
Habita igualmente en la localidad un avaro mercachifle,
representante de la autoridad y el delegado de la compañía papelera: un alemán
que cohabitaba con una india, la única mujer que había en aquel lugar
abandonado de la mano de Dios y de los hombres en medio de la selva. Un barco a
la deriva rodeado de misterios en la cercana jungla. Tales como las extrañas
incursiones nocturnas de linternas que los sábados por la noche se internan en
las espesuras. El sacerdote descubre que son los mestizos llenadores los que
efectúan esas salidas nocturnas. Y descubre la existencia de una antigua ciudad
de piedra en medio de la selva, devorada por sinuosas raíces, y habitada por
unos extraños seres, hembras blanquecinas, seres calvos, con senos abultados y
carentes de sentimientos humanos. En aquellas ruinas viven como en un hormiguero.
No eran del todo humanas, pero tampoco simples animales. Son las rameras que esperan
a los mestizos llenadores en medio de la
selva. Seres del inframundo con las que copulan en bacanales nocturnos los
llenadores. En esos aquelarres, las criaturas de la selva, en su desenfrenada búsqueda
del placer, se dejaban llevar por el furor de la cópula hasta el extremo de
asesinar a sus parejas.
La resolución de la novela que ninguna
reseña debe desvelar, tienen lugar en la última página. Lo hasta ahora escrito
es solamente la sinopsis de una intriga ciertamente inquietante, una novela de
aventuras que responde al andamiaje canónico (salida-viaje-retorno). El autor
logra articular un relato rebosante de intensidad, en el que la imaginación
desbordante y el substrato ético no obstruyen el aliento narrativo, intenso y
repleto de desasosiego. A pesar de esos
elementos fantásticos -las hembras que habitan en el inframundo- El abismo verde es una novela creíble
que tiene además el mérito de ser una celebración de la aventura. Y es, sobre
todo, un viaje interior, una iniciación y no pocos descubrimientos cruciales en
la existencia del joven sacerdote que, tras ser testigo e incluso víctima de las
orgias sexuales con las hembras del inframundo, es capaz de viajar al abismo de
su propia conciencia, y de él salir para iniciar una vida nueva.
Manuel Moyano describe con pericia
escenarios selváticos, las actitudes de una amplia galería de personajes
secundarios y, sobre todo, el peso de ese ambiente embrutecido que es Agaré, el
salvajismo cruel que perciben los ojos del protagonista y la opresión del
abismo asfixiante que es la selva, rebosante de vitalidad, pero que llega a
engullir conciencias y caracteres, al igual que las raíces de los árboles
centenarios aprisionan y tragan la ciudad de piedra milenaria.
Novela relativamente breve, escrita con un
ritmo que no concede tregua, y una prosa ágil y apropiada, desbordante de
colorido. Con estos ingredientes nos introduce Manuel Moyano en un mundo
embrutecido, donde no rigen las leyes humanas. En el corazón de la barbarie.
Fragmentos
“Ya
he dicho que aquellas criaturas (o personas, si así cabe llamarlas) carecían de
vello corporal y de pelo en la cabeza, exceptuando una especie de cerdas que
les crecían sobre el labio superior. Su nariz era chata y las ranuras de sus
ojos alargadas; le abrimos los párpados, pero ambos globos oculares se habían
desintegrado. En cuanto a las orejas, estaban atrofiadas hasta ser casi
inexistentes. Tras separar la mandíbula inferior -que crujió de forma
estremecedora al desgajarse del resto del cráneo- vimos que su dentadura no
difería de la nuestra en cuanto a la disposición de las piezas, aunque los
molares eran más robustos y los incisivos más desarrollados. También en esta
ocasión se trataba de una hembra, como evidenciaban no solo sus senos y su
vagina, sino la línea curva de sus caderas. Incluso en aquel estado había una
acusada feminidad en sus formas.”
…..
“Cuando
todos hubieron terminado de desvestirse, el más alto y fornido de ellos alzó
una mano y, simulando teatralmente con la otra que se masturbaba, emitió un
poderoso grito que resonó como una profanación por toda la selva:
-¡Venid,
putas!
Un
escalofrío recorrió de arriba abajo mi espina dorsal. Presentí que aquella
invocación no era una frase cualquiera pronunciada al azar, sino la plegaria
que daba paso a la siguiente fase del ritual, el preludio a un horror absoluto,
a la más completa de las abominaciones…Y pronto pude comprobar que no andaba
errado, porque, como respondiendo a su llamada, varias figuras blanquecinas surgieron
de la espesura en distintos puntos del contorno del calvero (…)
Los
monstruos caminaban mostrando sin pudor sus vulvas tumefactas y escandalosamente
abiertas, relucientes de humedad incluso en la penumbra. Me santigüé. Eran
cuarenta o más, tantas como mestizos las esperaban desnudos en el centro del
calvero: Lavinger se había equivocado al suponer que su número era reducido. Intenté
cerrar los ojos, no contemplar la lasciva ceremonia que, sin duda, iba a desarrollarse
a continuación. Pero no logré resistir la tentación, esa fue mi debilidad, y
todo cuanto vi esa noche quedaría fijado para siempre en mis retinas… Cómo
describir con simples palabras lo que ocurrió, los jadeos bestiales, la orgía
contra natura que durante la interminable hora siguiente se desarrolló ante mis
ojos…Cómo describir al sobrecogimiento sin parangón que me invadió.”
…..
“A
lo largo de estas décadas no he dejado de preguntarme si aún seremos
compatibles genéticamente. ¿Llegaron a dar algún fruto aquellas aberrantes
uniones? ¿Concibió la reina monstruosos híbridos como consecuencia de nuestros
reiterados encuentros? Tal vez mientras escribo estas líneas, mis descendientes
estén reptando por la eterna oscuridad de aquellas galerías, ajenas por
completo a la civilización de los hombres. Si es así, confieso que, lejos de
sentirme horrorizado ante la idea, me enorgullezco de ser su progenitor. A mis
sesenta y tres años de edad cuando tengo la completa certeza de que la vida es
algo insignificante, un accidente fortuito en el conjunto del cosmos es cuando
la amo más que nunca; en cualquiera de sus manifestaciones, en cualquiera de
sus frágiles e infinitas formas.”
(Manuel Moyano,
El abismo verde, páginas 77-78, 91-93, 166)
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